miércoles, marzo 24, 2010

Decálogos para escribir

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En The Guardian (http://www.guardian.co.uk/books/2010/feb/20/ten-rules-for-writing-fiction-part-one ) han publicado los decálogos para escribir de muchos autores, algunos conocidos por acá y otros no tanto.

Es una galería interesante de consejos a tomar en cuenta (o no) por todo aquel que aspire a convertirse en un buen escritor o que considere que está en vías de serlo.

Poco a poco iré traduciendo los más interesantes, pero por ahora les convido el decálogo de Richard Ford, autor de El periodista deportivo, Incendios y El día de la independencia, entre otros, publicados por Anagrama.

1. Cásate con alguien que te ame y que piense que ser escritor es una buena idea.

2. No tengas hijos.

3. No leas reseñas.

4. No escribas reseñas (tu juicio siempre está contaminado).

5. No tengas discusiones con tu esposa en la mañana ni entrada la noche.

6. No bebas y escribas al mismo tiempo.

7. No escribas cartas a los editores (a nadie le importa).

8. No desees que tus colegas se enfermen.

9. Trata de pensar en la buena suerte de los demás para darte ánimos a ti mismo.

10. Posiblemente sea de ayuda, si puedes, no tomar cualquier mierda.

lunes, marzo 22, 2010

J.D. Salinger: El guardián al descubierto

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Por Guillermo Vega Zaragoza

A unas cuantas horas de haberse dado a conocer la muerte de J. D. Salinger, el 27 de enero de 2010, Bret Easton Ellis, el otrora enfant terrible de la literatura norteamericana de los ochentas con American Psycho, envió el siguiente mensaje en Twitter: “¡¡Sí!! Gracias a Dios por fin está muerto. He esperado este día por una jodida eternidad. ¡¡¡De fiesta esta noche!!!” En tanto, el también célebre Jay McInerney, consideró a Salinger “el escritor norteamericano más influyente desde Hemingway”. Y abundó el autor de Bright Lights, Big City: “Como Mark Twain, a quien imitó en la línea que abre The Catcher in the Rye, inyectó un nuevo tono coloquial en nuestra literatura. Es imposible imaginar la obra de Philip Roth o John Updike sin su influencia. Varias generaciones después, escritores como David Foster Wallace y Dave Eggers parecen aún estar calcando a Holden”.

Sin duda, de Holden Caulfield, el joven inconformista de la posguerra, a Patrick Bateman, el ejecutivo asesino de Wall Street, parece haber transcurrido una eternidad. El mundo ha cambiado enormidades al igual que los lectores. Piedra angular de la “Literatura del No”, de aquella cofradía de los Bartlebys, inventada por Enrique Vila-Matas, hombres que se negaron a seguir escribiendo como Juan Rulfo, Arthur Rimbaud y tantos otros, Salinger continúa provocando entusiasmos y enconos.

Más allá de las especulaciones acerca de la posibilidad de que luego de su muerte salgan a la luz los textos que Salinger escribió durante su autoimpuesto silencio de más de 45 años, resulta interesante echar un vistazo a algunas valoraciones acerca de su magra obra: apenas 36 textos publicados, incluida una novela, el último de ellos en 1965.

Jerome David Salinger nació el primero de enero de 1919 en Nueva York. A los 17 se enroló en la academia militar y publicó su primer cuento en 1940. Se alistó en el ejército en 1942, partió a Europa. Recibió entrenamiento de contrainteligencia y participó en varios enfrentamientos contra los nazis. En Alemania ayudó a liberar un campo de concentración y participó en el interrogatorio de los prisioneros de guerra. En 1944 entró en París, con las primeras tropas norteamericanas que liberaron la ciudad. Ahí encontró a Ernest Hemingway, que trabajaba como corresponsal de guerra. Ambos simpatizaron de inmediato y Salinger le enseñó sus relatos. Cuando su unidad desembarcó en Normandía, llevaba una máquina de escribir entre sus pertenencias.

Poco después del fin de las hostilidades, Jerry sufrió un colapso nervoso debido al estrés postraumático y fue relevado de su cargo en 1945. Su experiencia en la guerra lo marcó profundamente y le hizo cambiar su opinión sobre la humanidad. En el libro de memorias de su hija Margaret, El guardián de los sueños (Debate, 2002), Salinger llega a decirle a propósito de sus días en el ejército: “Nunca consigues deshacerte de ese olor a piel carbonizada”.

En diez años aparecieron 26 relatos suyos en diversas revistas, hasta que en 1951 publicó su única novela The Catcher in the Rye, la cual no fue muy bien recibida. Es célebre la reseña de James Stern en The New York Times, recién aparecido el libro, titulada “Ay, el mundo es un lugar asqueroso”, en la que imita el estilo utilizado del habla del personaje principal: “Este Salinger, es un tipo de cuentos cortos. Y sabe cómo escribir acerca de los chicos. Pero este libro está muy largo. Se pone un poco monótono. Me deprime. De veras que sí”. Para ese entonces, Salinger ya había publicado ocho de los relatos que incluiría en 1953 en el volumen Nueve cuentos, entre ellos varios considerados como verdaderas joyas del género: “Un día perfecto para el pez plátano” y “Para Esmé, con amor y sordidez”.

En Cuentos y cuentistas. El canon del cuento (Páginas de Espuma, 2009), Harold Bloom confiesa que la relectura de los cuentos de Salinger resulta una experiencia heterogénea. “Todos ellos tienen su componente de época: retratos de una perdida Nueva York, o de neoyorquinos fuera de suciedad, en la América posterior a la Segunda Guerra Mundial que desapareció para siempre con la ‘revolución cultural’ (por ponerle un nombre) a finales de la década los años sesenta”. Bloom afirma que sus personajes siguen resultándole encantadores y se vuelven estremecedores por “su humana espiritualidad, ajena al dogma y a la maldad”. Pone de relieve su oído para los diálogos, “heredado de Hemingway y de Fitzgerald”, y apunta que “la destreza de Salinger está fuera de toda duda; sus relatos se ejecutan exactamente como él pretende y se sostienen como narraciones, incluso si las actitudes sociales puedan parecer ahora con frecuencia arcaicas o pintorescas”.

Es difícil rastrear si los cuentos de Salinger fueron traducidos al español y publicados en alguna publicación de España o Latinoamérica antes de la aparición de su única novela. Lo que sí se sabe es que fue la Compañía General Fabril Editora, de Argentina, la que publicó en 1961 la primera traducción de la novela de Salinger, realizada por Manuel Méndez de Andes, bajo el título de El cazador oculto, título que algunos consideran más sugerente que el casi literal El guardián entre el centeno, de la versión de Alianza Editorial traducida por Carmen Criado y publicada en 1978.

Para el peruano Alfredo Bryce Echenique —autor de Un mundo para Julius, novela emparentada en más de un sentido con la de Salinger—, el personaje de Holden Caulfield “es un típico adolescente de Manhattan, al que Salinger apenas le permite moverse por una ciudad bastante anónima, que, en el fondo, no es más que el fantasma del Nueva York de Scott Fitzgerald…, que Salinger convirtió en el paisaje simbólico adecuado para situar su crónica del creciente dominio del utilitarismo en la vida norteamericana”.

Por su parte, en el ensayo “J.D. Salinger o el suicidio en abonos”, incluido en Vuelo sobre las profundidades (Lumen, 2008), el mexicano José Agustín hace un recuento de la vida y obra de Salinger, autor que tuvo una influencia decisiva en su propia escritura, sobre todo al principio de su carrera, en novelas como La tumba, De perfil y Se está haciendo tarde (final en laguna), así como en la de Gustavo Sáinz, sobre todo en Gazapo. Sin Salinger no es posible entender lo que Margo Glantz denominó como “La Onda”.

José Agustín resume así el significado de la novela de Salinger: “Fuera del ‘sentido y de las metas de la vida’ tradicionales, desgastadas ya a mediados del siglo XX, un joven sensible, que percibe la insensatez del sistema y carece de espacios para expresarse y moverse, puede ver que la sociedad es una cárcel o un laberinto asfixiante. Holden no es rebelde por naturaleza, por el contrario, su sencillez lo hace no pedir demasiado; podría adaptarse fácilmente. Pero no es así, y desde el principio no encaja, siempre está profundamente insatisfecho. Por eso The catcher está tan ligado a la contracultura y se volvió un clásico de la generación de los sesenta”.

En 1961, se publicó Franny and Zooey, dos historias aparecidas con anterioridad sobre los miembros de la familia Glass, personajes clave de su universo narrativo. Se trata de un relato corto y una noveleta, que funcionan como una sola obra. Nuevamente la crítica estuvo dividida. Nada menos que George Steiner consideró a “Zooey” como “una pieza de deforme autoindulgencia”. No obstante, cuarenta años después en la New York Review of Books, Janet Malcom la calificó como “la obra maestra de Salinger”.

En su reseña del libro para el NYT, John Updike afirmó que “la intensa atención de Salinger a los gestos y la entonación lo ayudan a convertirlo, entre sus contemporáneos, en un artista literario único y relevante”, y señaló que “sus ficciones, en lugar de ser adustas bravuconadas, tienen humor y atractivo, su irónica pero persistente desesperanza aborda la forma y el matiz de la vida americana actual”. Sin embargo, advirtió que corría el peligro de convertirse en enrevesado y estático: “El sentido de la composición no está entre las fortalezas de Salinger”.

