Conan Doyle como Sherlock Holmes
Por Guillermo Vega Zaragoza
Enconada polémica ha causado la película Sherlock Holmes, dirigida por el cineasta inglés Guy Ritchie y estrenada mundialmente el primer día de 2010. Para algunos, el también director de cintas como Lock, Stock and Two Smoking Barrels (Juegos, trampas y dos armas humeantes, 1998) y Snatch (Cerdos y diamantes, 2000) se tomó demasiadas libertades al “modernizar” al detective por antonomasia creado por su compatriota sir Arthur Conan Doyle, convirtiéndolo en una especie de Batman decimonónico en lugar de conservarlo como el paladín de la inteligencia y la deducción que resuelve los enigmas criminales más enrevesados.
Pero, ¿en verdad al ex esposo de Madonna se le pasó la mano o en realidad, como lo ha sostenido en diversas entrevistas, fue especialmente cuidadoso en respetar el canon establecido por Conan Doyle en los nueve libros y sesenta relatos clásicos que cuentan las historias originales del detective de Baker Street?
En principio, hay que tener en cuenta el dato de que el Libro de Records Mundiales de Guinness señala a Sherlock Holmes como “el personaje más interpretado en películas” con cerca de 100 actores haciendo el papel en más de 200 cintas de una docena de países.
Sin embargo, a fin de desentrañar el misterio, habría que remitirse a la persona misma que sirvió de modelo para la creación de Sherlock Holmes. Por ello es necesario recordar que, antes de volverse un escritor mundialmente famoso, Arthur Conan Doyle era un sencillo médico inglés, descendiente de una familia devotamente católica. No tenía muchos clientes y en realidad a lo quería dedicarse era a escribir novelas históricas. Empezó a publicar relatos en varias revistas literarias a principios de la década de 1880 con cierta aceptación de la crítica, aunque su sueño era completar una novela.
De pronto, a principios de 1886 —nos cuenta John Dickson Carr en la biografía del escritor (Editorial Renacimiento, México, 1960)—, Conan Doyle se preguntó: “¿Por qué no una novela detectivesca?” Acababa de leer un par de obras de Émile Gaboriau: Monsieur Lecoq (El señor Lecoq, 1869), L'Affaire Lerouge (El caso Lerouge,1866) y La Clique dorée (La pandilla dorada, 1871), que le parecieron como escritos por un Wilkie Collins “corregido y aumentado”. Mientras observaba las acuarelas pintadas por su padre colgadas en la pared, Conan Doyle pensó que lo primero que necesitaba era un modelo para su detective. No tuvo que ir muy lejos: recordó que en la escuela de medicina, en Edimburgo, “había un individuo flaco, de largas manos blancas y diestras, y una mirada algo burlona, cuyas deducciones sorprendían a los pacientes, como podrían sorprender a un corrector de pruebas”, nos cuenta Dickson Carr. Se trataba del doctor Joseph Bell, que había sido su maestro y que tenía una vocación y habilidad extraordinaria: podía enfrentar a una persona totalmente desconocida y, simplemente con mirarla, deducir su nacionalidad, sus costumbres, su trabajo y el medio en el cual se desarrollaba su vida.
El doctor Joseph Bell
Un maestro de la observación
Dickson Carr lo describe como “la simpatía personificada y no se parecía en nada a la formidable figura de su leyenda”. En la época en que Conan Doyle fue su alumno, Bell tendría poco más de cuarenta años. Era muy enjuto, de manos inquietas y con una mata de pelo oscuro erguida siempre en su cabeza como las cerdas de un cepillo. Pero, además, “poseía un agudo sentido del humor, con el cual apoyaba sus dotes de deducción para inculcar a los estudiantes que debían servirse de ojos, oídos, manos y cerebro al diagnosticar”.
Conan Doyle ayudaba al doctor Bell a presentar los casos médicos en clase. En una ocasión presentó ante los alumnos a un hombre y les pidió que lo observaran para deducir a qué se dedicaba. Nadie se atrevió a aventurar una respuesta. Tratando de ocultar una risita de satisfacción, el doctor Bell les dijo a sus asombrados pupilos: “Este hombre es un zapatero remendón y además es zurdo”. Y los instó a que lo analizaran con mayor cuidado. Nada. Hasta que les reveló el secreto: “Observen ustedes, caballeros, los lugares gastados por el roce en los pantalones de pana, allí donde los zapateros apoyan la piedra sobre la cual baten el cuero. El lado derecho, como verán, está mucho más usado que el izquierdo, porque se sirve de la mano izquierda para martillear el cuero”. Sus alumnos lo miraban y sonreían tontamente, hasta que finalmente el doctor afirmó juntando las yemas de los dedos y abriendo los ojos exageradamente: “Además, este hombre es un barnizador de muebles, ¿no lo huelen?”
