Suena el teléfono. Hablan del Seguro Social: que por fin llegó la medicina para controlar la presión arterial de mi padre. Lo acaban de operar y él no puede ir. Me pide que vaya yo. Tengo que ir a la UMF (Unidad de Medicina Familiar, antes se les decía clínicas) que está en Ermita Iztapalapa, muy cerca de casa.
Desde que inició mi vida laboral nunca he tenido necesidad de ir al Seguro Social. Bueno, sí, una vez: para que me validaran la incapacidad por una fractura en el tobillo hace como 12 años que me trataron en un hospital privado.
Mi padre sí tiene que ir cada quincena a sus consultas por los problemas de la presión, los nervios y todo eso. Cada vez que regresa me hace un relato detallado de su descenso a los infiernos. (¿Que no hay un círculo en la Comedia donde están los doctores, enfermeras y burócratas del IMSS, ISSSTE y todas las instituciones públicas de salud atormentando a los negligentes que no se cuidaron y enfermaron? Dichoso Dante que nunca le dio una gripa).
Mi padre me da instrucciones precisas para recoger las medicinas, como si fuera a una misión digna de James Bond, dado que el medicamento que le recetaron es tan codiciado que hasta lo guardan en caja fuerte (de veras):
Subes el elevador, te bajas en el primer piso, a la izquierda está la puerta de la administración, allí preguntas por la medicina, te van a pedir una copia de la receta, luego vas a que te la firmen, y les das el protocolo, luego pasan la receta con el administrador para que la autorice y te dan la medicina, te sellan la copia y te regresas.
Apunto todo para que evitar que aparezcan contratiempos en la misión.
Pero eso no es todo, dice mi padre: tengo que pasar a la farmacia de la UMF a surtir una receta de otra medicina de la que no había en existencia en su anterior consulta. Otra serie de intrincadas instrucciones.
Llegué a la UMF. Había muchas personas haciendo varias filas. En cada ventanilla había una fila de 15 ó 20 personas. Pero eso no me arredró y seguí al pie de la letra todas las instrucciones dadas por mi padre (“más vale el diablo por viejo…”) A los cinco minutos ya tenía en mis manos la caja con las preciadas grageas.
Lleno de contento por la misión cumplida, me reporté al centro de mando: “¿Y las otras pastillas?” Chin. Miré hacia la ventanilla de la farmacia: 13 personas haciendo fila. Me formé y esperé pacientemente hasta que le extendí la receta a una señorita que me espetó sin darse un respiro:
- Fíjese que esa medicina ya no la estamos surtiendo; tiene que pasar con el coordinador médico a que le haga el cambio de medimento para que luego le haga otra receta y le actualice el protocolo, luego le saca una copia a todo de nuevo para que yo me quede con ella, y entonces ya pasa conmigo.
En ese momento comprendí por qué mi padre se había vuelto tan adepto a las instrucciones detalladas, precisas e intrincadas.
De nuevo, apunté todo y lo hice al pie de la letra. Y todo salió sin ningún contratiempo, hasta que regresé a la ventanilla de la farmacia (con otra fila de 20 personas).
La señorita que me había atendido antes ya no estaba y en su lugar apareció una mujer de baja estatura, de tez oscura y semblante patibulario (chaparra, prieta y con cara de hija de la chingada, para que me entiendan).
Dos turnos antes de mí estaba una viejita de lentes, a la cual la enana regañó por ir dos días antes a recoger la medicina: “No estamos surtiendo recetas adelantadas ni atrasadas”. La viejita rogó: “Ándele, no sea malita, no me haga dar otra vuelta, ¿no ve que no puedo caminar?”, dijo mientras levantaba su bastón para corrobar su aserto. La pigmea ni se dignó a mirarla. Selló y engrapó los papeles, se dio la media vuelta, regresó con una pila de cajas de medicamentos que amontó desordenadamente y se los acercó a la sexagenaria, cuyas manos artríticas a duras penas podían hacerse cargo de tanto.