Dos años después, en 1963, de nuevo Salinger reuniría en libro dos narraciones ya publicadas: Raise High the Roof Beam, Carpenters, and Seymour: An Introduction, más capítulos de la saga de los Glass. Cuando se reeditó el libro en español en 2004, el escritor argentino Rodrigo Fresán señaló que estos relatos poseen una cualidad misteriosa: “Salinger es un escritor virósico y con alta potencia de contagio; un escritor que contamina y que hay que saber manejar con precaución”, porque “se corre el riesgo de quedar atrapado entre sus redes”. Salinger, dice Fresán, tiene que ver más con el lector que con el escritor. “Salinger enseña más a leer que a escribir y tal vez por eso, para muchos, Salinger es un autor ‘menor’. Su literatura existe más en función de sus lectores que de sus colegas; de la necesidad de producir determinados efectos en los lectores; de ‘atacar’ iluminando”.

El 19 de junio de 1965 apareció el último cuento publicado por Salinger: “Hapworth 16, 1924”, una larga carta del joven Seymour Glass, el mismo personaje de “A Perfect Day for Bananafish”. En 1997 se amagó con que aparecería en forma de libro, pero su publicación fue pospuesta indefinidamente. Se trata de un relato cronológicamente anterior a todas las incursiones de la familia Glass en el universo narrativo de Salinger. Fue interpretado por algunos como el cierre de un ciclo y así lo fue. A partir de entonces, lo demás fue silencio.

Atenuada por biografías desautorizadas y libros de memorias que revelaban detalles sórdidos de su vida, con los años la obra de Salinger, sobre todo, El guardián… se convirtió en objeto de culto y lectura obligatoria en las preparatorias. Sin embargo, poco a poco los lectores más jóvenes lo fueron abandonando. Con algo de pesar, Bryce Echenique apunta: “Puedo pensar en pocos escritores que hayan vivido tan de cerca como Salinger el abandono masivo y casi simultáneo de sus muchísimos lectores. Fiel a sus obsesiones o limitado por ellas, la sensibilidad de Salinger le impide salir de su vecindario o su clase social, y sus personajes continúan hundiéndose en su neurosis cotidiana y en su visión de una jungla de asfalto en la que ni los picaros logran sobrevivir. Esto hace que, ya a principio de los sesenta, la crítica empiece a impacientarse con el empecinamiento de un autor que se niega a salir de su guarida para respirar los aires de cambio”.

En junio de 2009, un juez federal ordenó que se detuviera temporalmente la publicación de 60 Years Later: Coming Through the Rye, (60 años después: Atravesando el centeno), una especie de continuación de la historia de Holden Caulfield escrita por un tal J.D. California, de Suecia, donde el famoso personaje creado por Salinger es un vejete que se escapó del asilo y su bienamada hermana Phoebe una drogadicta hundida en la locura.

A propósito de esta situación, la editora de la New York Times Book Review, Jennifer Schuessler, se dio a la tarea de investigar qué tanto los lectores jóvenes seguían identificándose con el héroe adolescente. Lo que encontró no fue muy halagüeño. Los jóvenes de hoy ya no son como los de los sesentas. En general, los estudiantes ya no sienten mucha compasión por los antihéroes alienados y se enfocan más en distinguirse de la sociedad que en tratar de cambiarla. “Ahora los héroes de la cultura popular son los nerds que conquistan el mundo —como Harry Potter— y no los adorables perdedores que lo rechazan”, apunta Schuessler. Un estudiante de 15 años confesó: “En mi clase todos odiamos a Holden. Queríamos decirle: ‘Cállate y tomate tu Prozac’”.

No obstante, independientemente de su popularidad actual, es posible seguir suscribiendo lo que Bryce Echenique señaló en 1994: Salinger fue un escritor lleno de oficio, de talento, de sensibilidad y maestría; que, al igual que otros grandes escritores antes que él, escribió con la esperanza de influir en la vida espiritual de sus lectores, y que realmente tocó un punto neurálgico de la sociedad norteamericana: el horror ante la irrecuperabilidad de la juventud. Como apuntó con certeza Fresán, Salinger es y seguirá siendo, de algún modo, la juventud, nuestra juventud. “Es un escritor que nos recuerda demasiadas cosas de nosotros mismos; su relectura en ocasiones nos perturba no por quién es él sino por quiénes fuimos nosotros”.

Publicado en La Jornada Semanal.

Esas "tecniquerías" de la poesía

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La postura común y corriente, aun entre poetas, es desdeñar los asuntos de métrica como temas de una aridez intransitable, puntos “académicos” o “detalles” de plano inútiles. Es algo de veras extraño, como si le dijéramos con todo aplomo a un esforzado estudiante de música: “No te preocupes de partituras; despreocúpate de la notación, pues estás llamado a cosas más altas y todo eso te distrae de tu genio. No te quemes las pestañas ni te desveles. Basta lo siguiente: el canto o el chiflido de una melodía es lo importante; puedes prescindir de las complicaciones de la armonía y de todas esas
tecniquerías”.

En poesía, el resultado de estas recomendaciones está a la vista. Nadie quiere, claro, poetas ocupados de la métrica todo el tiempo; más bien, poetas conocedores de su oficio, aun cuando más temprano o más tarde rompan todas las reglas. ¿Cómo me voy a oponer al endecasílabo si no sé nada acerca de su historia ni de sus características? Cuando lo haya conocido bien, seré capaz de subvertido, destruirlo, modificarlo.

David Huerta, poeta.

sábado, marzo 20, 2010

21 Poetas en Primavera en el Atrio

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Empieza hoy.

Este tundeteclas estará el próximo sábado 27 de marzo a las 7 p.m. en el Atrio Espacio Cultural leyendo sus poemas.

En cuanto lo tenga, les paso el programa completo. Se va a poner bueno.

viernes, marzo 19, 2010

Todos al puesto de periódicos, por favor

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domingo, marzo 14, 2010

La obligación del canto

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por Guillermo Vega Zaragoza

Ricardo Yáñez
Piso de tierra
(Taller Editorial La Casa del Mago, 2009)

Publicado en La Jornada Semanal.


Cuando uno revisa buena parte de las pocas novedades poéticas que aparecen en las librerías mexicanas, se encuentra con una constante: la notable tendencia al prosaísmo en sus variadas acepciones: falta de armonía o entonación, llaneza excesiva, insulsez, trivialidad, vulgaridad. Pareciera que algunos poetas, sobre todo los más bisoños, quisieran ser cualquier otra cosa (cuentistas, novelistas o ensayistas) en lugar de poetas, como si el amplio territorio poético les fuera insuficiente para sus desaforadas aspiraciones y fantasías.

Está bien: el trabajo poético tiene que ser un campo de exploración, de búsqueda, de ampliación y ruptura de sus propios límites. Sin embargo, muchos poetas parecen estar olvidando lo esencial: la poesía —antes que idea, forma o imagen— es, sobre todo, canto. Si la poesía pierde su vocación para cantar se está convirtiendo en otra cosa, y deja de ser poesía. Y no se trata únicamente del dominio de los consabidos elementos de composición (rima, métrica, ritmo, figuras retóricas) sino, fundamentalmente, en la integración del componente musical, en el que incluso juegan un papel fundamental las pausas y los silencios. “¡La música ante todo, siempre música!” fue el dictum de Verlaine que parece haber pasado al olvido.

Por ello, entre tanta estridencia, resulta refrescante la lectura de Piso de tierra, de Ricardo Yánez (Guadalajara, Jalisco, 1948), con el que precisamente devuelve a sus raíces, a sus orígenes, el ejercicio poético, a través de versos que destacan por su musicalidad, por el logrado esfuerzo de conjugar forma y fondo, idea y música, oído y corazón.

En una de sus cotidianas Isocronías en este diario, Yáñez se pregunta y nos pregunta: “¿Es posible ensordecer a la poesía aun dedicándose (y aquí intentamos rebasar lo escrito) a la poesía?” A lo largo de su ya copiosa producción (Divertimiento, Escritura sumaria, Lo que digo, Dejar de ser, Antes del habla, Si la llama, Estrella oída, Novedad en la sombra, Puntuación y Vado) y en sus reflexiones sobre el quehacer poético, Yáñez ha logrado devolverle el oído a la poesía, y en esta obra lo hace una vez más, con versos sencillos, a veces apacibles y otras apasionados, con alegría por el vivir y melancolía por lo pretérito, con asombro —incluso ingenuo, pero no por ello menos sabio— por las cosas cotidianas del mundo y la naturaleza.

Son 74 poemas ilustrados con viñetas de Carlos Pellicer que, de la mano del epígrafe de Nikos Kazantzakis, nos recuerdan que hay que cantar para no perder nuestro camino “al otro mundo”, aquel al que tenemos acceso a través de la poesía; como el “Soplo”, que inaugura la colección: “El que no sepa cantar / no por eso ha de callar, / cante. / Cante y aprenda / de quienes saben. / Y de su propia naturaleza”.

Si para Antonio Machado la poesía es “palabra en el tiempo”, resulta lógico que su vehículo sea la música, que es el arte temporal por excelencia. La paradoja es que la poesía ha dejado de cantarse y se ha constreñido al papel, al texto, que es fundamentalmente palabra escrita. Al ser palabra en el tiempo, la poesía trasciende las edades a través de la memoria. Cada vez que la poesía canta, se recuerda, se revive, se trae al presente, el instante que el poeta pudo atrapar en la música de las palabras. Ésa es la causa y no otra de las diferentes formas poéticas, recursos nemotécnicos para que la palabra logre transitar de generación en generación.