En el libro Argumentos fabulosos (Grijalbo, 1977), Irving Wallace hace una semblanza muy completa del doctor Bell presentándolo como “el verdadero Sherlock Holmes” y como “quizá el maestro más brillante de la observación que el mundo haya visto en los últimos cien años”. En alguna ocasión, el eminente médico escocés dijo ante una fascinada audiencia: “El problema de la mayoría de las personas es que ven, pero no observan. Cualquier detective realmente bueno debería ser capaz de decir, apenas se ha sentado un extraño ante él, cuál es su ocupación, cuál es su pasado, sus costumbres, y esto sólo por medio de la observación y la deducción rápidas. Mirad a un hombre y en su rostro encontraréis escrita su nacionalidad, sus medios de vida en sus manos, y el resto de su historia en su forma de caminar, en sus maneras, en sus tatuajes, en los adornos de la cadena de su reloj, en los lazos de sus zapatos y en los hilos adheridos a su ropa”.
Y abundaba: “Todo buen profesor que desea convertir a sus alumnos en buenos médicos, debe acostumbrarles a cultivar el hábito de notar las pequeñas trivialidades, que lo son en apariencia. La mayoría de las personas se parecen entre sí en sus rasgos menores y en los más generales. Por ejemplo, gran parte de los hombres tienen una cabeza cada uno, dos brazos, una nariz, una boca y cierto número de dientes. Son las pequeñas diferencias, sin importancia en sí mismas, como la caída de un párpado o alguna carencia, lo que distingue a los hombres. La importancia de lo infinitamente pequeño es incalculable”.
“El doctor Bell solía sentarse en su consulta, con el rostro impenetrable como el de un piel roja, y diagnosticaba las dolencias a sus pacientes antes que estos abrieran la boca. Les indicaba sus síntomas e incluso les daba detalles de su vida pasada. Casi nunca cometió un error”, recordaría Conan Doyle. Las enseñanzas de su maestro le servirían como base para su detective, que no sería un investigador cualquiera sino alguien que hiciera de la búsqueda y persecución de los criminales una verdadera ciencia exacta, a través del estudio de minucias, huellas de pisadas, restos de barro y polvo, utilizando su conocimientos de química, anatomía y geología; que reconstruyera la escena del crimen como si hubiera sido testigo presencial y, luego como si fuera lo más común del mundo, lanzara la información a los rostros atónitos de sus oyentes.
Un nuevo sistema científico
Nada más que había que había un pequeño detalle: todo tendría que inventarlo, porque hasta esa fecha, en el año de 1886, no había ningún sistema científico que se utilizara en la criminología. Sí, habían aparecido algunos libros sobre los tipos de criminales, como el llamado método antropométrico, pero que en realidad servía muy poco para aclarar crímenes. Simplemente, Conan Doyle tuvo que imaginarse qué haría si fuera detective y terminó inventando un sistema que se adelantó varios años a la realidad.
En efecto, como revela Dickson Carr, el único libro de texto verdaderamente importante sobre criminología, titulado La investigación de lo criminal, de Hans Gross, que formó la base de todo el sistema policíaco hoy en día, no se publicó sino hasta 1891. Por ejemplo, en uno de los relatos anteriores a esa fecha, Sherlock Holmes menciona una monografía que escribió sobre la forma de preservar las huellas de pisadas mediante yeso. En su libro, Gross descartó seis formas comunes de preservar las huellas y estableció como el único bueno el de la escayola. Un director de los laboratorios de la policía francesa dijo en una ocasión: “Un policía o un investigador criminal no habrá perdido su tiempo si lee las novelas de Conan Doyle. En el laboratorio nos hemos apropiado de muchas ideas que hallamos en esos libros”. En Egipto, el gobierno había traducido las hazañas del detective al árabe y las había publicado como libro de texto para la policía.
