El Mosquito esperando ser dinamitado No acostumbro la crónica de viajes, pero por esta vez haré una excepción. Me salió algo extensa; alguna de las cuatro lectoras de este blog (sí, Araceli, tú, no te hagas) dice que no lee mis posts cuando son muy largos, quesque le aburren. Espero que éste no. Ahí les va.
Aterrizamos en Manzanillo el miércoles por la tarde vía Magnicharters (me tocó, de pura suerte, en primera clase, porque llegué como dos horas antes al aeropuerto). Me dio tiempo para almorzar en el Wings y no quedarme con hambre por culpa del minisandwich y el traguito de vodka que dieron durante el vuelo.
Me estaban esperando dos muchachos (uno de ellos el presidente) del flamante Instituto de la Juventud de Manzanillo, que le hicieron el paro al también flamante Director del Instituto de Cultura del municipio,
Avelino Gómez, para recibirme y llevarme al hotel. Aproveché el largo trayecto del aeropuerto al centro para saciar un poco mi curiosidad y admirar el heterogéneo paisaje de la localidad. Me pasearon y enseñaron buena parte del puerto, donde todo queda lejos, ya que está extendido a lo largo de la costa.
Al llegar al centro lo primero que se avizora es una estructura gigantesca de color azul, que quiere semejar a un pez vela. Con temor de acertar, pregunté: “¿Es de Sebastian, verdad?” Sí, inconfundible su “estilo escultórico”. A los lugareños no les gusta el adefesio, al que con justicia bautizaron como “el mosco del paludismo”. Me contaron que con la anterior administración hubo un problema aún no aclarado de desvío de recursos por la construcción de la escultura. Poco después les propuse que armáramos una organización clandestina dedicada a dinamitar todas las mamarrachadas monumentales con las que Sebastian se ha encargado de afear el paisaje urbano de México. Nadie secundó mi idea, parecían resignados a vivir con esta monserga que les echa a perder la vista a su hermosa bahía.
Apenas llegué a la habitación del Hotel Colonial (tan colonial que no tiene elevador, ni contactos trifásicos, ni red inalámbrica para Internet, ni control remoto para la tele, ni botellas de agua en las habitaciones, pero en donde me dicen que Alberto Isaac filmó una película sobre el famoso episodio de
Chinto El Violento), y a las cuatro en punto sonó el teléfono. Era Avelino, quien ya me esperaba abajo para ir a la sesión del taller de cuento. “¿Qué? Si fumas, aprende a controlarla”, tuve ganas de decirle, pero lo consideré imprudente si todavía ni lo conocía en persona. Resulta que el buen
Alberto Chimal no pudo llegar ese día sino hasta el siguiente porque andaba en Oaxaca, así que decidieron que lo sustituyera en esa primera clase. Menos mal que me avisaron con la debida anticipación, porque yo nada más traía preparada la ponencia de la noche. Pero como yo nunca me rajo y soy un inconciente, acepté sin hacerla mucho de tos.
No obstante, no es que sea un irresponsable, pero no tenía N.P.I.S.A. (ni peregrina idea sobre el asunto) de cómo se le hace para nomás empezar un taller que luego va a concluir otro, así que apliqué el viejo truco de ganar tiempo con las presentaciones. De esta manera, mientras ponía cara de muy interesado, pude ordenar mis ideas y salir avante. Creo que los asistentes al taller ni se dieron cuenta de mi pánico escénico y la sesión fue provechosa. Por lo menos, de lo que sí estoy seguro es que se rieron mucho con mis comentarios sobre el hecho de que a las musas hay que esperarlas trabajando, para que te susurren al oído: “Escribe esto, pendejo”.
Como participante del encuentro estuvo Gabriela Alegría, conocida en el bajo mundo de la blogósfera como su
Alteza Princesa Gato. Le dije: “Ah, con que tú eres la famosa Gabriela Alegría”, y como que se sorprendió de que alguien la conociera por el blog. En persona me la imaginaba algo así como una chavita desmadrosa, pero resulta que es un mujerón, altota, de tez muy blanca, mirada y sonrisa dulce, y ya toda una señora casada, estudiante del diplomado de SOGEM y becaria del FECA local. Está trabajando en un libro de cuentos sobre personajes en un manicomio. El cuento de "Eunice", que fue el que le oí leer, es buenísimo. Ya ven: no hay que dejarse llevar por todo lo que lee uno en los blogs.
A las ocho de la noche estaba programada una charla sobre narrativa contemporánea, al alimón con la maestra y escritora Guillermina Cuevas, con quien tuve la oportunidad de platicar largo y tendido durante toda mi estancia. Intercambiamos libros, vivencias y cotorreamos de lo lindo. Ella me dio un ejemplar del famoso diccionario bilingüe de Mary Grottos and lovers (que ya reseñaré en otro post), y me prometió que me enviará ejemplares de otros de sus libros.
Con todo el ajetreo, no me había dado tiempo de comer y fuimos a cenar. Yo me atasqué con chilaquiles y un filetote de pescado empanizado. Por el calor y la cena ligera, no pude dormir bien. Tuve sueños raros y a las seis ya no pude pegar ojo. Bajé a desayunar y de inmediato nos fuimos al CET del Mar, donde leímos cuentos y obtuvimos una respuesta algo tibia por parte de los estudiantes. Regresamos al centro y Avelino me pidió que tallereara individualmente con algunos de los alumnos. Me senté en las mesas del Chantilly, con vista al malecón, con Alfredo Hermosillo, filósofo y traductor del ruso, recién desempacado de las gélidas estepas rusas. Está iniciando una serie de textos muy buenos, titulados “Teoría de Budapest”, que son una especie de crónicas apócrifas sobre autores, obras y episodios de su estancia en Rusia.