No obstante, con la masificación del acceso al signo escrito, el combate entre el clasicismo y la vanguardia depravó la razón de ser de la poesía, convirtiéndola en juego erudito de salón —la forma por la forma—, por lo que, en el camino, el arte poético terminó extraviando la música.
Por ello se hace cada vez más urgente devolverle el canto a la poesía, y para lograrlo Ricardo Yáñez —tallerista y crítico, Premio Jalisco de Letras 2007— echa mano de un variado repertorio de recursos y herramientas, de las formas libres y de la composición clásica, en las que predominan las coplas y las décimas.

Sin embargo, no se malinterprete: no se trata de regresar a la declamación o a la engolada oratoria, sino todo lo contrario: de devolverle a la poesía la naturalidad y originalidad, en sus acepciones precisas. Lo natural como lo que le pertenece a cada cosa, lo que se opone a lo artificial y rebuscado. Exactamente como un “piso de tierra” que nos permite mantener el contacto directo con lo esencial, con la raíz del hombre, y cantar lo simple y lo complejo, lo efímero y lo eterno, como lo advierte Yánez en uno de los poemas incluidos: “Todo pasa y todo queda / pero lo nuestro es pasar / por el amor que es placer / pero también es pesar”.

sábado, marzo 13, 2010

Alicia


(Pongo el trailer con doblaje porque el original en inglés
tiene restriccion para ponerlo en otros sitios)



Para Sandy, que también es Alicia


El artista (iba a escribir "el verdadero artista", pero si no es verdadero no es artista) es un creador y recreador de mitos. En la actualidad ya son pocos los artistas que crean un mito nuevo, más bien se dedican a recrear los existentes, y con ello los actualizan y los hacen accesibles a las personas de su tiempo y del porvenir. Es el caso de Tim Burton, creador y recreador él mismo de múltiples mitos cinematográficos. Desde Beetlejuice, pasando por Edward Scissorhands y The Big Fish hasta ahora, con su más reciente recreación de Alicia en el país de las maravillas.

A Burton no le interesaba tomar al pie de la letra los libros clásicos de Lewis Carroll sino ver qué de nuevo podría decirnos ese mundo fantástico inventado por la mente del diácono y matemático inglés que respondía al nombre de Charles Dodgson. Al llevar a la pantalla el guión de Linda Woolverton, Burton se encargó de darle sustancia al personaje, de dotarlo de humanidad, de motivaciones, de conflictos plenamente actuales y por lo mismo imperecederos. Porque, en efecto, se trata de ni más ni menos que de la misma historia que se ha contado desde hace millones de años: el sendero del héroe (en este caso, de una heroína).

La depredadora cultura dominante (el capitalismo salvaje conocido como globalización) se ha encargado de hacernos olvidar que somos nuestros propios héroes, que cada quien debe encontrar su propio camino sin importar lo que digan los demás: los padres, las instituciones, la iglesia, los medios, la escuela o los poderes establecidos. Y también nos hace olvidar que ese camino es interno, que tiene muy poco que ver con las posesiones materiales o la belleza física, que es un trabajo de instrospección que muy pocos emprenden en su vida (es más, hay personas que ni siquiera se enteran de que lo tienen que emprender), lo que las hace presa fácil de los muchos espejismos que nos acechan: el materialismo, la obsesión por la apariencia física, la obsesión por el trabajo, por el poder, por el sexo o por lo que sea, y que al no poderlos cumplir los hace caer en la depresión, la drogadición, el alcoholismo, la violencia e incluso la locura.

La Alicia de Burton tiene 19 años y está próxima a comprometerse en matrimonio con un desangelado noble inglés con problemas digestivos. De repente se le aparece el Conejo Blanco, lo persigue hasta su madriguera y cae de nuevo al mundo subterráneo que visitó cuando tenía cinco o seis años. Ella no recuerda mucho, pero sus antiguos amigos la han traído para que los libere del yugo de la cabezona y malvada Reina Roja. La gran mayoría de los personajes están ahí: el Sombrerero Loco, la Oruga, la Liebre, los gemelos Twiddle, la Reina Blanca y... el Jabberwocky.

Alicia ha olvidado los sueños o pesadillas de su infancia y tiene que recordarlos y recuperarlos para madurar, reencontrarse consigo misma y encontrar su lugar en el mundo real. En ese viaje interno, su mejor arma es la imaginación. Cuando ella se entera de que tiene que matar al Jabberwocky, dice: "Es imposible". Y el Sombrerero le responde: "Sólo si tú lo crees". En efecto, ella se ha imaginado las cosas más descabelladas y se han hecho realidad en su imaginación. El monstruo (como todos los monstruos personales que cargamos los seres humanos) es imaginario, por lo tanto lo puede vencer con la imaginación.

La película también es congruente con el mundo imaginario de Tim Burtos, cuyos personajes principales son casi siempre outsiders, "raros" que no encuentran su lugar en el mundo, desde fantasmas enloquecidos hasta cineastas de culto, como él mismo seguramente se ha sentido siempre y como se ha de sentir aún, a pesar del éxito, el matrimonio y la paternidad, como todas las personas con un poco de sensibilidad nos hemos llegado a sentir, como muchos niños, adolescentes, hombre y mujeres mujeres se sienten, nos sentimos, ahora mismo.

La humanidad, ahora más que nunca, está ávida de encontrar sentido a su existencia en un mundo hipertecnologizado y sobreinformado, donde todo parece cambiar y moverse mucho antes de poder ser siquiera apreciado, asimilado y comprendido. Por eso es de agradecer que existan todavía verdaderos artistas como Tim Burton, que se mantienen fieles a su propio universo creativo, a sus obsesiones, las exploran y nos comunican sus hallazgos a través de la belleza del arte, y nos dan la oportunidad de recordar que el verdadero héroe de nuestra vida está dentro de nosotros.

jueves, marzo 11, 2010

Poesía e Internet: Paren de decir memeces

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Reproduzco un post del blog del poeta Aurelio Asiain. Se trata de una serie de twitts en respuesta a otro publicado por los inefables conductores del programa "cultural" de Foro TV de Televisa llamado "Final de partida".

Aclaro que se tratan de una serie de hechos irrefutables acerca de la situación de la difusión de la poesía en la actualidad, por parte de un practicante y usuario activo de la Internet y las redes sociales.

Un lugar común y una tontería
por Aurelio Asiain


Leí en Twitter esta pregunta: “Con ediciones de mil ejemplares en el mejor de los casos y un público cada vez más reducido, ¿puede sobrevivir la poesía?” Es un lugar común y una tontería. Cada tuit es un enlace a la página original.

1. La poesía siempre se ha editado en tirajes mínimos y su público no es cada vez más reducido, todo lo contrario. Paren de decir memeces.

2. Pero hoy, además, se imprimen más ejemplares que nunca antes. Tiraje de Sarada Kinenbi de Tawara Machi: 2,600,000 ejemplares.

3. Un poema publicado en internet tiene en pocas horas muchos más lectores que impreso en papel. También un libro de poemas.

4. El librito de Ikkyu que puse en Internet tuvo en siete días más de mil lectores. Ninguno de mis libros de poesía impresos los tuvo en años.

5. Las publicaciones impresas se leen menos, pero reducir al papel el mundo editorial y la vida literaria es ciego. La creación está hoy aquí.

6. El prestigio de la letra impresa intimida a muchos buenos escritores, que no se reconocen como tales porque sólo publican en sus blogs.

7. La literatura que se escribe, publica y lee en los blogs tiene más lectores que los medios impresos, y sólo el prejuicio la juzga inferior.

8. Sólo por prejuicio, también, consideramos alta literatura un haiku de Basho o una copla de Lorca y no tantos tuits que no lo son menos.

9. En Japón las novelas de mayor venta en los últimos años se han escrito y publicado primero en teléfonos celulares en millones de ejemplares.

10. Hace dos días un memo ironizaba porque escribí que a mí, en Twitter, me interesa descubrir escritores. Pero los encuentro todos los días.

11. En unas horas de lectura atenta en Twitter, siguiendo a la gente adecuada, se encuentra más y mejor poesía que en cualquier revista impresa.

12. “La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre” dijo Cardoza y Aragón. Dicho de otro modo: no hay humanidad sin poesía.

13. La poesía no es un género literario. Es un fenómeno lingüístico y no sólo lingüístico. Es una forma particular de la producción de sentido.

14. La poesía existe desde mucho antes que los libros, el papel y la escritura. Sobrevivirá a los libros impresos, la televisión y la internet.

martes, marzo 09, 2010

Beber nos hace miopes

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En un interesante artículo publicado en The New Yorker (Febrero 15-22, 2010), el ensayista Malcolm Gladwell, autor de libros como The Tipping Point y Outliers, explica que la cultura de cada grupo social afecta el efecto que el alcohol tiene en sus miembros. Es decir, la forma de emborracharse es una consecuencia social, no sólo personal. Cuenta, por ejemplo, los hábitos de los miembros la pequeña villa boliviana de Montero a la hora de beber alcohol: sólo lo hacen los fines de semana, con un ritual estricto y preestablecido que todo mundo sigue en las reuniones, pero sobre todo, lo hacen en paz, simplemente platican y nunca hay peleas entre ellos, a pesar de que beben con vehemencia una especie de ron que, luego de ser analizado, se encontró que era alcohol industrial. Después de cada reunión, los contertulios se retiran en paz a sus casas y al día siguiente se presentan a sus trabajos. Nunca beben entre semana. También relata que en la comunidad italiana de New Haven, los hábitos alcohólicos de los miembros están ligados con las horas de comida. Es decir, beben vino todos los días, en cada comida, pero nunca más de una o dos copas, salvo en ocasiones especiales, como fiestas y reuniones. En ninguna de las dos comunidades el alcoholismo es un problema de salud pública. No hay agresiones verbales ni sexuales, ni peleas ni desórdenes. En cambio, en el campus de cualquier universidad norteamericana, la ingestión de cerveza —que es como una cerbatana en comparación con la bazuca que representa el ron de los bolivianos— en un viernes por la noche, puede hacer que los estudiantes entren en una especie de furor sexual que a veces hace necesaria la presencia de la policía.