Así, los cinco meses que pasó bajo la tutela del severo doctor escocés y sus propios estudios en la Universidad de Edimburgo le proporcionaron a Conan Doyle las ideas necesarias para crear al prototipo del detective y convertirse en un autor mundialmente famoso. Y no sólo eso: de hecho, una vez que decidió bautizar a su creación como Sherlock Holmes —inspirado en un jugador inglés de cricket y en el poeta norteamericano Oliver Wendell Holmes— y escribir la primera novela donde aparecería como protagonista, A Study in Scarlet (Un estudio en escarlata), que publicó en un almanaque de 1887, Conan Doyle le escribió infinidad de veces a su maestro para que le diera ideas que pudiera utilizar en las aventuras de Holmes y el doctor John H. Watson (nombre que, por cierto, tomó de otro doctor que había conocido y que se llamaba James Watson).
Curiosamente, Robert Louis Stevenson, el autor de El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y que se encontraba en Somoa en ese entonces, le escribió a Conan Doyle para preguntarle si se había basado en su antiguo maestro: “Mis cumplidos por las ingeniosas y muy interesantes aventuras de Sherlock Holmes […] Sólo hay una cosa que me intriga. ¿Podría ser éste mi viejo amigo Joe Bell?” Cuando Conan Doyle reveló por fin la identidad de su modelo, el doctor Bell adquirió aún más celebridad e incluso se convirtió en asesor de la policía en algunos casos criminales reales de la época. Más tarde, accedió a escribir un prólogo para la edición conjunta de las dos primeras novelas de Holmes. “Entrenado como ha sido para distinguir y apreciar las minucias, el doctor Doyle vio la forma en que podría interesar a sus inteligentes lectores al ganarse su confianza y mostrar su modo de trabajo. Creó un hombre astuto, perspicaz, inquisitivo, mitad doctor, mitad virtuoso, con mucho tiempo libre, una memoria retentiva, y quizá el mayor don de todos: el poder de aligerar a la mente de toda la carga de tratar de recordar detalles innecesarios”.
Conan Doyle le añadió aún más características a su personaje para hacerlo complejo y atrayente a la vez. En un artículo sobre el personaje, el escritor mexicano José Agustín lo describe muy bien: “Más que detective, Holmes se ve a sí mismo como ‘consultor’. Se trata de un hombre recto, pero de ética flexible, que en muchas ocasiones se permite ignorar la ley en beneficio de su sentido de la justicia o porque le cede a los tribunales la conciencia de los delincuentes en lugar de delatarlos. Esto es muy importante. En cierta manera, es ‘un hombre superior', como se plantea en el 1 Ching, o un superhombre en el sentido nietzscheano, pues aplica su propia, justa y humana ley. Además, cuando entra en actividad se prende tanto que no come, no duerme y camina, corre o recorre grandes distancias. Le salen energías inagotables. Es capaz de ‘leer’ el pensamiento con base en deducciones. Le gusta el halago, pero también es modesto, aunque se consiente el desdén cuando le cede los honores a Lastrade o a otros inspectores de Scotland Yard, de quienes se burla elegantemente”.
Y continúa: “Se trata de un caballero que sabe tratar con firmeza y cortesía a cualquiera, poderoso o miserable. Admira a sus enemigos cuando son inteligentes, como al profesor Moriarty, quien, de hecho, le fascina. Aprecia la belleza de las mujeres, aunque no le interesan las relaciones sentimentales o eróticas, pues, más que misógino, es asexuado. Con todas sus contradicciones, en el fondo es un artista y un sabio, hace las cosas por el gusto de hacerlas, por poner a prueba sus habilidades y sin esperar recompensa alguna, aunque, cuando hay que hacerlo, cobra como superestrella”.
A pesar de todo, el éxito no arribó de inmediato. Tuvieron que pasar cuatro años, una segunda novela, The Sign of the Four (El signo de los cuatro), y seis relatos cortos más publicados en la revista Strand, para que el nombre de Sherlock Holmes se volviera famoso. De hecho, Conan Doyle no tenía intención de escribir más historias sobre el detective, pero los editores le seguían haciendo pedidos. Había decidido dejar definitivamente la práctica médica y dedicarse de tiempo completo a escribir, pero no divertimentos policíacos, que consideraba que sólo le quitaban tiempo para escribir “cosas serias”. Así que le pondría un precio que él consideraba exorbitante a sus creaciones, a fin de que los editores lo dejaran en paz. “Cincuenta libras por cada relato, sin tener en cuenta para nada el tamaño”, subrayó él mismo. Pero ¡oh, sorpresa! No sólo los editores no chistaron por la suma sino que le pedían urgentemente el siguiente texto “porque la cosa urgía”. Se comprometió a escribir seis historias más. Cuando ya llevaba la penúltima a finales de 1891, le escribió a su madre —que a la sazón se había convertido en la más devota admiradora del detective—, como no queriendo la cosa: “Pienso en matar a Holmes en la última y acabar así con todo eso. Me impide pensar en cosas mejores”. La señora simplemente le ordenó de regreso: “¡No lo harás! No puedes. No debes”. Los doce relatos, que aparecieron reunidos como Las aventuras de Sherlock Holmes en 1892, tuvieron tal éxito que la revista Strand le pidió otra docena. Doyle se hizo de nuevo el remolón y pidió mil libras, esperando que rechazaran tal cantidad. Sorprendentemente, los editores volvieron a aceptar sin chistar. El segundo volumen apareció en 1894 e incluía el relato “El problema final”, donde el doctor Watson informaba a los lectores sobre la muerte de Sherlock Holmes. En realidad, Conan Doyle odiaba al personaje que le trajo fama porque le quitaba tiempo y atención a sus demás obras. No obstante, ante el público afirmaba que había decidido no escribir más historias porque “temía estropear a un personaje con quien se había encariñado en especial”.
