La generación inexistente
por Jaime Mesa
Tomado del suplemento Laberinto de Milenio Diario
Este ensayo discurre acerca de los escritores mexicanos nacidos en los setenta, sobre los problemas que enfrentan y la ausencia de una obra que los legitime y les permita solventar una disyuntiva: construir el Gran Tema o escribir una obra honesta en solitario.
“Escribimos solos pero no aislados”. José Emilio Pacheco |
A Nosotros (y este nosotros es virtual; es un nosotros que sólo involucra el yo; a mí que ahora escribo), los nacidos en los setenta, nos tocó vivir como escritores el inicio del siglo XXI. Y ante nosotros tenemos una serie de preocupaciones (literarias y sociales) que son a la vez alientos:
1). La impostergable desaparición (una desaparición parcial, claro está) del libro como lo conocemos ahora. 2). El nacimiento en medio de una edad oscura donde la literatura mexicana no es otra cosa que una aparente repetición de intentos fallidos y donde no existe, ni siquiera, una nueva La región más transparente (en el entendido de que ésta es una primera novela y que su autor tenía 30 años y que apareció en 1958) que, acaso, alguien cerca del 2050 podrá repetir. 3). Además de la inquietante conciencia de ser antecedidos por una generación postboom, la de los sesenta que acuñó para explicar su presencia términos —o estrategias editoriales cuyos aportes estéticos son nulos— como McOndo, Crack, y Generación Fría que luego devino en Generación de los Enterradores. 4). También, como enigma (¿inútil? o ¿necesario?), la encrucijada de cien aristas que representa la noción de que actualmente (los ríos temáticos que corren en sentido inverso al gran mar que significó el Tema de la Revolución se están secando) no hay Tema Mexicano. 5). Y de la mano del anterior punto, la incertidumbre de la utilidad de encontrar o buscar el Tema Mexicano, a riesgo de que se confunda con un nuevo nacionalismo.
Tres, o más, podrían ser las posturas ante la catarata de propuestas de lo que los “jóvenes escritores” están haciendo o se vislumbra que harán. Las más representativas, quizá, son dos. La de los escritores que tratan de descubrir cuál es el siguiente Gran Tema (mexicano o no). Y la de los escritores que están en busca de una “obra honesta”, ramificación del individualismo que es, como dice Geney Beltrán, “la única comunidad viable para el escritor es la que él formará en torno de sus textos”.
Esta aseveración nos enfrenta con varios asuntos. ¿Estamos ante la continuación o el inicio?
Para arriesgar una sentencia que valga la entrada al juego de las predicciones (entendiendo que las otras vertientes, la del escritor solitario, casi atemporal, en busca de una obra maestra no necesita explicaciones) y para ubicar lo que en este momento pudiera tener prioridad (y en consecuencia, necesidad de estudio) diremos que estamos en el inicio del Ciclo, sentando las bases temáticas para las obras que habrán de escribirse. No es gratuito que a partir de 2000 una buena parte de las discusiones literarias o extraliterarias se han centrado en este asunto. Ni gratuito es el afán de definir generaciones, de nombrar o denostar grupos, de explicar tipos de literaturas, de hacer antologías, o revisiones de lo que se ha hecho, de sus logros, y de toda clase de arriesgados planteamientos que denotan una natural incertidumbre.
En 2005 Christopher Domínguez (1962) nos dice en qué momento no estamos: “La literatura latinoamericana tuvo su esplendor durante la segunda mitad del siglo veinte”. Luego advierte que por el momento no aparecerán obras como las de los grandes maestros latinoamericanos, y remata diciendo “ninguna cultura tiene por qué librarse de los placeres del estancamiento o de la decadencia”. A manera de cierre de década, quizá, a finales de 2007 Domínguez lanza su controvertido Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005) donde sólo menciona a tres autores de los setenta. La generación aún no se ha ganado el derecho más que a ser nombrada como “nueva literatura”.