Desde que llegué me habían informado que ineludiblemente tenía que visitar dos lugares: el Tiburón Blanco (un antrazo de mala muerte, con historias escalofriantes de marineros acuchillados y prostitutas decadentes, que finalmente ya no pudimos conocer) y el antro donde presentara su espectáculo Sherezai (no sé si así se escribe), una odalisca de proporciones míticas. Tanto me hablaron de ella que llegué a dudar de su existencia y pensé que más bien fuera una alucinación colectiva o una leyenda urbana, porque nadie sabía con anticipación donde se presentaría, pero a donde iba se llenaba el lugar.
Ya en la noche se armó el plan más en forma para el guateque. Fuimos al Bora, un bar con vista a la playa, donde supuestamente habría un grupo muy bueno de reggae, pero ese día no fue a tocar y en su lugar llegó una bandita pseudo pop con una niña de muy buen ver pero de pésimo cantar. Algunos dijeron que sus berridos los entonaba en español, pero yo estaba casi seguro que lo hacía en alguna clase de irreconocible lengua muerta.
Fuimos a cenar en una taquería que atendían sólo mujeres y un mariposón. Allí nos enteramos del lugar donde Sherezai estaría esa noche: en el “Chicas, chicas y más chicas”, un bar con table enclavado en una cañada con vista a la bahía. Nos lanzamos. Nada del otro mundo.
Las pupilas bailaban con desgano, no le rendían la adecuada pleitesía al Dios Tubo y el ambiente estaba algo desangelado, hasta que apareció Sherezai, una guapa mujer de rizada y rubia cabellera teñida (me recordó a Dee Snider, el cantante de Twisted Sister) y unos apéndices delanteros inquietos como dos cachorritos que querían salir de la prisión de encaje a la que estaban confinados. A la usanza de las antiguas vedettes, Sherezai no se desnuda: su espectáculo es la sonrisa, el canto y el baile; la insólita agitación telúrica de sus turgencias, como antes la exótica Tongolele y hoy la colombiana Shakira. Algún miembro despistado del respetable, exigió: “¡Pelos, pelos!”, pero ella sólo le contestó, dueña de la situación: “Ahorita te traigo una peluca”.
Al día siguiente, de nuevo lectura, ahora en uno de los campus de la Universidad de Colima, y más tallereo, ahora con Melquíades Durán, maestro e historiador, a quien me habían presentado como autor de haikús, pero luego supe que también es narrador y pintor. Sus cuentos, casi todos ellos trágicos, con personajes obsesionados por la sangre y la muerte, son buenos, pero requerirán algunos ajustes para que se convirtieran en muy buenos o excelentes. También platicamos largo y tendido con
Alberto Llanes, periodista y escritor, cronista de polendas y ácido humor, colaborador de
Milenio Colima y estudiante del diplomado de SOGEM.
Todo estuvo muy bien hasta que llegó el evento de clausura del Encuentro: una lectura de poemas de Griselda Álvarez en voz de la actriz Irma Dorantes (“diva de la época de oro del cine nacional”, dirían los mamones presentadores de Televisa). Qué martirio tan atroz. Durante más de una hora, la última señora de Pedro Infante se dedicó a destrozar la de por sí gris poesía terminal de doña Gris. A leguas se veía que la Dorantes en su vida había leído la obra de la primera gobernadora que ha tenido México, o peor: que en su vida había leído en voz alta texto literario alguno.
Pensé seriamente en acusar al INBA, al CONACULTA o a quien resultara responsable de tan artero ultraje de lesa poesía, por maltrato psicológico y rudeza innecesaria ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Llegó un momento en que se me ocurrió fingir un ataque de epilepsia para acabar con tamaña tortura, o ya de plano pasar al frente y arrancarle el micrófono para que acabara de una vez ese atentado al indefenso público ahí presente, pero alguien me sugirió prudencia: tal arrebato podría cerrarme las puertas de por vida o por lo menos en este sexenio a cualquier tipo de apoyo, beca o premio a cuenta del erario. Así que preferí algo más sensato: salirme, como ya lo habían hecho otros antes, con el pretexto del calor o de una oportuna llamada al celular.
La noche culminó en el concurrido Bar Social (el único lugar abierto en el centro después de las 11 de la noche), con su famosa barra circular de mármol y un pícaro mesero que alburea a los clientes y le gusta recitar versos de poetas improbables. Allí, el calor y las copas nos llevaron a desvaríos tales como planear la bio-pic de Carlos Monsiváis, con Luis Miguel como protagonista, dirigida al alimón por Del Toro, Iñárritu y Cuarón (con participación especial de Tarantino y Oliver Stone); un cast multitudinario, tipo Robert Altman, con Salma Hayek como Sari Bermúdez; los Mascabrothers (caracterizados como la Jitomata y la Perejila) como Octavio Paz y Carlos Fuentes; Diego Luna como Aguilar Camín y Gael como Enrique Krauze. Ah, y los Bichir (en una aparición especial) como los gatos del Monsi, o algo así (tampoco es cosa de exigir tanta precisión porque este tundeteclas ya se estaba durmiendo).
Para el sábado, día del regreso, hice mi gustado performance del escritor-maldito-evidentemente-crudo-y-desvelado, y junto con Alberto Chimal logramos escabullirnos para no coincidir ni en el aeropuerto ni en el avión con la señora Dorantes. No fuera a ser que le diera por contarnos anécdotas interminables con el Ídolo de México.
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