El actor William Gillete, el primer Holmes
El primer Sherlock de carne y hueso
Es poco conocido el hecho de que, en un esfuerzo por darle la puntilla al personaje —y también para obtener un poco de dinero extra, ya que planeaba construir una nueva casa—, en 1897 Conan Doyle escribió una obra de teatro en cinco actos titulada precisamente Sherlock Holmes. Se la envió a Henry Irving y Beerbohm Tree, actores famosos de la época; el primero la rechazó, pero el segundo, luego de leerla, le pidió que hiciera algunos cambios a fin de que el personaje se adaptara más a su personalidad. Conan Doyle se negó y prefirió guardar la obra. “Dudo mucho en llevar a Holmes al teatro; eso sería atraer la atención hacia la parte más débil de mi obra, que ya ha obscurecido demasiado a la mejor; pero, antes de rehacerlo, para que Holmes no fuese mi Holmes, sin duelo alguno, preferiría volverlo a meter a su cajón. Creo que eso significaría su fin y probablemente sería lo mejor”, escribió en 1898.
Sin embargo, su agente literario A. P. Watt pensaba diferente, así que envió la obra a Charles Frohman, un empresario teatral de Nueva York. Cuando estaba a punto de cumplir cuarenta años, Conan Doyle recibió la noticia de que la obra de Sherlock Holmes sería estrenada al finalizar el año, estelarizada por el actor norteamericano William Gillette, quien, ansioso por interpretar el papel, quería pedirle permiso para rehacerlo de acuerdo con su manera de ver. Doyle, que ya estaba harto de lidiar con eso, consintió. Dickson Carr apunta que Gillette lo transformó tanto que “hoy ya nadie sabe cómo sería el original”. La versión de Gillete, de cuatro actos, utilizaba tramas y elementos de varios relatos del canon holmesiano. Incluso llegó a plantear la posibilidad de que Holmes se casara. Doyle le respondió que podía casarlo, asesinarlo o hacer lo que le viniera en gana con él. Sin embargo, Gillete perdió en un incendio el primer esbozo de la obra, por lo que tuvo que reescribirla de memoria para estrenarla en Nueva York en el otoño, así que se trasladaría a Londres para que el autor aprobara el nuevo texto. Conan Doyle terminó invitando a Gillette a pasar el fin de semana en su casa de Undershaw.
Al verlo bajar del tren, Doyle quedó totalmente sorprendido: envuelto en una capa gris, el actor era la verdadera encarnación de Sherlock Holmes. “Ni siquiera Sidney Paget (el ilustrador de los primeros libros) lo había dibujado tan bien —cuenta Dickson Carr—. Los rasgos acentuados, los ojos hundidos, aparecían bajo una gorra de cazador de gamos; hasta la edad de Gillette, unos cuarenta y cinco años, era adecuada. Conan Doyle, en el landó, lo contemplaba con la boca abierta. El actor se encontró cara a cara con la imagen de un Dr. Watson mayor que el natural y se llevó un susto. Con la pose característica del personaje, el actor se acercó a Conan Doyle y le dijo lentamente: ‘Es usted un escritor, no cabe duda’. No hay constancia de que los caballos se espantaran, pero poco faltó”.