En busca del tema
El tan criticado ensayo de José Joaquín Blanco (1951) publicado en Nexos a raíz de su lista de “Las mejores novelas mexicanas”, sin embargo, arriesga un par de pistas interesantes. Menciona que luego del tema de la Revolución no hay más que “temas supletorios como la modernidad, y luego la ‘postmodernidad’; el urbanismo, el feminismo, la marginalidad, la crisis, el Crack, el destierro, la frontera, la emigración a Estados Unidos”. Es decir, que sin Revolución no somos más que la misma literatura que se puede encontrar en otros países del tercer mundo. Al respecto, Geney Beltrán dice: “México fue en último término la novela más exitosa y fallida de la literatura y la cultura de casi un siglo”.
Podría notarse que el asunto peculiar es que la tarea para definir el nuevo Gran Tema Mexicano tiene, en principio, que esforzarse en desenraizar el término de sus connotaciones nacionalistas, revolucionarias o folclóricas. El tema es la construcción del No Tema Mexicano. Es decir, la falta o incapacidad para definir cabalmente la identidad que los nacidos en los setenta tenemos frente al mundo global. Lo que se llama tradición, en nosotros no es más que un espejo quebrado en el que ya no conseguimos vernos reflejados.
La búsqueda del Tema Mexicano no es una búsqueda en México, se sale de las fronteras. El nacionalismo ha provocado la repulsión a esbozar un Gran Tema Mexicano. Simplemente es imposible en este país, en este tiempo. Ya no existe lo nacional que en el pasado unificaba. Ahora existe lo global. Si vemos, o arriesgamos los Grandes Temas Globales del Siglo XXI podríamos mencionar la Migración, los Contrastes, la Guerra (¿Estados Unidos podría ser el símbolo?) y el Problema de la Identidad.
Esta imposibilidad, esta aparente pérdida de interés entre Nosotros, esta aparente inutilidad de devanarnos los sesos pensando en este reduccionismo que ubica una literatura en un marco geográfico, la necedad de hablar de una parte de la población mundial inmersa en un cierto tiempo, es el Gran Tema Mexicano. La ausencia de Tema es el Gran Tema Mexicano. Y aquí va lo difícil. Debido a la globalización, a la estandarización del conocimiento, al somos ciudadanos del mundo, la búsqueda, preocupación y escritura del Gran Tema Mexicano es absurda por sí misma, vista como piedra aislada en el ciclo de este país o de la Literatura Mexicana. Sin embargo, entendiendo el tiempo que nos tocó vivir, el inicio de siglo, la decadencia, el estancamiento, podemos suponerlo como un escalón necesario para que se escriba, lo de veras importante, que podría ser la novela del Gran Tema Latinoamericano, o la novela del Gran Tema Global. Y esto, muy a pesar de Nosotros, sucederá muchas décadas hacia adelante.
¿En este sentido el Gran Tema Mexicano debe ser o podría ser per se el Gran Tema Latinoamericano?
No. El Gran Tema Mexicano (la ausencia, el gran espacio en blanco, la nulidad de tema, la nulidad de identidad, la necesidad de explicarme al mexicano que soy ahora, la ausencia de guerras, de represión, de terrorismo, la imposibilidad de mencionar a personajes mexicanos recientes, de la cosa nacional, la contradicción de que nuestra novela mexicana no tiene o no puede hablar de México, el problema estético de que no podemos decir “Carlos Salinas de Gortari” o “chalupa” en una novela, la ausencia, otra vez, la imposibilidad de escribirlo en nuestras novelas) es un escalón necesario para que se escriba la Gran Novela Latinoamericana o la Gran Novela Global. Y de ahí la disyuntiva.
La escritura, como forma, conseguida
Como era necesario a finales del siglo XX, por el momento (porque se supone que ya se logró) ya no hacen falta los recordatorios de que la mayoría de nosotros tenemos un estilo más o menos decente ni que podemos generar atmósferas envolventes ni que usamos el lenguaje de una manera viva y dinámica. Escribimos bien, pero sin una sustancia adecuada para que los lectores se interesen. Nuestros escritores tienen técnica pero no demonio interno.
