Ariadna en el Laberinto
1953 . Óleo sobre tela
...papá me acaricia los cabellos, no fue nada, todo se va a poner bien, la primera vez que me revolcó una vaquilla, allá, en el cortijo de la familia, a las afueras de Madrid, antes de tumbarme, me hizo dar una vuelta completa por los aires, todos se asustaron pero yo me levanté como si nada, sacudiéndome la tierra, como para demostrar que eso era lo mío y que ni los golpes ni las cornadas ni las burlas me iban a hacer cambiar de opinión, cómo no me iba a gustar el toreo si desde chiquilla todo lo que veía, oía, olía y tocaba eran toros, toros y más toros, mi abuelo, ganadero, y mi padre, novillero que nunca pudo tomar la alternativa porque una fractura en la pierna que nunca soldó bien se cruzó en su camino, la cara angustiada de mamá cuando vio a mi padre volar por los aires, justo igual que yo, y el olor de la sangre mezclada con la arena, el sudor en la frente y el rictus de dolor combinado con una sonrisa de satisfacción, como si hubiera estado esperando esa cornada toda la vida, como si el toreo fuera una eterna prórroga de ese momento, en que el hombre y la bestia se unen para convertirse por un sólo instante en un ser mitológico, estaba tan obsesionada con todo eso del Minotauro y la mitología griega que exigía que me llamaran Ariadna en vez de mi verdadero nombre, Ariadna en el laberinto, deseando ser salvada por Teseo, señalando el camino de regreso con su madeja de hilo, pero al mismo tiempo deseando ser devorada por el Minotauro, cuál era el nombre del Minotauro, una vez lo leí pero no me acuerdo, ah, sí, Asterio se llamaba, me acuerdo también de un cuadro de Leonora Carrington donde unos niños están viendo a la hija del Minotauro, yo quería ser la hija del Minotauro, me sentía la hija del Minotauro cuando empezaba a torear, hasta que bien pronto los golpes me hicieron darme cuenta de que iba ser un poco más difícil, las horas que pasaba después de las corridas escuchando discutir a papá y al abuelo sobre tal o cual corrida memorable de hace no sé cuántos años de El Cordobés, de Dominguín o de Manolete, que si los mejores toros eran los vazqueños o los de vistahermosa, leyendo y coleccionando las crónicas de los periódicos, me quedaba embebida admirando los ternos, sintiendo la textura del oro bordado sobre la seda, la plata y el azabache, antes de que los toreros, los amigos de papá y del abuelo, se los pusieran, asistir al pesaje de los toros y a la misa, siempre me gustó verlos salir al ruedo, al compás de los pasodobles, hacer el paseíllo con su cuadrilla, la forma en que el toro demostraba la bravura y el trapío y los primeros lances con que lo recibía el diestro, cómo lo invitaba y lo retaba con el capote, entrar al quite de los picadores y los banderilleros, el garbo y la galanura con que brindaba el toro a tal o cual persona distinguida, acomodar la muleta y prepararse para la estocada, cierro los ojos y las caras de los toreros después de una buena actuación con la espada, que decía el abuelo que representaba la mitad de la corrida, los rostros tensos y después liberados de una energía casi sexual, el pene erecto bajo la taleguilla, de eso siempre me di cuenta pero nunca lo comenté con nadie, pues en todo me fijaba y de todo tomaba nota, de todas las suertes y sus combinaciones, en poco tiempo me volví insoportable, porque sólo hablaba de verónicas, cambiadas, lances, chicuelinas, revoleras, serpentinas, hasta que mis amiguitas se aburrieron y me fui quedando sola, con papá como único amigo, compañero y confidente, alentándome la afición, tenía muñecas, cómo no, que me regalaba mamá, pero todas vestidas de sevillanas, al principio papá lo veía como un simple juego, y le servía de consuelo para compensar su frustrada vocación y el hecho de que Dios no lo hubiera bendecido con un hijo varón, era un juego hasta que al abuelo se le ocurrió comentar en el cortijo que yo le daba muy bien a la muletilla y que ya empezaba a lidiar vaquillas y que si no le creían en ese momento traían una y me lanzaba al