Además, Gillette era un caballero encantador, lo que provocó aún más la fascinación de Doyle, quien consideró la obra como “muy buena”, con dos de los actos “sencillamente magníficos”. Lo cierto, nos confía Dickson Carr, es que “la obra no era tan buena como podemos testificar los que la hemos visto. Sin embargo, el actor contagió su entusiasmo a Conan Doyle sobre los futuros éxitos en Norteamérica”. El título tentativo de la obra era: “Sherlock Holmes en un episodio desconocido, inédito en la gran carrera del detective, que muestra su conexión con el extraño caso de la señorita Faulkner”, pero finalmente se quedó como Sherlock Holmes: un drama en cuatro actos.
Y así fue: en noviembre, su agente estadounidense le informó sobre el buen recibimiento de la obra durante las funciones de prueba en Buffalo, Rochester, Syracuse y Pennsylvania, y del estreno en el teatro Garrick de Nueva York el seis de noviembre de 1899: “Éxito magnífico prensa y público en Nueva York última noche. Herald lo proclama triunfo dramático. Gillette tuvo noche cumbre”, decía el cable. La obra tuvo un éxito mayúsculo entre el público, pero nunca fue realmente aplaudida por la crítica teatral. Gillette interpretó el personaje aproximadamente 1,300 veces y se convirtió en la imagen del personaje en revistas y portadas de libros en la primera década del siglo XX.
La interpretación del personaje hecha por Gillette resulta especialmente importante, porque estableció muchas características que dominarían en las subsecuentes encarnaciones de Holmes en películas y programas televisivos. Por ejemplo, Gillette humanizó al detective para que dejara de ser eminentemente intelectual (“una máquina en lugar de un hombre”, como lo describió Conan Doyle), haciéndolo más arrojado y abierto a expresar sus sentimientos. Introdujo la gorra de cazador, que sólo había aparecido en los dibujos de Sídney Paget, así como la capa y la pipa curva, en lugar de la pipa recta con que lo retrataban los ilustradores. Es posible que Gillette prefiriera ese tipo de pipa, porque permitía que los espectadores le vieran mejor el rostro. También utilizó la lupa, el violín y la jeringa, que se convirtieron en la “utilería” clásica del personaje. Pero, sobre todo, introdujo una de sus frases más distintivas y que no aparece en ninguno de los relatos originales del canon: “Oh, eso es elemental, mi querido amigo”, la cual fue reutilizada más tarde por Clive Brook, el primer Holmes del cine sonoro, como “Elemental, mi querido Watson”.
El detective en el celuloide
Como ya veíamos, el personaje de Sherlock Holmes ha sido el más interpretado en pantalla. De hecho, es uno de los primeros personajes literarios que pasaron del papel al celuloide y del cine silente al sonoro. Conan Doyle fue testigo de esta transfiguración de su creación. La primera película, Adventures of Sherlock Holmes, data de 1905. Producida en Estados Unidos, fue dirigida por J. Stuart Blackton y el detective fue interpretado por Maurice Costello. Lamentablemente, esta cinta se considera desaparecida. La segunda, epónima, enfrenta a Holmes nada menos que a Raffles. Fue producida en Dinamarca en 1908 y el detective lo encarnó Viggo Larsen. Más tarde hubo una versión francesa del personaje, interpretada por Georges Trevillé. En 1914 se hizo la primera cinta del personaje en Alemania, con Alwin Neuß como protagonista. Se dice que las únicas películas encontradas en el bunker de Adolf Hitler fueron precisamente Der Hund von Baskerville (El sabueso de los Baskerville) y Der Mann, der Sherlock Holmes war (El hombre que fue Sherlock Holmes), ambas producidas en 1937 y con Hans Albers y Bruno Güttner, respectivamente, haciendo el papel principal.
El actor que más lo ha interpretado en la pantalla fue Eille Norwood, quien ya tenía sesenta años cuando lo hizo en 1921 y lo repitió en 47 cintas. A pesar de que la gran mayoría eran silentes, Norwood logró convencer incluso al propio Conan Doyle, quien lo elogió en su momento. Sin embargo, la encarnación más popular en la era sonora ha sido, sin duda, la de Basil Rathbone, un actor sudafricano que se especializaba en villanos hasta que hizo del detective por antonomasia en 16 películas y más de doscientos radiodramas. No obstante, al igual que su propio creador, Rathbone llegó a abominar tanto el personaje que decidió dejar de interpretarlo en el cine en 1946. Su última aparición como Holmes fue en una obra escrita por su esposa Ouida Bergère. Se estrenó en 1953 y duró tan sólo tres funciones. Entre otros actores que han interpretado a Holmes en la pantalla se encuentran Alan Wheatley, Ronald Howard, Peter Cushing, Vasili Livanov (en ruso), Michael Caine, Peter Cook, Nando Gazzolo (en italiano), Charlton Heston, Christopher Lee, Peter O’Toole, Jeremy Brett y Roger Moore.