A la siguiente “derechohabiente”, la cambuja la regañó porque no traía copia de todo lo que había que traer copia y la echó con cajas destempladas.
Como yo soy muy listo, ja ja ja, traía copia de todo, así que a mí no me iba a regañar.
Iluso que soy.
Llegó mi turno. Extendí mis papeles y copias, Hasta buenos días le dije, con una sonrisa de triunfo. La zotaca escrutó con minuciosidad digna de mejores causas la receta, el protocolo, el otro papel, las copias. No lo podía creer, no podía ser tan perfecto. Los volvió a revisar. Entonces empecé a sudar frío. Sus ojos se abrieron, me miraron y luego se cerraron hasta hacerse una rendija. Me dijo:
- ¿Por qué viene hasta ahorita a recoger la medicina si se la recetaron desde el día 15?
Entonces toda mi efímera confianza se derrumbó, me había cachado en falta. Sin embargo, tragué saliva, me enjugué la gota de sudor en la frente que amenazaba caer sobre mis lentes y dije, muy decidido:
- Es que… es que… le cambiaron el medicamento porque no había la otra vez que vino mi papá que está enfermo de la presión y acaban de operar y no pudo venir y por eso vine yo…
La pigmea sonrió triunfante por fin. No me dejó continuar con mi perorata.
- Se la voy a surtir, pero que sea la última vez. ¿Oyó? –y levantó el dedo índice en señal admonitoria-. La última vez.
- Sí, señorita. Sí, señorita –balbucí, tomé la caja de pastillas y salí corriendo a la calle.
Temblando aún por la tensión (exagero un poco, pero no mucho), detuve un taxi. El chofer era un tipo así como… bueno, era un tipo joven, robusto, moreno, con los pelos parados (uno no sabe si por el gel o la falta de aseo). Le indiqué a dónde me dirigía.
- ¿Me voy por Tasqueña, don?
Le dije que sí. Abrí mi mochila, saqué un libro y me puse a leer.
Cuando me di cuenta, el tipo había dado vuelta en una callecita. Le dije:
- Creo que por aquí no salimos a Tasqueña.
- Es que no sé bien por dónde, don. Usted dígame por dónde me voy, don.
Pocas cosas me encabronan en la vida, pero cada vez me encabrona más subirme a un taxi y que el chofer me diga: “A’í usted me dice por dónde quiere que nos váyamos” (ojo con el esdrujulazo).
No es que quiera despreciar el oficio de taxista, que cuando se hace bien es altamente agradecible, pero ¿es tan difícil aprender a orientarse en esta ciudad como para que un taxista (que se supone que se dedica todo el día a recorrer la urbe) no sepa ni cómo llegar al Metro Tasqueña desde la Calzada Ermita Iztapalapa? Es como si me encargan un artículo sobre algún tema y yo pido que me digan cómo escribirlo. ¿No se supone que por eso soy periodista, escritor o lo que sea que soy?
Bueno, el chiste es que mi semblante se endureció y ni siquiera me digné a levantar los ojos de las páginas del libro. Sólo dije:
- Yo tampoco sé por dónde. No soy de por aquí.
El tipo detuvo el vehículo. Sin volverse a verme, simplemente dijo:
- Yo tampoco soy de por aquí. ¿Por qué no lo dejo en la esquina y mejor se va en Metro, don?
Ese “don” me sonó ya entonces medio sospechoso. Algo así como“don Pendejo”. Pero no me inmuté. Cerré el libro y dije:
- No, no me voy en Metro.
- Entonces mejor lo dejo en la esquina, don.
Dije:
- Bueno.
El tipo avanzó hasta la esquina y me bajé sin decir nada más. Arrancó y se fue por el rumbo contrario al que yo iba.
Tomé otro taxi, que dio muchísimas vueltas y me cobró 50 pesos para un trayecto que podría haber salido en la mitad.
Sólo entonces me di cuenta de lo importante que es saber seguir instrucciones al pie de la letra.