¿Por qué? Los antropólogos han empezado a cambiar la forma en que se había concebido la ingestión del alcohol en la sociedad. Generalmente se piensa que el alcohol tiene efectos iguales en todos los individuos, que así como la cafeína nos anima, el alcohol nos desinhibe, que nos quita las restricciones psicológicas que hacen que nos portemos bien estando sobrios y provoca que hagamos cosas que comúnmente no haríamos. A final de cuentas, es una droga.

Nos presenta dos ejemplos: en Kenia, un borracho tenía aterrada la aldea, porque cada vez que se ponía beodo, atacaba a las personas que se atravesaban en su camino. Un antropólogo estaba de visita en la villa y escuchó un alboroto. Todos echaban a correr y alguien le dijo que se escondiera porque ahí venía el borracho violento. No atinó a huir, pero cuál sería su sorpresa que en cuanto el borracho lo vio y lo tuvo enfrente, dejó de correr, caminó lentamente delante de él, lo saludó muy cortésmente y en cuanto pasó, siguió persiguiendo a los miembros de su aldea.

Otro caso: los indios mixe de Oaxaca beben y a veces se hacen de palabras, empiezan a discutir, se gritan y se agarran a golpes entre ellos. Todos traen machetes, pero nunca los usan en estas peleas. Se pelean hasta que uno de ellos cae al suelo. El vencedor ayuda al perdedor a levantarse y generalmente se retiran abrazándose como amigos. Si el alcohol en verdad rompiera todas las inhibiciones, el borracho de Kenia hubiera agarrado parejo y no hubiera saludado cortésmente al forastero y los indios mixes no se pelearían nada más a golpes sino utilizarían sus machetes.

Otra idea común en relación con el alcohol es que nos “infla”; es decir, que nos creemos lo que no somos cuando bebemos. Si alguien se siente feo, se creerá guapo; si alguien es tímido, se volverá audaz. Pero no necesariamente es así. Gladwell explica que lo que provoca el alcohol es una alteración en la percepción negativa que creemos que los demás tienen de nosotros mismos. Es decir, si alguien se siente guapo y los demás lo perciben como guapo, el alcohol no lo hará sentirse aún más guapo. Si alguien es valiente y arrojado y los demás lo aprecian como tal, la bebida no lo hará sentirse aún más valiente. El alcohol sólo nos hace sentir más guapos si pensamos que lo somos y el mundo no está de acuerdo con esta percepción.

También se piensa que el alcohol reduce la ansiedad. Pero no necesariamente es así. Si estás en un estadio de futbol viendo un emocionante partido, seguramente te olvidarás de tus problemas, pero no sucederá lo mismo si bebes solo en un bar; al contrario, te pondrás más ansioso al pensar en tus problemas.

He aquí el meollo del artículo: el efecto principal del alcohol es que reduce nuestro campo de visión emocional y mental. Provoca un estado de miopía en el que se entienden las cosas superficialmente, y los aspectos inmediatos de las experiencias tienen una influencia desproporcionada en la conducta y las emociones. El alcohol hace que las cosas que tenemos enfrente destaquen aún más y que las cosas que están en el fondo desaparezcan. La bebida hace que no escuchemos lo que los demás dicen de nosotros sino que atendamos a lo que tenemos enfrente de nosotros y que nos interesa en ese momento. “La borrachera no es inhibición. La borrachera es miopía”, dice Gladwell.

Mientras la teoría de la desinhibición sugiere que el bebedor es insensible al ambiente, la teoría de la miopía dice, por el contrario, que el bebedor, en algunos casos, está muy sensible al ambiente, sobre todo a lo que tiene delante de él. Gladwell cuenta un experimento curioso hecho en Canadá: en un bar se les preguntó a tanto a personas sobrias como bebidas si se irían con una persona que conocieron para, una vez estando solos, se dieran cuenta que ninguno de los dos trae un condón. ¿De todas formas se atreverían a hacer el amor sin protección? Como era de esperarse, los borrachos superaron a los sobrios 5.36 a 3.91 en una escala de 10 a 1, donde 10 es “lo haría sin duda” y 1 es “de ninguna manera”. Luego se hizo el mismo experimento, pero en la entrada a algunos clientes se les puso un sello en la mano con la leyenda: “El SIDA mata”. Y sorpresa: los bebedores con la leyenda en la mano que aceptaron que harían el hacer el amor sin protección con un extraño fueron un poco menos que las personas sobrias. Es decir, no pudieron deshacerse de la racionalización necesaria para hacer a un lado el riesgo de contraer el SIDA. “Cuando las normas y estándares son claros y consistentes, el bebedor puede volverse aún más observante de las reglas que sus contrapartes sobrias”, señala Gladwell.

¿Qué implicaciones tiene todo esto? Que los jóvenes que se vuelven locos cuando beben en un antro o en un partido de futbol, no necesariamente tienen que comportarse así. Si lo hacen, es porque responden a las señales del ambiente inmediato: la música, las luces parpadeantes, el baile, los gritos, las porras, los anuncios, las películas y programas de televisión, que les dicen una y otra vez que “ser joven es reventarse”, que está permitido beber, ser escandaloso y patán cuando se es joven, que es lo que la sociedad espera de ellos. “Las personas aprenden acerca de la borrachera lo que sus sociedades les aportan., y se comportan en consonancia con esta comprensión, se vuelven confirmaciones vivientes de las enseñanzas de la sociedad”. En suma: dado que las sociedades obtienen de los individuos el tipo de conducta alcohólica que les permiten, se merecen lo que obtienen.

Aquí quiero citar textualmente a Gladwell: “Hay algo acerca de la dimensión social de este problema que nos evade: Cuando enfrentamos el asunto de la juventud desenfrenada en el bar, nos alegramos de que se eleve la edad para beber, que se graven sus cervezas, que se les castigue si manejan en estado de ebriedad y que se les ponga en tratamiento si su hábito se convierte en adicción. Pero somos reacios a darles un ejemplo positivo y constructivo sobre la forma de beber. Las consecuencias de este error son considerables, porque, a fin de cuentas, para lidiar con la bebida la cultura es una herramienta más poderosa que la medicina, la economía o las leyes… En ninguna parte de la multitud de mensajes y señales que emiten la cultura popular y las instituciones sociales relacionadas con el alcohol existe algún tipo de consenso sobre lo que se supone que debería significar la bebida”.

Si nuestros legisladores y autoridades capitalinas fueran un poco menos soberbias e ignorantes, le echarían un ojo a este tipo de investigaciones antes de emprender acciones a todas luces autoritarias como el alcoholímetro o tratar de evitar que los jóvenes se manden por Twitter la ubicación de los retenes. Deberían tratar de entender cuál es la dinámica social que hace que los jóvenes beban en demasía en las cantinas, bares y antros. Por ejemplo, está comprobado que en lugar de que haga que la gente beba menos, el alcoholímetro provoca que las personas beban más en menos tiempo, ya que al urgirles que pidan las bebidas finales antes de que se cierre la barra, piden dobles o triples tragos y los engullen más rápidamente. Más bien, las autoridades de salud deberían investigar cuáles son las causas sociales y culturales que hacen que las personas beban hasta ponerse idiotas y creer que pueden manejar un vehículo. ¿Quién no ha estado con un borracho que se pone necio y dice: “Manejo mejor cuando ando pedo”? Es exactamente lo mismo que plantea Gladwell acerca de la alteración de la percepción negativa. Cree que borracho maneja mejor cuando en realidad hasta sobrio maneja de la chingada. O que hacen que los hinchas beban como desaforados el domingo, pierda o gane su equipo favorito, y no se presenten a trabajar el lunes. ¿No dijo alguna vez un diputado que si perdían las Chivas afectaba la productividad del país?

Pueden leer el artículo en inglés aquí.

viernes, marzo 05, 2010

Montemayor haciendo la guerra en su paraíso

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por Fernando Reyes


Ésos son escritores y no otras divitas encerradas en la complejidad de su ser, absortas en los prolegómenos de su creación, inmersas en la fenomenología de su hermenéutica, demiurgos inmaculados, alejados de cualquier viso popular y lúdico. Cómo van a manchar su manos escribiendo de otra cosa que no sea su finísima y agudísima manera de mirar el horizonte que se pierde en sí mismos; cuándo enlodar sus exquisitas prosas y soberbias poéticas. Ellos no leen a otros coeténeos, para qué perder el tiempo con principiantes.

No exagero, los hay, lo he conocido. Literalmente me han dicho "yo no me rebajo a leer para bachilleres o trabajadores que no tienen ni la más remota idea de lo que es el arte" y cosas parecidas.

Siempre lo he dicho y no me cansaré de hacerlo. La pluma puede estar al servicio de fines más allá de los meramente estéticos. Ética y estética, lo han dicho tantos. Me encanta ver las plumas de Sicilia o Leñero o Montemayor en el Proceso. Me encanta que Alfonso Reyes y Luis Guzmán hayan escrito crítica de cine (bajo el pseudónimo de Fósforo). Me encanta saber que Novo y Del Paso hayan hecho publicidad. Respeto el trabajo de Luis Eduardo Reyes y Flavio González Mello en la televisión comercial.