Algunos se preguntan por qué las historias de Sherlock Holmes han sido tan socorridas por el cine, si, en rigor, deberían ser mortalmente aburridas. Los relatos de Conan Doyle son grandes obras literarias, pero contienen muy poco drama. José Agustín lo describe muy bien: “Aunque hay variantes, por lo general cada historia sigue un patrón más o menos inamovible: empieza en Baker Street con un pequeño, ambientador y pertinente prólogo (a veces decisivo, como en El signo de los cuatro), luego aparece una persona atribulada o un inspector de policía y se narran historias casi siempre fascinantes. Holmes interroga, reflexiona en los datos, deduce una o varias hipótesis y después las corrobora en el sitio del crimen, con acciones que precipitan la solución. Al final, él o los culpables explican todo”.
En efecto, Holmes resuelve la mayoría de sus mejores casos desde la comodidad de su sillón. A veces ni siquiera se encuentra con los criminales a los que desenmascara. En los cuentos, los personajes principales no se enfrentan cara a cara, y las novelas se enredan con asuntos que no vienen al caso o pesados flashbacks. Prácticamente no hay sexo, ni tanta violencia ni personajes femeninos fuertes. Tan sólo un montón de hombres de mediana edad platicando de pie o sentados. Cuando Holmes está aburrido —dice José Agustín—, “se hunde en profundos letargos, parecería catatónico si no fumara su pipa hasta envolverse en nubes de humo, así es que mejor se arponea ‘la solución del siete por ciento’, y canturreando ‘rush rush to the yeyo’ hace intrincados experimentos químicos o escribe ensayos sobre temas inverosímiles, como Las diferencias de la ceniza de las distintas clases de tabaco”. En un artículo para The New Statesman, William Cook señala que “la mayoría de las veces, Holmes se niega a decirle a alguien en lo que está metido. Frecuentemente, en grandes tramos de las historias, simplemente desaparece. Sin embargo, las películas te atrapan tan ferozmente como los libros, porque las mejores películas no son de acción sino que tratan sobre relaciones. Y la relación principal entre Holmes y el Dr. Watson es una de las parejas clásicas de cualquier época”.
Además, cuando Holmes entra en acción llega al extremo de alegrarse porque las tragedias o catástrofes inexplicables, aunque devastadoras, le permiten ejercitar sus artes. Y apunta José Agustín: “Mientras más difíciles, mejor. Se vuelve boxeador, sabe de artes marciales, maneja las armas, es un maestro del disfraz y, por tanto, un histrión, y se hace experto en el arte de ‘crear un misterio para resolver el misterio’ (como en la alquimia, que se revela lo oscuro a través de lo oscuro). Nunca se sabe lo que hace hasta que lo explica. Utiliza todos los adelantos de su época, fines del XIX, dispone de una banda de niños pordioseros y de los más insólitos informantes”.
H es por House
No cabe duda que el personaje creado por Conan Doyle influyó, directamente o indirectamente, a todos los autores de novelas policiacas o de misterio que le sucedieron, desde los autores del llamado periodo clásico, como sus compatriotas Agatha Christie y P.D. James, pasando por los escritores de la llamada novela negra como Raymond Chandler y Dashiell Hammett, hasta los más recientes como el sueco Henning Mankell y la norteamericana Sue Grafton, e incluso a los mexicanos como María Elvira Bermúdez, Paco Ignacio Taibo II y Pepe Martínez de la Vega, creador de Peter Pérez, detective de Peralvillo, hilarante parodia del sabueso de Baker Street.
Más aún: desde hace unos años a la fecha, la televisión se ha infestado de series policiacas donde el héroe no es sólo un detective genial sino que ahora las tramas se centran precisamente en el procedimiento de investigación realizado por un equipo de especialistas para encontrar a los culpables de los crímenes. Series como CSI: Crime Scene Investigation (CSI: La escena del crimen, con sus franquicias en Las Vegas, Nueva York y Miami), Law & Order (La Ley y el Orden, también con múltiples versiones) y Navy NCIS: Naval Criminal Investigative Service (Investigación Criminal NCIS), Bones (Huesos), Lie to Me (Miénteme), Monk y Criminal Minds (Mentes criminales), por citar sólo algunas de las más populares, están en total deuda con el sueño realizado por Conan Doyle de crear un personaje que practicara “la ciencia de la deducción y del análisis”.