Los autores que opten por la búsqueda del Nuevo Tema Mexicano se encontrarán con la dificultad, imposibilidad o virtud (según se le quiera ver artísticamente) de que hoy en día no existe un solo México o dos, como en tiempos del Tema de la Revolución, sino diez o quizá más.
Podríamos entendernos si fijamos la búsqueda del Nuevo Gran Tema Mexicano como piedra angular para “producir una obra maestra”, función genuina del escritor según Cyril Connolly (1903).
La sustancia de esta propuesta inútil es que al acto de escribir una obra maestra contando lo humano “a secas” se le agregaría el plus del Tema Mexicano. ¿Por qué? Y, cuidado en esto, no se busca un nacionalismo ramplón del que estamos más que dudosos, sino contar lo más cercano a nosotros los que vivimos en este país: seres humanos que deambulan en un marco geográfico y un tiempo determinados.
Oscurantismo de principios de siglo
Las novelas que en México aparecieron y aparecerán del año 2000 al 2010 (la década inicial) son un amasijo multitemático que aparentemente no tiene cohesión. En este lapso, los escritores de Primera Novela, de Segunda y Tercera dan pasos atrabancados, unos, y cuidadosos, otros, sin que ninguno, lógicamente, haya conseguido Obra. Podríamos aventurar que existen unos 80 (¿quizá 100?, hay que ponerse al día revisando los índices de las antologías) escritores nacidos en los setenta publicando en editoriales comerciales, ganando premios nacionales y apareciendo en revistas y suplementos que circulan en todo el país. Ése, según la nueva moda, es el relevo, los que quitarán a los nacidos en los sesenta (el engañoso peor enemigo de esta generación incipiente) de en medio.
Esta nueva carrera editorial es curiosa, como todas las otras que han existido en el pasado. La de hoy está formada por una generación que, en apariencia, no tiene nada con que romper. Y esto, quizá, es su punto más importante. Para Nosotros, los escritores de los setenta, el Boom latinoamericano no es un peso sobre nuestros hombros, como lo era para Alberto Fuguet (1964) y Sergio Gómez (1962) cuando lanzaron su antología McOndo en 1996. O como lo era para el Crack.
Porque el asunto más importante a resolver que tuvo la generación anterior, la de los sesenta, fue el Boom, y los grandes maestros latinoamericanos. A estas alturas del nuevo siglo, movimientos como el Crack comienzan a entenderse como necesarios y poco a poco se despojan del aire de juego, de “broma literaria”, de truco publicitario con el que nacieron.
Entonces, podría decirse que el Crack o McOndo eran un grito de auxilio ante la asfixia entendible de tener que convivir aún con los grandes maestros. De ahí el rechazo al Tema Latinoamericano, de ahí la salida a contar historias en el extranjero, usando ese engañoso cosmopolitismo renovado (“la tradición central de la literatura mexicana es una tradición cosmopolita”, diría Christopher Domínguez), de ahí, tristemente, que hasta ahora no exista entre los escritores un desafío, no con manifiestos, sino con literatura, a La región más transparente, por usar el tópico del joven que usa los temas, los renueva, propone, transgrede y acierta.
Los nacidos en los sesenta combatieron con fantasmas de carne y hueso a favor del desarrollo de una segunda literatura mexicana, cosa inasible que quizá algún día consigan los nacidos en los ochenta o los noventa, alguien que en el 2030 tenga 30 años. ¡Qué lujo tener en el 2025 veinticinco años, haber leído las necedades de los “viejitos” de inicios de siglo (que seremos Nosotros, los de los setenta), y aún tener 25 años para escribir la Gran Novela Mexicana!
¿Sería una muestra de humildad necesaria imaginar que en estos momentos está naciendo una persona más inteligente y más sensible que nosotros y que, cuando haga la recopilación necesaria de lo que se publicó en la primera década del 2000, mencione nuestras novelas?