Como Rascón Banda, Tomás Mojarro y Cristina Pacheco, Carlos Montemayor fue otro puente entre la alta cultura, y los de abajo, los sin voz, los "incultos", los jodidos que no saben de magnificencias grecorromanas, del dolce estil novo, de la nouvelle vague, del Sturm und Drang, de la escuela estructuralista, de la Gestalt, "pinches nacos". Cuánto hacen falta esos puentes.

En fin, imaginen a Montemayor diciendo: "Ya leí la literatura centroeuropea, ¿para qué leo a los griegos? Ya leí a los griegos ¿para qué leo a los de lengua indígena? Ya gané el Aguascalientes para qué escribo cuentos. Ya escribí una novela sobre la guerrila y un ensayo sobre el zapatismo ¿para qué escribo sobre el narco y la corrupción?" Imagínenselo diciendo: "Yo soy escritor, no tengo por qué estar mediando en mesas de diálogo".
Carlos Montemayor seguramente ya está haciendo lo mismo allá en su paraíso.

(Perdón de nuevo por el ex abrupto. Cada vez estoy perdiendo mi lugar en esta magnánima República de las letras mexicanas).

*******************
Décimas para un poeta
por
Los Leones de la Sierra de Xichú

Periódico Correo
Martes, 2 de marzo de 2010

La obra y persona de Carlos Montemayor nos merecen una profunda gratitud. Siempre lo admiramos, siempre aprendimos de su sabiduría, siempre nos hará falta, siempre vivirá en nuestro canto y en nuestros pasos…
Políglota, intelectual,
tenor, poeta, novelista,
prolífico articulista
lúcido, agudo, puntual,
su compromiso social
como hombre y como escritor
me hacen decir en su honor
que lejos de cortesanos
y montículos enanos
Carlos fue Montemayor
Jamás un rehén de "pactos",
sino ave libre y canora
que en el aquí y el ahora
enraizó palabras y actos,
no en los árboles abstractos
anidaba su escritura
fueron justicia y cordura
diaria reivindicació n,
México fue su pasión
¡su clandestina ternura!
La crítica del poder,
la violencia del estado,
el México lastimado
trepidaban en su ser,
fue el suyo –y lo dejó ver-
un corazón guerrillero,
Genaro y Lucio en guerrero
y el pueblo al que tanto amó
le dicen igual que yo:
¡hasta siempre Compañero!
Marzo 2010. Sierra Gorda de Guanajuato.

jueves, marzo 04, 2010

Las reencarnaciones de Sherlock Holmes

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Conan Doyle como Sherlock Holmes

Por Guillermo Vega Zaragoza

Enconada polémica ha causado la película Sherlock Holmes, dirigida por el cineasta inglés Guy Ritchie y estrenada mundialmente el primer día de 2010. Para algunos, el también director de cintas como Lock, Stock and Two Smoking Barrels (Juegos, trampas y dos armas humeantes, 1998) y Snatch (Cerdos y diamantes, 2000) se tomó demasiadas libertades al “modernizar” al detective por antonomasia creado por su compatriota sir Arthur Conan Doyle, convirtiéndolo en una especie de Batman decimonónico en lugar de conservarlo como el paladín de la inteligencia y la deducción que resuelve los enigmas criminales más enrevesados.

Pero, ¿en verdad al ex esposo de Madonna se le pasó la mano o en realidad, como lo ha sostenido en diversas entrevistas, fue especialmente cuidadoso en respetar el canon establecido por Conan Doyle en los nueve libros y sesenta relatos clásicos que cuentan las historias originales del detective de Baker Street?

En principio, hay que tener en cuenta el dato de que el Libro de Records Mundiales de Guinness señala a Sherlock Holmes como “el personaje más interpretado en películas” con cerca de 100 actores haciendo el papel en más de 200 cintas de una docena de países.

Sin embargo, a fin de desentrañar el misterio, habría que remitirse a la persona misma que sirvió de modelo para la creación de Sherlock Holmes. Por ello es necesario recordar que, antes de volverse un escritor mundialmente famoso, Arthur Conan Doyle era un sencillo médico inglés, descendiente de una familia devotamente católica. No tenía muchos clientes y en realidad a lo quería dedicarse era a escribir novelas históricas. Empezó a publicar relatos en varias revistas literarias a principios de la década de 1880 con cierta aceptación de la crítica, aunque su sueño era completar una novela.

De pronto, a principios de 1886 —nos cuenta John Dickson Carr en la biografía del escritor (Editorial Renacimiento, México, 1960)—, Conan Doyle se preguntó: “¿Por qué no una novela detectivesca?” Acababa de leer un par de obras de Émile Gaboriau: Monsieur Lecoq (El señor Lecoq, 1869), L'Affaire Lerouge (El caso Lerouge,1866) y La Clique dorée (La pandilla dorada, 1871), que le parecieron como escritos por un Wilkie Collins “corregido y aumentado”. Mientras observaba las acuarelas pintadas por su padre colgadas en la pared, Conan Doyle pensó que lo primero que necesitaba era un modelo para su detective. No tuvo que ir muy lejos: recordó que en la escuela de medicina, en Edimburgo, “había un individuo flaco, de largas manos blancas y diestras, y una mirada algo burlona, cuyas deducciones sorprendían a los pacientes, como podrían sorprender a un corrector de pruebas”, nos cuenta Dickson Carr. Se trataba del doctor Joseph Bell, que había sido su maestro y que tenía una vocación y habilidad extraordinaria: podía enfrentar a una persona totalmente desconocida y, simplemente con mirarla, deducir su nacionalidad, sus costumbres, su trabajo y el medio en el cual se desarrollaba su vida.


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El doctor Joseph Bell

Un maestro de la observación

Dickson Carr lo describe como “la simpatía personificada y no se parecía en nada a la formidable figura de su leyenda”. En la época en que Conan Doyle fue su alumno, Bell tendría poco más de cuarenta años. Era muy enjuto, de manos inquietas y con una mata de pelo oscuro erguida siempre en su cabeza como las cerdas de un cepillo. Pero, además, “poseía un agudo sentido del humor, con el cual apoyaba sus dotes de deducción para inculcar a los estudiantes que debían servirse de ojos, oídos, manos y cerebro al diagnosticar”.

Conan Doyle ayudaba al doctor Bell a presentar los casos médicos en clase. En una ocasión presentó ante los alumnos a un hombre y les pidió que lo observaran para deducir a qué se dedicaba. Nadie se atrevió a aventurar una respuesta. Tratando de ocultar una risita de satisfacción, el doctor Bell les dijo a sus asombrados pupilos: “Este hombre es un zapatero remendón y además es zurdo”. Y los instó a que lo analizaran con mayor cuidado. Nada. Hasta que les reveló el secreto: “Observen ustedes, caballeros, los lugares gastados por el roce en los pantalones de pana, allí donde los zapateros apoyan la piedra sobre la cual baten el cuero. El lado derecho, como verán, está mucho más usado que el izquierdo, porque se sirve de la mano izquierda para martillear el cuero”. Sus alumnos lo miraban y sonreían tontamente, hasta que finalmente el doctor afirmó juntando las yemas de los dedos y abriendo los ojos exageradamente: “Además, este hombre es un barnizador de muebles, ¿no lo huelen?”

En el libro Argumentos fabulosos (Grijalbo, 1977), Irving Wallace hace una semblanza muy completa del doctor Bell presentándolo como “el verdadero Sherlock Holmes” y como “quizá el maestro más brillante de la observación que el mundo haya visto en los últimos cien años”. En alguna ocasión, el eminente médico escocés dijo ante una fascinada audiencia: “El problema de la mayoría de las personas es que ven, pero no observan. Cualquier detective realmente bueno debería ser capaz de decir, apenas se ha sentado un extraño ante él, cuál es su ocupación, cuál es su pasado, sus costumbres, y esto sólo por medio de la observación y la deducción rápidas. Mirad a un hombre y en su rostro encontraréis escrita su nacionalidad, sus medios de vida en sus manos, y el resto de su historia en su forma de caminar, en sus maneras, en sus tatuajes, en los adornos de la cadena de su reloj, en los lazos de sus zapatos y en los hilos adheridos a su ropa”.

Y abundaba: “Todo buen profesor que desea convertir a sus alumnos en buenos médicos, debe acostumbrarles a cultivar el hábito de notar las pequeñas trivialidades, que lo son en apariencia. La mayoría de las personas se parecen entre sí en sus rasgos menores y en los más generales. Por ejemplo, gran parte de los hombres tienen una cabeza cada uno, dos brazos, una nariz, una boca y cierto número de dientes. Son las pequeñas diferencias, sin importancia en sí mismas, como la caída de un párpado o alguna carencia, lo que distingue a los hombres. La importancia de lo infinitamente pequeño es incalculable”.

“El doctor Bell solía sentarse en su consulta, con el rostro impenetrable como el de un piel roja, y diagnosticaba las dolencias a sus pacientes antes que estos abrieran la boca. Les indicaba sus síntomas e incluso les daba detalles de su vida pasada. Casi nunca cometió un error”, recordaría Conan Doyle. Las enseñanzas de su maestro le servirían como base para su detective, que no sería un investigador cualquiera sino alguien que hiciera de la búsqueda y persecución de los criminales una verdadera ciencia exacta, a través del estudio de minucias, huellas de pisadas, restos de barro y polvo, utilizando su conocimientos de química, anatomía y geología; que reconstruyera la escena del crimen como si hubiera sido testigo presencial y, luego como si fuera lo más común del mundo, lanzara la información a los rostros atónitos de sus oyentes.