Lo paradójico es que la penúltima encarnación del personaje ha dado una vuelta completa y ha regresado a los orígenes del mismo. Se trata del protagonista de una de las series con mayor audiencia a nivel mundial, transmitida en 66 países y vista por un público promedio de 82 millones de personas. Se trata de House M.D., o Doctor House, como también se le conoce, programa creado por David Shore y Paul Attanasio, y estelarizado por el actor inglés Hugh Laurie, y en el que intencionalmente se hacen muchas referencias al detective de los relatos de Conan Doyle.
Originalmente, la cadena televisiva quería una serie policiaca. Attanasio llegó con la idea de un grupo de doctores que se dedicaran a “diagnosticar lo indiagnosticable” y que investigaran a los gérmenes como si fueran los “sospechosos” del crimen. Sólo que Shore le hizo notar que los gérmenes no tienen “motivaciones”, así que decidieron enfocarse a desarrollar un personaje central. Curiosamente —cuenta Irving Wallace—, en 1892, el doctor Joseph Bell le sugirió a Conan Doyle que Holmes se diera a la caza de un criminal que utilizara a las bacterias como armas homicidas, insinuando el conocimiento de un caso similar. Doyle le preguntó si un asesino bacteriológico no sería demasiado complicado de entender para el lector medio. Sin embargo, la idea lo intrigó lo suficiente como para pedirle más datos sobre el caso. Incluso, le imploró que un día le diera tan sólo diez minutos para reunir todos los detalles que pudiera recordar referentes al asesino. No se sabe si se los dio, pero es seguro que Doyle no los utilizó para ninguna aventura de Sherlock Holmes.
En el primer capítulo de la serie, el doctor Gregory House habla incluso como Holmes. Por ejemplo, mientras examina a un paciente pregunta: “¿Cuáles son los sospechosos?”, y luego, una vez que ha diagnosticado la enfermedad, afirma con orgullo: “He resuelto el caso”. Al igual que Holmes, trata a sus pacientes despectivamente y los considera farsantes y mentirosos —una de las premisas principales en su vida es: “Todos mienten”—. Por eso, al igual que Holmes, para encontrar la verdad, allana sus casas, hurga en sus cajones, roba sus pertenencias, lo que sea necesario para reunir pistas y dar con “el culpable”.
Las referencias al sabueso londinense son múltiples en la serie de televisión. Para empezar está el nombre: “House” quiere decir “casa”. La forma en que se pronuncia “Holmes” es similar a “homes”, sinónimo de “casas”. El nombre de pila de House, Gregory, es un poco más difícil de rastrear: se refiere a Tobias Gregson, detective de Scotland Yard que aparece en la primera aventura de Holmes; éste lo considera “el más inteligente de todos los de Scotland Yard”, esencialmente “el mejor de un mal lote”. Al igual que Sherlock, que toca el violín, House toca el piano, la guitarra y la armónica. Ambos toman drogas: uno cocaína, y el otro Vicodín. Ambos viven en el número 221B de sus respectivas calles. El mejor amigo de House es el doctor James Wilson, y el de Holmes, John Watson, que tienen las mismas iniciales (por cierto, el original doctor Watson se llamaba James, ¿recuerdan?). Holmes y Watson viven juntos, House y Wilson lo hacen por un tiempo. En la entrada de Wikipedia sobre la serie se encuentra que, a lo largo de los episodios, hay sembradas otras pistas: la paciente del primer programa se llama Rebecca Adler, clara referencia a Irene Adler, personaje del primer cuento de Holmes. En otro, al final de la segunda temporada, House es herido de bala por un hombre de apellido Moriarty. En otro episodio, House recibe como obsequio una segunda edición de un libro de Conan Doyle. En uno más, se ve que House toma las llaves de su casa y su frasco de Vicodín de encima de un libro que resulta ser Las memorias de Sherlock Holmes. En otro capítulo, para engañar a su equipo, House utiliza un libro del doctor Joseph Bell, el cual se lo regaló Wilson con una nota que decía: “Greg, me hizo pensar en ti”. Ese mismo libro se lo dio a Wilson una paciente llamada Irene Adler.
