La obligación del canto
Ricardo Yáñez
Piso de tierra
(Taller Editorial La Casa del Mago, 2009)
Publicado en La Jornada Semanal.
Cuando uno revisa buena parte de las pocas novedades poéticas que aparecen en las librerías mexicanas, se encuentra con una constante: la notable tendencia al prosaísmo en sus variadas acepciones: falta de armonía o entonación, llaneza excesiva, insulsez, trivialidad, vulgaridad. Pareciera que algunos poetas, sobre todo los más bisoños, quisieran ser cualquier otra cosa (cuentistas, novelistas o ensayistas) en lugar de poetas, como si el amplio territorio poético les fuera insuficiente para sus desaforadas aspiraciones y fantasías.
Está bien: el trabajo poético tiene que ser un campo de exploración, de búsqueda, de ampliación y ruptura de sus propios límites. Sin embargo, muchos poetas parecen estar olvidando lo esencial: la poesía —antes que idea, forma o imagen— es, sobre todo, canto. Si la poesía pierde su vocación para cantar se está convirtiendo en otra cosa, y deja de ser poesía. Y no se trata únicamente del dominio de los consabidos elementos de composición (rima, métrica, ritmo, figuras retóricas) sino, fundamentalmente, en la integración del componente musical, en el que incluso juegan un papel fundamental las pausas y los silencios. “¡La música ante todo, siempre música!” fue el dictum de Verlaine que parece haber pasado al olvido.
Por ello, entre tanta estridencia, resulta refrescante la lectura de Piso de tierra, de Ricardo Yánez (Guadalajara, Jalisco, 1948), con el que precisamente devuelve a sus raíces, a sus orígenes, el ejercicio poético, a través de versos que destacan por su musicalidad, por el logrado esfuerzo de conjugar forma y fondo, idea y música, oído y corazón.
En una de sus cotidianas Isocronías en este diario, Yáñez se pregunta y nos pregunta: “¿Es posible ensordecer a la poesía aun dedicándose (y aquí intentamos rebasar lo escrito) a la poesía?” A lo largo de su ya copiosa producción (Divertimiento, Escritura sumaria, Lo que digo, Dejar de ser, Antes del habla, Si la llama, Estrella oída, Novedad en la sombra, Puntuación y Vado) y en sus reflexiones sobre el quehacer poético, Yáñez ha logrado devolverle el oído a la poesía, y en esta obra lo hace una vez más, con versos sencillos, a veces apacibles y otras apasionados, con alegría por el vivir y melancolía por lo pretérito, con asombro —incluso ingenuo, pero no por ello menos sabio— por las cosas cotidianas del mundo y la naturaleza.
Son 74 poemas ilustrados con viñetas de Carlos Pellicer que, de la mano del epígrafe de Nikos Kazantzakis, nos recuerdan que hay que cantar para no perder nuestro camino “al otro mundo”, aquel al que tenemos acceso a través de la poesía; como el “Soplo”, que inaugura la colección: “El que no sepa cantar / no por eso ha de callar, / cante. / Cante y aprenda / de quienes saben. / Y de su propia naturaleza”.
Si para Antonio Machado la poesía es “palabra en el tiempo”, resulta lógico que su vehículo sea la música, que es el arte temporal por excelencia. La paradoja es que la poesía ha dejado de cantarse y se ha constreñido al papel, al texto, que es fundamentalmente palabra escrita. Al ser palabra en el tiempo, la poesía trasciende las edades a través de la memoria. Cada vez que la poesía canta, se recuerda, se revive, se trae al presente, el instante que el poeta pudo atrapar en la música de las palabras. Ésa es la causa y no otra de las diferentes formas poéticas, recursos nemotécnicos para que la palabra logre transitar de generación en generación.
No obstante, con la masificación del acceso al signo escrito, el combate entre el clasicismo y la vanguardia depravó la razón de ser de la poesía, convirtiéndola en juego erudito de salón —la forma por la forma—, por lo que, en el camino, el arte poético terminó extraviando la música.
Por ello se hace cada vez más urgente devolverle el canto a la poesía, y para lograrlo Ricardo Yáñez —tallerista y crítico, Premio Jalisco de Letras 2007— echa mano de un variado repertorio de recursos y herramientas, de las formas libres y de la composición clásica, en las que predominan las coplas y las décimas.
Sin embargo, no se malinterprete: no se trata de regresar a la declamación o a la engolada oratoria, sino todo lo contrario: de devolverle a la poesía la naturalidad y originalidad, en sus acepciones precisas. Lo natural como lo que le pertenece a cada cosa, lo que se opone a lo artificial y rebuscado. Exactamente como un “piso de tierra” que nos permite mantener el contacto directo con lo esencial, con la raíz del hombre, y cantar lo simple y lo complejo, lo efímero y lo eterno, como lo advierte Yánez en uno de los poemas incluidos: “Todo pasa y todo queda / pero lo nuestro es pasar / por el amor que es placer / pero también es pesar”.
1 Comments:
Excelente!!!! lo antojas!
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