Un nuevo sistema científico

Nada más que había que había un pequeño detalle: todo tendría que inventarlo, porque hasta esa fecha, en el año de 1886, no había ningún sistema científico que se utilizara en la criminología. Sí, habían aparecido algunos libros sobre los tipos de criminales, como el llamado método antropométrico, pero que en realidad servía muy poco para aclarar crímenes. Simplemente, Conan Doyle tuvo que imaginarse qué haría si fuera detective y terminó inventando un sistema que se adelantó varios años a la realidad.

En efecto, como revela Dickson Carr, el único libro de texto verdaderamente importante sobre criminología, titulado La investigación de lo criminal, de Hans Gross, que formó la base de todo el sistema policíaco hoy en día, no se publicó sino hasta 1891. Por ejemplo, en uno de los relatos anteriores a esa fecha, Sherlock Holmes menciona una monografía que escribió sobre la forma de preservar las huellas de pisadas mediante yeso. En su libro, Gross descartó seis formas comunes de preservar las huellas y estableció como el único bueno el de la escayola. Un director de los laboratorios de la policía francesa dijo en una ocasión: “Un policía o un investigador criminal no habrá perdido su tiempo si lee las novelas de Conan Doyle. En el laboratorio nos hemos apropiado de muchas ideas que hallamos en esos libros”. En Egipto, el gobierno había traducido las hazañas del detective al árabe y las había publicado como libro de texto para la policía.

Así, los cinco meses que pasó bajo la tutela del severo doctor escocés y sus propios estudios en la Universidad de Edimburgo le proporcionaron a Conan Doyle las ideas necesarias para crear al prototipo del detective y convertirse en un autor mundialmente famoso. Y no sólo eso: de hecho, una vez que decidió bautizar a su creación como Sherlock Holmes —inspirado en un jugador inglés de cricket y en el poeta norteamericano Oliver Wendell Holmes— y escribir la primera novela donde aparecería como protagonista, A Study in Scarlet (Un estudio en escarlata), que publicó en un almanaque de 1887, Conan Doyle le escribió infinidad de veces a su maestro para que le diera ideas que pudiera utilizar en las aventuras de Holmes y el doctor John H. Watson (nombre que, por cierto, tomó de otro doctor que había conocido y que se llamaba James Watson).

Curiosamente, Robert Louis Stevenson, el autor de El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y que se encontraba en Somoa en ese entonces, le escribió a Conan Doyle para preguntarle si se había basado en su antiguo maestro: “Mis cumplidos por las ingeniosas y muy interesantes aventuras de Sherlock Holmes […] Sólo hay una cosa que me intriga. ¿Podría ser éste mi viejo amigo Joe Bell?” Cuando Conan Doyle reveló por fin la identidad de su modelo, el doctor Bell adquirió aún más celebridad e incluso se convirtió en asesor de la policía en algunos casos criminales reales de la época. Más tarde, accedió a escribir un prólogo para la edición conjunta de las dos primeras novelas de Holmes. “Entrenado como ha sido para distinguir y apreciar las minucias, el doctor Doyle vio la forma en que podría interesar a sus inteligentes lectores al ganarse su confianza y mostrar su modo de trabajo. Creó un hombre astuto, perspicaz, inquisitivo, mitad doctor, mitad virtuoso, con mucho tiempo libre, una memoria retentiva, y quizá el mayor don de todos: el poder de aligerar a la mente de toda la carga de tratar de recordar detalles innecesarios”.

Conan Doyle le añadió aún más características a su personaje para hacerlo complejo y atrayente a la vez. En un artículo sobre el personaje, el escritor mexicano José Agustín lo describe muy bien: “Más que detective, Holmes se ve a sí mismo como ‘consultor’. Se trata de un hombre recto, pero de ética flexible, que en muchas ocasiones se permite ignorar la ley en beneficio de su sentido de la justicia o porque le cede a los tribunales la conciencia de los delincuentes en lugar de delatarlos. Esto es muy importante. En cierta manera, es ‘un hombre superior', como se plantea en el 1 Ching, o un superhombre en el sentido nietzscheano, pues aplica su propia, justa y humana ley. Además, cuando entra en actividad se prende tanto que no come, no duerme y camina, corre o recorre grandes distancias. Le salen energías inagotables. Es capaz de ‘leer’ el pensamiento con base en deducciones. Le gusta el halago, pero también es modesto, aunque se consiente el desdén cuando le cede los honores a Lastrade o a otros inspectores de Scotland Yard, de quienes se burla elegantemente”.

Y continúa: “Se trata de un caballero que sabe tratar con firmeza y cortesía a cualquiera, poderoso o miserable. Admira a sus enemigos cuando son inteligentes, como al profesor Moriarty, quien, de hecho, le fascina. Aprecia la belleza de las mujeres, aunque no le interesan las relaciones sentimentales o eróticas, pues, más que misógino, es asexuado. Con todas sus contradicciones, en el fondo es un artista y un sabio, hace las cosas por el gusto de hacerlas, por poner a prueba sus habilidades y sin esperar recompensa alguna, aunque, cuando hay que hacerlo, cobra como superestrella”.

A pesar de todo, el éxito no arribó de inmediato. Tuvieron que pasar cuatro años, una segunda novela, The Sign of the Four (El signo de los cuatro), y seis relatos cortos más publicados en la revista Strand, para que el nombre de Sherlock Holmes se volviera famoso. De hecho, Conan Doyle no tenía intención de escribir más historias sobre el detective, pero los editores le seguían haciendo pedidos. Había decidido dejar definitivamente la práctica médica y dedicarse de tiempo completo a escribir, pero no divertimentos policíacos, que consideraba que sólo le quitaban tiempo para escribir “cosas serias”. Así que le pondría un precio que él consideraba exorbitante a sus creaciones, a fin de que los editores lo dejaran en paz. “Cincuenta libras por cada relato, sin tener en cuenta para nada el tamaño”, subrayó él mismo. Pero ¡oh, sorpresa! No sólo los editores no chistaron por la suma sino que le pedían urgentemente el siguiente texto “porque la cosa urgía”. Se comprometió a escribir seis historias más. Cuando ya llevaba la penúltima a finales de 1891, le escribió a su madre —que a la sazón se había convertido en la más devota admiradora del detective—, como no queriendo la cosa: “Pienso en matar a Holmes en la última y acabar así con todo eso. Me impide pensar en cosas mejores”. La señora simplemente le ordenó de regreso: “¡No lo harás! No puedes. No debes”. Los doce relatos, que aparecieron reunidos como Las aventuras de Sherlock Holmes en 1892, tuvieron tal éxito que la revista Strand le pidió otra docena. Doyle se hizo de nuevo el remolón y pidió mil libras, esperando que rechazaran tal cantidad. Sorprendentemente, los editores volvieron a aceptar sin chistar. El segundo volumen apareció en 1894 e incluía el relato “El problema final”, donde el doctor Watson informaba a los lectores sobre la muerte de Sherlock Holmes. En realidad, Conan Doyle odiaba al personaje que le trajo fama porque le quitaba tiempo y atención a sus demás obras. No obstante, ante el público afirmaba que había decidido no escribir más historias porque “temía estropear a un personaje con quien se había encariñado en especial”.

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El actor William Gillete, el primer Holmes

El primer Sherlock de carne y hueso

Es poco conocido el hecho de que, en un esfuerzo por darle la puntilla al personaje —y también para obtener un poco de dinero extra, ya que planeaba construir una nueva casa—, en 1897 Conan Doyle escribió una obra de teatro en cinco actos titulada precisamente Sherlock Holmes. Se la envió a Henry Irving y Beerbohm Tree, actores famosos de la época; el primero la rechazó, pero el segundo, luego de leerla, le pidió que hiciera algunos cambios a fin de que el personaje se adaptara más a su personalidad. Conan Doyle se negó y prefirió guardar la obra. “Dudo mucho en llevar a Holmes al teatro; eso sería atraer la atención hacia la parte más débil de mi obra, que ya ha obscurecido demasiado a la mejor; pero, antes de rehacerlo, para que Holmes no fuese mi Holmes, sin duelo alguno, preferiría volverlo a meter a su cajón. Creo que eso significaría su fin y probablemente sería lo mejor”, escribió en 1898.

Sin embargo, su agente literario A. P. Watt pensaba diferente, así que envió la obra a Charles Frohman, un empresario teatral de Nueva York. Cuando estaba a punto de cumplir cuarenta años, Conan Doyle recibió la noticia de que la obra de Sherlock Holmes sería estrenada al finalizar el año, estelarizada por el actor norteamericano William Gillette, quien, ansioso por interpretar el papel, quería pedirle permiso para rehacerlo de acuerdo con su manera de ver. Doyle, que ya estaba harto de lidiar con eso, consintió. Dickson Carr apunta que Gillette lo transformó tanto que “hoy ya nadie sabe cómo sería el original”. La versión de Gillete, de cuatro actos, utilizaba tramas y elementos de varios relatos del canon holmesiano. Incluso llegó a plantear la posibilidad de que Holmes se casara. Doyle le respondió que podía casarlo, asesinarlo o hacer lo que le viniera en gana con él. Sin embargo, Gillete perdió en un incendio el primer esbozo de la obra, por lo que tuvo que reescribirla de memoria para estrenarla en Nueva York en el otoño, así que se trasladaría a Londres para que el autor aprobara el nuevo texto. Conan Doyle terminó invitando a Gillette a pasar el fin de semana en su casa de Undershaw.