Nuestro mejor aliciente es el inicio de siglo. Y esto incluye estar conscientes de la ausencia del Tema Mexicano o los Temas Mexicanos, saber que el cine, las series de televisión y el embrionario internet son, hoy, formas más eficaces de contar una historia. Nuestros nuevos enemigos son ésos (no los autores del Boom; tampoco, por supuesto, los nacidos en los sesenta), son la tala de árboles, el libro como artículo de lujo, las librerías como tumbas con montones de títulos de los cuales la mayoría estaremos arrepentidos de haber comprado; incluso, las casas editoriales como fortalezas inexpulgables que dejan de publicar a mil autores nuevos por los 80 que están publicando; los editores y dictaminadores que lidian con columnas interminables de manuscritos no solicitados de autores que tras varios intentos de publicación se vuelven más viejos y han encontrado en internet (en los blogs e incluso en los ofrecimientos de “publique usted su libro”) el sitio ideal para la exclusión de ese sitio al que sólo unos privilegiados pueden llegar. Actualmente, si un joven de los setenta vende mil libros en un año (de ediciones de 2 mil) publicado por una editorial de prestigio, se asombrará por las 3 mil entradas al mes que puede tener un blog de alguien anónimo pero eficaz en contar sus problemas personales.
Sin embargo, Nosotros (y recuérdese que ese nosotros es virtual), los escritores de la primera década del siglo XXI, aún queremos ver nuestros libros publicados en papel. Aún confiamos en ese objeto que fue el primer soporte de los Grandes Maestros de todos los tiempos.
¿Seremos los últimos que publiquen en papel? ¿Seremos los últimos cuyas primeras novelas se publiquen en ediciones de 2 mil ejemplares, se exhiban en las librerías, sean tomadas de los anaqueles por manos que las acaricien, que huelan el papel y la tinta, y que decidan comprarlo o no, a diferencia de las nuevas tecnologías, ya existentes, que han cambiado los abominables stocks de libros por catálogos digitales, cuyos usuarios revisan, y de los cuales eligen el libro buscado y lo mandan a imprimir ahí mismo?
Somos la generación que escribe bajo esta conciencia. Somos escritores que aún activamente practicamos “el viejo oficio”, lectores de historias de los procesos de los maestros, y autores que aún imaginamos nuestros libros publicados y exhibidos en librerías.
Los escritores, digamos, de los ochenta, aprendieron a escribir a caballo entre la publicación en papel y on line. Con la conciencia de que el mismo archivo de la computadora sirve para ambos estados de su obra. Nosotros no. Somos, pensando románticamente, el último eslabón de la historia del libro conocido como tal que se embonará sin dificultades con el próximo eslabón donde lo virtual sea moneda corriente.
Los escritores que nacimos en los setenta no peleamos contra nadie. No tenemos monstruos persiguiéndonos y eso hace que nos sumerjamos de lleno en nosotros mismos. ¿Entonces, sólo peleamos contra nosotros mismos?
Eso también le da uno nuevo enfoque al “Otro” de nuestra generación que no es nuestro enemigo sino nuestro contrincante. La mayoría de nosotros, los nacidos en los setenta, se conoce, personalmente, o por sus libros; o mejor aún, a través del internet. Miramos sobre nuestro hombro, sí, pero sólo para mantener las apariencias de que cualquiera de nosotros puede conseguirlo algún día.
El desierto en el que se encuentra la literatura mexicana actual necesita muchos grandes escritores. Lo importante, en este momento histórico, es que veinte lleguen a la meta. No hay nada que sirva de cimiento a nuestras obras. Es la temporada del cimiento no de la cúspide.
Pero además, soberbios que somos, jugamos un doble juego. Enterados o no de que somos los antecedentes para la construcción de la literatura, tenemos una conciencia de que somos capaces de escribir una de esas obras fundamentales. Esa engañosa certeza nos la da la falta de culpas, de batallas (necesarias pero infructuosas literariamente), de amargas victorias y derrotas de los escritores de la generación anterior. Somos, de cierta forma, libres. Somos, de cierta forma, “hermosos y malditos”. Somos los que un buen día podemos declarar que los nacidos en los sesenta no valen la pena y que nos bastamos nosotros mismos (aunque no sea del todo cierto, aunque sea una equivocación). Somos los que hablamos por Messenger a través del país entre nosotros y los que seguimos confiando en nuestra juventud, en nuestra percepción de habitantes del nuevo siglo de que lo podemos leer todo al mismo tiempo de que se publica en donde sea. Somos los primeros de los cuales se ha dicho que su literatura, sus temas, podrían haber sido escritos igual por un ucraniano que un senegalés que un mexicano que un francés. Nos han dicho, por eso, escritores de traducción Anagrama.