La metodología del detective
Pero, más allá de estos paralelismos, el que más sobresale es el de la metodología utilizada para resolver los casos. En el libro La filosofía de House: Todos mienten (Selector, 2009), editado por Edward Irwin y Henry Jacoby, el filósofo Jerold J. Abrams analiza la forma en que ambos personajes hacen sus conjeturas. Lo sorprendente es que ambos están equivocados al considerar su método como deductivo. En la deducción, si las premisas son verdaderas la conclusión debe ser, por fuerza, verdadera. Y lo cierto es que en ambos casos, los personajes hacen sus razonamientos a partir de premisas que podrían ser verdaderas o falsas, es decir, no es seguro que sean siempre verdaderas; por ello, la conclusión de sus conjeturas podría ser falsa. “Son muy buenas conjeturas, pero justo eso, conjeturas”, dice Abrams. Ambos personajes alardean: “Yo nunca adivino”, cuando en realidad lo que hacen todo el tiempo los médicos y los detectives es precisamente eso: adivinar, pero con un método llamado conjetural, o para decirlo en los términos del filósofo Charles S. Peirce, creador del pragmatismo: la abducción, que no es otra cosa que hacer suposiciones. “Todo lo que una abducción proporciona es una hipótesis de lo que podría ser el caso. Es un poco más que un disparo en la oscuridad, pero a veces, no mucho más”, apunta Abrams.
Lo interesante también es cómo ambos personajes arriban a esas abducciones. Es sabido que Holmes entraba en una especie de trance donde se aislaba de todos, escuchaba música, fumaba su pipa o se drogaba con cocaína, antes de salir con la solución del misterio. House hace lo mismo. Peirce llama musement (podría traducirse como “cavilación”) a ese estado de sueño previo a la abducción; lo considera “el juego puro de la imaginación”. En el proceso de la creatividad, a este estado se le llama “hibernación”, posterior al de “recopilación de información” y anterior al de “iluminación” (el de la abducción misma), ese momento que llevó a Arquímedes a gritar “¡Eureka!”.
¿Sherlock o Batman?
Llegamos pues a la última encarnación del célebre detective. Algunos puristas pusieron el grito en el cielo y quieren crucificar al director Guy Ritchie por convertir al detective por antonomasia en un héroe de acción. Quizás habría que tomar las cosas con más calma. En primer lugar, resulta altamente positivo que se hagan películas basadas en obras literarias. Es una excelente manera de acercar a las nuevas generaciones a la lectura, aunque sea por curiosidad. Ahora los editores de todo el mundo podrán republicar las aventuras escritas por Conan Doyle con Robert Downey Jr. y Jude Law en la cubierta y vender unos cuantos miles de ejemplares.
También resulta positivo que en las películas se tomen la libertad de reinterpretar y modificar los mitos y ponerlos a la altura de las circunstancias actuales. En esta ocasión se trató de actualizar el personaje tomándose algunas libertades y, contrariamente a lo que algunos creen, corrigiendo varias inexactitudes e inventos que, como hemos visto, las anteriores versiones cinematográficas sobre el personaje introdujeron. Por ejemplo, la imagen del doctor Watson: gordito, bonachón y medio lerdo, que algunos incluso identificaban con el propio Conan Doyle. Es posible que se haya exagerado un poco al hacer que Jude Law lo interprete, ya que se comporta como todo un ladies man, pero así le añade más atractivo, no nada más haciendo el papel de sidekick (o patiño). También en la cinta se eliminó la gorra de cazador que provenía más bien de las ilustraciones de los primeros libros, pero en realidad no se mencionaba en las obras originales, y desde luego se ha eliminado por completo aquello de "Elemental, mi querido Watson". Por su parte, Robert Downey Jr. le añade el toque justo de locuacidad y caos para hacer entrañable su interpretación. Aquí cabe mencionar un detalle curioso: Hugh Laurie, que interpreta al norteamericano doctor House, es británico, y Downey, estadounidense, interpreta al detective inglés.
Es cierto: posiblemente las escenas de acción están muy marcadas por el estilo de Ritchie (vistosas y vertiginosas), pero en general la puesta en escena es impecable; le queda muy bien a la historia ese look decadente que caracteriza a sus cintas desde Lock, Stock and Two Smoking Barrels y Snatch. Si no era así Londres en la época de Holmes, sin duda se parecía muchísimo. Hasta es posible oler y sentir el hollín de la gran capital industrial que era en ese entonces.
Y, como ya es previsible, seguirán una o dos secuelas, para que el detective se enfrente a su archienemigo, el malvado señor Moriarty. A preparar las palomitas desde ahora.
(Publicado en la edición de marzo de 2010 de la Revista de la Universidad de México).