ruedo, yo siempre había practicado sola, es un decir, con papá, el abuelo y los primos, nunca ante un público tan numeroso, pero cómo esa nena tan linda, rubita y llena de pecas se metía en esas cosas tan feas de hombres, alcancé a escuchar que decía una vieja gorda, pues sí, eran de hombres, pero no eran feas, a mí me gustaban mucho y les iba a demostrar que sí podía, salté al ruedo y entonces vi venir a la vaquilla más grande que hubiera visto en mi vida, o por lo menos así me pareció, me quedé petrificada, y desde luego que me ha dado un tope que me lanzó por los aires, pero me levanté y saqué la casta, como le gustaba decir al abuelo, le di una tanda de mis mejores pases, hasta que todos empezaron a aplaudir y un señor le dijo al abuelo, oiga, don Antonio, y no ha pensado que la niña podría hacer carrera en la fiesta brava, sería un trancazo, que no, tan bonita y con tantas cualidades, la gente se daría de bofetadas para conseguir billetes a las corridas de este ángel del Señor, mamá miró con unos ojos al abuelo mientras me curaba el rasguño en el codo, como queriendo decirle que ni lo pensara, pero el abuelo lo empezó y lo siguió pensando, hasta que se lo propuso a papá y papá me lo propuso a mí, y yo no pude dormir en una semana, de sólo estar pensando y pensando cómo me vería partiendo plaza con un terno morado obispo, lleno de bordados dorados, las chorreras, las medias de seda rosa, con montera, amarrándome la coleta con la castañeta y no con los listones de colores que me daba mamá, escuchar los pasodobles desde el centro de la plaza y no desde el graderío, sentir el vértigo de la cercanía del toro, recorrer su sangrante pelaje con la cadera, el olor de la sangre mezclada con la arena, perfilarme con la espada y hundirla en el morrillo para sentir lo mismo que yo creía que sentían los toreros cuando mataban al toro, ver mi nombre, Ariadna, no el verdadero, anunciado en los carteles, porque yo quería ser Ariadna, la amante del toro de Minos, le dije a papá que sí y todo fue más rápido de lo que esperábamos, no sé si por las relaciones del abuelo, por mi talento o por el simple morbo de ver a una torera, como lo mismo se ve a una mujer barbada o a una encantadora de serpientes, o por todo eso junto, pero a menos de dos años de mi presentación con picadores ya había toreado más de doscientas novilladas, primero en pequeñas plazas de provincias, hasta que la voz se corrió muy rápidamente y vinieron las ofertas para plazas más grandes, aunque papá diga que el sesenta por ciento viene por morbo, el veinte son villamelones y el resto son los verdaderos aficionados, me sigue imponiendo enfrentarme a tanto público, tan exigente, y no es por los chiflidos, los piropos o los insultos, que también me han dicho, me acuerdo la crónica que escribió un señor donde decía no sé que tantas florituras sobre mis pechos, si con el terno no se me ven nada, y mis caderas y mis piernas, y que parecía más una bailaora que había cambiado el tablao por el ruedo, por cosas como esas sentía la responsabilidad de demostrar que no por ser mujer quería que me tuvieran mayores consideraciones que a los hombres, la bestia no distingue si quien lo torea es hombre o mujer, aunque últimamente ya lo empecé a dudar, porque entre más toreo más voy conociendo a los animales y con los ojos nos lo decimos todo, nada más con ver al toro a los ojos sé si va a hacer una buena faena o no, si se va a dejar someter o no, si me va a lastimar o no, cuando se lo platiqué esto a mamá, me dijo que es igual con los hombres, que con los ojos te piden clemencia pero en el fondo se están preparando para darte la embestida, eso fue lo que se olvidé ahora, con este desgraciado mulato listón, que de Caramelo sólo tenía el nombre, yo sé que no va a pasar nada, como dice papá mientras me acaricia el cabello y el doctor sutura la herida en el muslo y yo siento muchas ganas de dormir y de perderme en el laberinto, como Ariadna, esperando que venga a rescatarme mi Teseo…
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