¿Alguien habrá notado ya que estamos ensayando seriamente nuestras primeras obras en la primera década del 2000? Me refiero a que, aunque autores de otras generaciones lo están haciendo también, ellos asisten a la primera década con el cansancio de la lucha del siglo pasado, luego de haber publicado sus primeras obras a finales del siglo XX, con varias obras maestras de los de antes sobre ellos, y con el balance negativo de no haber, a pesar de tanto grito, de tanto manifiesto, de tantas páginas escritas, desmoronado ni un poco el pasado. Son los guerreros con heridas de guerra, con lanzas de Realismo Mágico atravesándolos, con balas de carabinas 30-30 aun quemándoles el espinazo. Y en esas figuras, en esas derrotas, en esos cuerpos aparentemente sin gracia para nosotros, se encuentra el frente de guerra al que hemos venido no a reemplazar sino a reforzar. De ellos, no de otros, es de quienes realmente debemos aprender. Porque, además, hay una virtud en la mayoría de ellos, una virtud que nuestra juventud aún ahoga: la generosidad. Porque, paradójicamente, los nacidos en los sesenta, con sus espadas quebradas y sus trofeos de guerra no nos ven como enemigos. A diferencia de nosotros, aún tuvieron como maestros de carne y hueso a los escritores que han construido lo que tenemos por literatura. Conocieron a los maestros y no les temen, por eso, a los iracundos y deschavetados aprendices. Ellos vivieron aún bajo la estela del paso enormísimo, que aún levantaba polvareda, de los elefantes ancestrales.
Y quizá alguien de la generación de los sesenta publique en 2010 o 2020 la Primera Gran Novela Mexicana del siglo XXI mientras nuestra natural soberbia y nuestro apuro por remendar la cartografía de temas esté en su apogeo.
Nuestra ventaja, sobre los nacidos en los sesenta, es que el tiempo hará lo que los intentos de manifiesto o intentos literarios no pudieron: los Grandes Maestros Latinoamericanos vivos han pasado de los 70 años, ya escribieron sus mejores libros y esa aura de magnificencia, aunque brilla sin igual hoy en día, no nos deslumbra; aunque tenemos tatuada su importancia. Arriesgo una línea a ser pensada: ¿qué pasará con la novela de un joven que sea publicada el mismo año que uno de estos grandes muera? ¿Logrará sortear los homenajes, las reediciones conmemorativas, las ventas masivas de los nuevos lectores?
La generación de los setenta es egoísta. Estamos ocupados pensando en nuestros temas individuales, renegamos, sin el mayor asomo de ofuscación, de aliarnos como generación porque, en la mayoría de los casos no tenemos una conciencia social fuerte, o sí, pero siempre resulta algo superficial, dicho en entrevistas más bien porque “debe decirse” o porque pensamos que por ahí está en Gran Tema.
Escribimos de México, a pesar de México, o sin México indistintamente. Y entre tantas lecciones que aún no certificamos está esa; y se podría leer así: ante la imposibilidad de hablar de México escribamos de otros lados. Pero, entiéndase, esa imposibilidad nace del deseo impostergable de hacerlo.
Nada nos distingue
No es tiempo de recolectar y hacer estudios de los temas de la generación de los setenta. Son tan variados como nosotros mismos. Tampoco sirve un top ten.