Al verlo bajar del tren, Doyle quedó totalmente sorprendido: envuelto en una capa gris, el actor era la verdadera encarnación de Sherlock Holmes. “Ni siquiera Sidney Paget (el ilustrador de los primeros libros) lo había dibujado tan bien —cuenta Dickson Carr—. Los rasgos acentuados, los ojos hundidos, aparecían bajo una gorra de cazador de gamos; hasta la edad de Gillette, unos cuarenta y cinco años, era adecuada. Conan Doyle, en el landó, lo contemplaba con la boca abierta. El actor se encontró cara a cara con la imagen de un Dr. Watson mayor que el natural y se llevó un susto. Con la pose característica del personaje, el actor se acercó a Conan Doyle y le dijo lentamente: ‘Es usted un escritor, no cabe duda’. No hay constancia de que los caballos se espantaran, pero poco faltó”.

Además, Gillette era un caballero encantador, lo que provocó aún más la fascinación de Doyle, quien consideró la obra como “muy buena”, con dos de los actos “sencillamente magníficos”. Lo cierto, nos confía Dickson Carr, es que “la obra no era tan buena como podemos testificar los que la hemos visto. Sin embargo, el actor contagió su entusiasmo a Conan Doyle sobre los futuros éxitos en Norteamérica”. El título tentativo de la obra era: “Sherlock Holmes en un episodio desconocido, inédito en la gran carrera del detective, que muestra su conexión con el extraño caso de la señorita Faulkner”, pero finalmente se quedó como Sherlock Holmes: un drama en cuatro actos.

Y así fue: en noviembre, su agente estadounidense le informó sobre el buen recibimiento de la obra durante las funciones de prueba en Buffalo, Rochester, Syracuse y Pennsylvania, y del estreno en el teatro Garrick de Nueva York el seis de noviembre de 1899: “Éxito magnífico prensa y público en Nueva York última noche. Herald lo proclama triunfo dramático. Gillette tuvo noche cumbre”, decía el cable. La obra tuvo un éxito mayúsculo entre el público, pero nunca fue realmente aplaudida por la crítica teatral. Gillette interpretó el personaje aproximadamente 1,300 veces y se convirtió en la imagen del personaje en revistas y portadas de libros en la primera década del siglo XX.

La interpretación del personaje hecha por Gillette resulta especialmente importante, porque estableció muchas características que dominarían en las subsecuentes encarnaciones de Holmes en películas y programas televisivos. Por ejemplo, Gillette humanizó al detective para que dejara de ser eminentemente intelectual (“una máquina en lugar de un hombre”, como lo describió Conan Doyle), haciéndolo más arrojado y abierto a expresar sus sentimientos. Introdujo la gorra de cazador, que sólo había aparecido en los dibujos de Sídney Paget, así como la capa y la pipa curva, en lugar de la pipa recta con que lo retrataban los ilustradores. Es posible que Gillette prefiriera ese tipo de pipa, porque permitía que los espectadores le vieran mejor el rostro. También utilizó la lupa, el violín y la jeringa, que se convirtieron en la “utilería” clásica del personaje. Pero, sobre todo, introdujo una de sus frases más distintivas y que no aparece en ninguno de los relatos originales del canon: “Oh, eso es elemental, mi querido amigo”, la cual fue reutilizada más tarde por Clive Brook, el primer Holmes del cine sonoro, como “Elemental, mi querido Watson”.

El detective en el celuloide

Como ya veíamos, el personaje de Sherlock Holmes ha sido el más interpretado en pantalla. De hecho, es uno de los primeros personajes literarios que pasaron del papel al celuloide y del cine silente al sonoro. Conan Doyle fue testigo de esta transfiguración de su creación. La primera película, Adventures of Sherlock Holmes, data de 1905. Producida en Estados Unidos, fue dirigida por J. Stuart Blackton y el detective fue interpretado por Maurice Costello. Lamentablemente, esta cinta se considera desaparecida. La segunda, epónima, enfrenta a Holmes nada menos que a Raffles. Fue producida en Dinamarca en 1908 y el detective lo encarnó Viggo Larsen. Más tarde hubo una versión francesa del personaje, interpretada por Georges Trevillé. En 1914 se hizo la primera cinta del personaje en Alemania, con Alwin Neuß como protagonista. Se dice que las únicas películas encontradas en el bunker de Adolf Hitler fueron precisamente Der Hund von Baskerville (El sabueso de los Baskerville) y Der Mann, der Sherlock Holmes war (El hombre que fue Sherlock Holmes), ambas producidas en 1937 y con Hans Albers y Bruno Güttner, respectivamente, haciendo el papel principal.

El actor que más lo ha interpretado en la pantalla fue Eille Norwood, quien ya tenía sesenta años cuando lo hizo en 1921 y lo repitió en 47 cintas. A pesar de que la gran mayoría eran silentes, Norwood logró convencer incluso al propio Conan Doyle, quien lo elogió en su momento. Sin embargo, la encarnación más popular en la era sonora ha sido, sin duda, la de Basil Rathbone, un actor sudafricano que se especializaba en villanos hasta que hizo del detective por antonomasia en 16 películas y más de doscientos radiodramas. No obstante, al igual que su propio creador, Rathbone llegó a abominar tanto el personaje que decidió dejar de interpretarlo en el cine en 1946. Su última aparición como Holmes fue en una obra escrita por su esposa Ouida Bergère. Se estrenó en 1953 y duró tan sólo tres funciones. Entre otros actores que han interpretado a Holmes en la pantalla se encuentran Alan Wheatley, Ronald Howard, Peter Cushing, Vasili Livanov (en ruso), Michael Caine, Peter Cook, Nando Gazzolo (en italiano), Charlton Heston, Christopher Lee, Peter O’Toole, Jeremy Brett y Roger Moore.

Algunos se preguntan por qué las historias de Sherlock Holmes han sido tan socorridas por el cine, si, en rigor, deberían ser mortalmente aburridas. Los relatos de Conan Doyle son grandes obras literarias, pero contienen muy poco drama. José Agustín lo describe muy bien: “Aunque hay variantes, por lo general cada historia sigue un patrón más o menos inamovible: empieza en Baker Street con un pequeño, ambientador y pertinente prólogo (a veces decisivo, como en El signo de los cuatro), luego aparece una persona atribulada o un inspector de policía y se narran historias casi siempre fascinantes. Holmes interroga, reflexiona en los datos, deduce una o varias hipótesis y después las corrobora en el sitio del crimen, con acciones que precipitan la solución. Al final, él o los culpables explican todo”.

En efecto, Holmes resuelve la mayoría de sus mejores casos desde la comodidad de su sillón. A veces ni siquiera se encuentra con los criminales a los que desenmascara. En los cuentos, los personajes principales no se enfrentan cara a cara, y las novelas se enredan con asuntos que no vienen al caso o pesados flashbacks. Prácticamente no hay sexo, ni tanta violencia ni personajes femeninos fuertes. Tan sólo un montón de hombres de mediana edad platicando de pie o sentados. Cuando Holmes está aburrido —dice José Agustín—, “se hunde en profundos letargos, parecería catatónico si no fumara su pipa hasta envolverse en nubes de humo, así es que mejor se arponea ‘la solución del siete por ciento’, y canturreando ‘rush rush to the yeyo’ hace intrincados experimentos químicos o escribe ensayos sobre temas inverosímiles, como Las diferencias de la ceniza de las distintas clases de tabaco”. En un artículo para The New Statesman, William Cook señala que “la mayoría de las veces, Holmes se niega a decirle a alguien en lo que está metido. Frecuentemente, en grandes tramos de las historias, simplemente desaparece. Sin embargo, las películas te atrapan tan ferozmente como los libros, porque las mejores películas no son de acción sino que tratan sobre relaciones. Y la relación principal entre Holmes y el Dr. Watson es una de las parejas clásicas de cualquier época”.

Además, cuando Holmes entra en acción llega al extremo de alegrarse porque las tragedias o catástrofes inexplicables, aunque devastadoras, le permiten ejercitar sus artes. Y apunta José Agustín: “Mientras más difíciles, mejor. Se vuelve boxeador, sabe de artes marciales, maneja las armas, es un maestro del disfraz y, por tanto, un histrión, y se hace experto en el arte de ‘crear un misterio para resolver el misterio’ (como en la alquimia, que se revela lo oscuro a través de lo oscuro). Nunca se sabe lo que hace hasta que lo explica. Utiliza todos los adelantos de su época, fines del XIX, dispone de una banda de niños pordioseros y de los más insólitos informantes”.


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H es por House


No cabe duda que el personaje creado por Conan Doyle influyó, directamente o indirectamente, a todos los autores de novelas policiacas o de misterio que le sucedieron, desde los autores del llamado periodo clásico, como sus compatriotas Agatha Christie y P.D. James, pasando por los escritores de la llamada novela negra como Raymond Chandler y Dashiell Hammett, hasta los más recientes como el sueco Henning Mankell y la norteamericana Sue Grafton, e incluso a los mexicanos como María Elvira Bermúdez, Paco Ignacio Taibo II y Pepe Martínez de la Vega, creador de Peter Pérez, detective de Peralvillo, hilarante parodia del sabueso de Baker Street.