Estamos escribiendo, eso sí. Y publicando. Nuestras novelas iniciales se editan y aparecieron o aparecerán durante estos primeros diez años. Queremos pelear con los más viejos; aun siendo escritores en ciernes no hemos vuelto la mirada —porque no nos preocupa— ante el hecho de que los autores nacidos en los ochenta comienzan a publicar más, usamos internet como otros el correo; sabemos todo lo que hay que saber debido a la información que se desparrama por doquier; cumplimos ya los treinta años pero aún no llegamos a los 40; y aún no sabemos a quién de nosotros, nuestros compañeros de trinchera, le tocará escribir una gran novela, de esas que los jóvenes en 100 años renegarán y acusarán de que los aplastan. Pero sobre todas las cosas, sobre todas las razones individuales, se puede decir que el Nosotros al hablar de los nacidos en los setenta no existe, y en consecuencia, por fortuna, escribimos por razones muy particulares y no para ver si destacamos del rebaño; ni nos importa escribir ensayos que hablen sobre nuestra generación ni despreciamos ni queremos superar a los que nos hicieron adorar este camino; porque sólo queremos escribir historias “honestas”. Porque ese Nosotros es virtual. Ese nosotros soy yo; es quien esto escribe. Y para quienes ésta es una carrera de 100 metros, para otros les basta recorrer el camino con sus propios demonios. El Nosotros, en la generación de los setenta, es un Yo solitario.
¿Estamos deslumbrados con la angustiosa o alentadora realidad de que somos los primeros escritores de este siglo y que a nosotros, con nuestras incertidumbres, incongruencias y soberbia, nos toca inaugurarlo?
Recuadro:
21 autores para el siglo XXI
Presentamos un grupo de autores de “La Generación Inexistente”, que a nuestro parecer están en el proceso de construcción de una obra. Son los autores que han recibido, de una u otra forma, atención y reconocimiento de escritores de las generaciones anteriores, publican en editoriales comerciales en la primera década del siglo XXI y han salido más allá de los círculos locales. Cada uno tiene una búsqueda radicalmente distinta, pero motivada por el deseo de hacer literatura. La lista es una guía de lectura, pero también un juego de azar ante la pregunta: ¿estará entre ellos el autor que se inscriba sólidamente en la tradición de la literatura mexicana?
• Juan José Rodríguez (Mazatlán, Sinaloa, 1970) El gran invento del siglo XX, Joaquín Mortiz, 1998.
• Julieta García González (Ciudad de México, 1970) Vapor, Joaquín Mortiz, 2004.
• David Miklos (San Antonio, Texas, 1970) La piel muerta, Tusquets Editores, 2005.
• Martín Solares (Tampico, Tamaulipas, 1970) Los minutos negros, Random House-Mondadori, 2006.
• Alberto Chimal (Toluca, Estado de México, 1970) Grey, ERA, 2006.
• Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) El Clan de los Insomnes, Tusquets Editores, 2004.
• Ernesto Murguía (Ciudad de México, 1972) Un dios para sí mismo, Joaquín Mortiz, 2005
• Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972) Belleza roja. Fondo de Cultura Económica, 2006.
• Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)El huésped, Anagrama, 2006.
• Jesús Ramírez-Bermúdez (Ciudad de México, 1973) Paramnesia, Sudamericana /Random House-Mondadori, 2006.
• Heriberto Yépez (Tijuana, 1974) A.B.U.R.T.O, Sudamericana, 2005
• Luis Felipe Lomelí (Guadalajara, 1975) Ella sigue de viaje, Tusquets Editores, 2005.
• Federico Vite (Hidalgo-Guerrero, 1975) Fisuras del Continente Literario, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2006.
• Eduardo Montagner (Puebla, 1975) Toda esa gran verdad, Alfaguara, 2006.
• Geney Beltrán (Culiacán, Sinaloa, 1976) El hacha puesta en la raíz. Ensayistas mexicanos para el siglo XXI, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2006 (antología realizada junto a Verónica Murguía).
• Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976) Recursos Humanos, Anagrama, 2007.
• Tryno Maldonado (Zacatecas, 1977) Viena roja, Joaquín Mortiz, 2005.
• Mariño González (Guadalajara, 1977) Vietnam, Guadalajara, Arlequín-UdeG-Conaculta (Fonca), 2005.
• Rafael Lemus (Ciudad de México, 1977) Informe, Tusquets Editores, 2008.
• Jaime Mesa (Puebla, 1977) Rabia, Alfaguara, 2008.
• Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) Arrastrar esa sombra, Sexto Piso, 2008.