Más aún: desde hace unos años a la fecha, la televisión se ha infestado de series policiacas donde el héroe no es sólo un detective genial sino que ahora las tramas se centran precisamente en el procedimiento de investigación realizado por un equipo de especialistas para encontrar a los culpables de los crímenes. Series como CSI: Crime Scene Investigation (CSI: La escena del crimen, con sus franquicias en Las Vegas, Nueva York y Miami), Law & Order (La Ley y el Orden, también con múltiples versiones) y Navy NCIS: Naval Criminal Investigative Service (Investigación Criminal NCIS), Bones (Huesos), Lie to Me (Miénteme), Monk y Criminal Minds (Mentes criminales), por citar sólo algunas de las más populares, están en total deuda con el sueño realizado por Conan Doyle de crear un personaje que practicara “la ciencia de la deducción y del análisis”.

Lo paradójico es que la penúltima encarnación del personaje ha dado una vuelta completa y ha regresado a los orígenes del mismo. Se trata del protagonista de una de las series con mayor audiencia a nivel mundial, transmitida en 66 países y vista por un público promedio de 82 millones de personas. Se trata de House M.D., o Doctor House, como también se le conoce, programa creado por David Shore y Paul Attanasio, y estelarizado por el actor inglés Hugh Laurie, y en el que intencionalmente se hacen muchas referencias al detective de los relatos de Conan Doyle.

Originalmente, la cadena televisiva quería una serie policiaca. Attanasio llegó con la idea de un grupo de doctores que se dedicaran a “diagnosticar lo indiagnosticable” y que investigaran a los gérmenes como si fueran los “sospechosos” del crimen. Sólo que Shore le hizo notar que los gérmenes no tienen “motivaciones”, así que decidieron enfocarse a desarrollar un personaje central. Curiosamente —cuenta Irving Wallace—, en 1892, el doctor Joseph Bell le sugirió a Conan Doyle que Holmes se diera a la caza de un criminal que utilizara a las bacterias como armas homicidas, insinuando el conocimiento de un caso similar. Doyle le preguntó si un asesino bacteriológico no sería demasiado complicado de entender para el lector medio. Sin embargo, la idea lo intrigó lo suficiente como para pedirle más datos sobre el caso. Incluso, le imploró que un día le diera tan sólo diez minutos para reunir todos los detalles que pudiera recordar referentes al asesino. No se sabe si se los dio, pero es seguro que Doyle no los utilizó para ninguna aventura de Sherlock Holmes.

En el primer capítulo de la serie, el doctor Gregory House habla incluso como Holmes. Por ejemplo, mientras examina a un paciente pregunta: “¿Cuáles son los sospechosos?”, y luego, una vez que ha diagnosticado la enfermedad, afirma con orgullo: “He resuelto el caso”. Al igual que Holmes, trata a sus pacientes despectivamente y los considera farsantes y mentirosos —una de las premisas principales en su vida es: “Todos mienten”—. Por eso, al igual que Holmes, para encontrar la verdad, allana sus casas, hurga en sus cajones, roba sus pertenencias, lo que sea necesario para reunir pistas y dar con “el culpable”.

Las referencias al sabueso londinense son múltiples en la serie de televisión. Para empezar está el nombre: “House” quiere decir “casa”. La forma en que se pronuncia “Holmes” es similar a “homes”, sinónimo de “casas”. El nombre de pila de House, Gregory, es un poco más difícil de rastrear: se refiere a Tobias Gregson, detective de Scotland Yard que aparece en la primera aventura de Holmes; éste lo considera “el más inteligente de todos los de Scotland Yard”, esencialmente “el mejor de un mal lote”. Al igual que Sherlock, que toca el violín, House toca el piano, la guitarra y la armónica. Ambos toman drogas: uno cocaína, y el otro Vicodín. Ambos viven en el número 221B de sus respectivas calles. El mejor amigo de House es el doctor James Wilson, y el de Holmes, John Watson, que tienen las mismas iniciales (por cierto, el original doctor Watson se llamaba James, ¿recuerdan?). Holmes y Watson viven juntos, House y Wilson lo hacen por un tiempo. En la entrada de Wikipedia sobre la serie se encuentra que, a lo largo de los episodios, hay sembradas otras pistas: la paciente del primer programa se llama Rebecca Adler, clara referencia a Irene Adler, personaje del primer cuento de Holmes. En otro, al final de la segunda temporada, House es herido de bala por un hombre de apellido Moriarty. En otro episodio, House recibe como obsequio una segunda edición de un libro de Conan Doyle. En uno más, se ve que House toma las llaves de su casa y su frasco de Vicodín de encima de un libro que resulta ser Las memorias de Sherlock Holmes. En otro capítulo, para engañar a su equipo, House utiliza un libro del doctor Joseph Bell, el cual se lo regaló Wilson con una nota que decía: “Greg, me hizo pensar en ti”. Ese mismo libro se lo dio a Wilson una paciente llamada Irene Adler.


La metodología del detective


Pero, más allá de estos paralelismos, el que más sobresale es el de la metodología utilizada para resolver los casos. En el libro La filosofía de House: Todos mienten (Selector, 2009), editado por Edward Irwin y Henry Jacoby, el filósofo Jerold J. Abrams analiza la forma en que ambos personajes hacen sus conjeturas. Lo sorprendente es que ambos están equivocados al considerar su método como deductivo. En la deducción, si las premisas son verdaderas la conclusión debe ser, por fuerza, verdadera. Y lo cierto es que en ambos casos, los personajes hacen sus razonamientos a partir de premisas que podrían ser verdaderas o falsas, es decir, no es seguro que sean siempre verdaderas; por ello, la conclusión de sus conjeturas podría ser falsa. “Son muy buenas conjeturas, pero justo eso, conjeturas”, dice Abrams. Ambos personajes alardean: “Yo nunca adivino”, cuando en realidad lo que hacen todo el tiempo los médicos y los detectives es precisamente eso: adivinar, pero con un método llamado conjetural, o para decirlo en los términos del filósofo Charles S. Peirce, creador del pragmatismo: la abducción, que no es otra cosa que hacer suposiciones. “Todo lo que una abducción proporciona es una hipótesis de lo que podría ser el caso. Es un poco más que un disparo en la oscuridad, pero a veces, no mucho más”, apunta Abrams.

Lo interesante también es cómo ambos personajes arriban a esas abducciones. Es sabido que Holmes entraba en una especie de trance donde se aislaba de todos, escuchaba música, fumaba su pipa o se drogaba con cocaína, antes de salir con la solución del misterio. House hace lo mismo. Peirce llama musement (podría traducirse como “cavilación”) a ese estado de sueño previo a la abducción; lo considera “el juego puro de la imaginación”. En el proceso de la creatividad, a este estado se le llama “hibernación”, posterior al de “recopilación de información” y anterior al de “iluminación” (el de la abducción misma), ese momento que llevó a Arquímedes a gritar “¡Eureka!”.

¿Sherlock o Batman?

Llegamos pues a la última encarnación del célebre detective. Algunos puristas pusieron el grito en el cielo y quieren crucificar al director Guy Ritchie por convertir al detective por antonomasia en un héroe de acción. Quizás habría que tomar las cosas con más calma. En primer lugar, resulta altamente positivo que se hagan películas basadas en obras literarias. Es una excelente manera de acercar a las nuevas generaciones a la lectura, aunque sea por curiosidad. Ahora los editores de todo el mundo podrán republicar las aventuras escritas por Conan Doyle con Robert Downey Jr. y Jude Law en la cubierta y vender unos cuantos miles de ejemplares.

También resulta positivo que en las películas se tomen la libertad de reinterpretar y modificar los mitos y ponerlos a la altura de las circunstancias actuales. En esta ocasión se trató de actualizar el personaje tomándose algunas libertades y, contrariamente a lo que algunos creen, corrigiendo varias inexactitudes e inventos que, como hemos visto, las anteriores versiones cinematográficas sobre el personaje introdujeron. Por ejemplo, la imagen del doctor Watson: gordito, bonachón y medio lerdo, que algunos incluso identificaban con el propio Conan Doyle. Es posible que se haya exagerado un poco al hacer que Jude Law lo interprete, ya que se comporta como todo un ladies man, pero así le añade más atractivo, no nada más haciendo el papel de sidekick (o patiño). También en la cinta se eliminó la gorra de cazador que provenía más bien de las ilustraciones de los primeros libros, pero en realidad no se mencionaba en las obras originales, y desde luego se ha eliminado por completo aquello de "Elemental, mi querido Watson". Por su parte, Robert Downey Jr. le añade el toque justo de locuacidad y caos para hacer entrañable su interpretación. Aquí cabe mencionar un detalle curioso: Hugh Laurie, que interpreta al norteamericano doctor House, es británico, y Downey, estadounidense, interpreta al detective inglés.

Es cierto: posiblemente las escenas de acción están muy marcadas por el estilo de Ritchie (vistosas y vertiginosas), pero en general la puesta en escena es impecable; le queda muy bien a la historia ese look decadente que caracteriza a sus cintas desde Lock, Stock and Two Smoking Barrels y Snatch. Si no era así Londres en la época de Holmes, sin duda se parecía muchísimo. Hasta es posible oler y sentir el hollín de la gran capital industrial que era en ese entonces.

Y, como ya es previsible, seguirán una o dos secuelas, para que el detective se enfrente a su archienemigo, el malvado señor Moriarty. A preparar las palomitas desde ahora.

(Publicado en la edición de marzo de 2010 de la Revista de la Universidad de México).