por Guillermo Vega ZaragozaEn la novela
Grandes emociones y pensamientos imperfectos (1988), del brasileño Rubem Fonseca, el protagonista es un director de cine obsesionado con filmar una película basada en los cuentos de Isaak Babel, fundamentalmente los incluidos en
Caballería roja, uno de los dos libros que escribió el autor ruso (el otro se titula
Cuentos de Odessa).
La trama novelesca plantea la supuesta existencia de una novela inédita de Babel, la única que pudiera haber escrito, y que fue robada de los archivos soviéticos. Los ladrones se ponen en contacto con él, pues es el comprador ideal, dada su obsesión por este escritor judío nacido en Odessa, Ucrania, el 13 de julio de 1894 (es decir, que se acaban de cumplir 116 años de su natalicio).
Evidentemente, al final, la mentada novela inédita resulta un chasco, pero eso es lo de menos, pues Fonseca nos logra transmitir la pasión del personaje (que es la misma del autor) por la prosa de Babel. Si alguien no ha tenido la suerte de haber leído su breve obra con anterioridad a la novela del brasileño, seguramente quedará intrigado por ella y tendrá que salir a buscarla y leerla, pero si lo hizo ya entenderá de inmediato el motivo del entusiasmo que mueve al cineasta a hacer hasta lo imposible con tal de leer algo escrito por este extraordinario escritor judío.
En febrero de 1938, meses antes de que Babel fuera arrestado por la policía soviética y llevado a Siberia donde nunca más se supo de él, Jorge Luis Borges le dedicó un breve comentario (que después se rescataría en
Textos cautivos). “Homo unius libri”, le llama el argentino, por su libro impar
Caballería roja: “La música de su estilo contrasta con la casi inefable brutalidad de ciertas escenas. Uno de los relatos — encontraron fuerte resistencia en Odessa y especialmente en el barrio donde nació Babel, donde los vecinos judíos organizaban grupos de choque para enfrentar los ataques de los gentiles.
Ahí, el joven y dotado Isaak encontró la materia primera para sus primeros relatos. A pesar de la discriminación sufrida desde siempre por su origen judío, Babel logró estudiar, aprendió a apreciar la literatura y se aficionó a la obra de Gustave Flaubert, Rabelais y, sobre todo, Guy de Maupassant, a quien idolatraba y consideraba su maestro. De hecho, uno de sus últimos y más célebres cuentos lleva como título el nombre del autor de
Bola de sebo, y en el cual narra la experiencia de un joven y pobre aspirante a escritor, quien tiene un amorío con la bella y provocativa esposa de un burgués, a quien le está ayudando a traducir al ruso los 29 volúmenes de la obra de Maupassant. El cuento, además de un homenaje al maestro y una reflexión sobre su propio destino, es una verdadera clase de estilo literario. Luego de pasar la noche en vela corrigiendo las traducciones de la mujer, el personaje reflexiona: “Una frase nace buena y mala simultáneamente. El secreto radica en un giro apenas perceptible. La manivela debe permanecer en la mano y calentarse. Hay que darle vuelta una sola vez, no dos”. Al día siguiente, lee las correcciones a la mujer, quien lo admira arrobada y le pregunta cómo lo ha hecho: “Entonces le hablé del estilo, del ejército de las palabras, del ejército en que se manejan toda clase de armas. No hay hierro que pueda penetrar de forma tan fulminante en el corazón humano como un punto colocado a tiempo” (el subrayado es mío).
En su documentado prólogo a
Caballería roja y
Cuentos de Odessa (Porrúa, 1992), Ilán Stavans nos cuenta que Babel llegó a la recién rebautizada Petrogrado, a los 22 años, en 1916, para comenzar su carrera como escritor. Fue admitido en la Escuela de Derecho y “tuvo un golpe de suerte del tamaño de su destino”: conoció a Máximo Gorki, el primer gran escritor ruso en emerger de las filas del proletariado, quien en ese entonces dirigía la revista
Létopis (
Crónica). Gorki reconoce el talento de Babel y lo acoge como uno de sus protegidos, además de convertirse en su amigo. Le publica dos cuentos, uno de los cuales, “Mamá, Rimma y Ala”, mete a Isaak en problemas legales al ser acusado de promotor de pornografía y de incitar al odio de clases. El gobierno zarista lo tenía ya en la mira, pero lo salvó el estallido de la revolución bolchevique.
Los años que median entre 1917 y 1923 serían considerados por Babel como la semilla de su carrera literaria, donde obtuvo fortaleza, visión y certidumbre. Para empezar, Gorki le aseguró que el camino del escritor está lleno de espinas: “Tendrás que caminar sobre ellas descalzo y mucha sangre emanará de tus pies. Pero al paso de los años la sangre brotará con más suavidad , será menos doloroso y podrás caminar con más soltura. Si das muestras de debilidad, los otros harán contigo lo que quieran: te pisarán, te ofenderán, te pondrán a dormir, y tú te eclipsarás creyendo ser un árbol que florece. Pero la batalla vale la pena porque no hay honor más entonado que el de multiplicar la belleza del cosmos”. Sin embargo, Gorki también le advirtió: “Está evidentemente claro que usted, señor mío, no sabe nada a ciencia cierta pero intuye muchas cosas… así que vaya usted por esos mundos…”
Entonces decidió alistarse e ingresó como voluntario en un regimiento de cosacos. Borges lo cuenta así: “Naturalmente, esos guerreros estruendosos e inútiles (nadie, en la historia universal, ha sido más derrotado que los cosacos) eran antisemitas. La sola idea de un judío a caballo les pareció irrisoria, y el hecho de que Babel fuera un buen jinete no hizo sino perfeccionar su desdén y su encono. Babel, mediante un par de hazañas aparatosas y bien administradas, logró que lo dejaran en paz”. Pasó un año en el frente rumano. Enfermo de malaria, regresó a Odessa pero tiempo después volvió al campo de batalla, solo que ahora como corresponsal de guerra.
De esa época debe ser el cuento al que acompañan estas notas. Originalmente apareció el 16 de julio de 1918 en el número 6 de
Era, un periódico producido por el personal del
Echo de Petersburgo y
Molva, que habían sido cerrados por los bolcheviques, destino que repitió al editarse sólo nueve números. Al parecer, Babel decidió publicar en
Era debido a la clausura de
Nóvaya zhizn (Vida nueva), publicación decididamente antileninista, dirigida por Máximo Gorki en la que había empezado a publicar sus viñetas desde 1916 bajo la rúbrica de “Mis notas”, que también aparecerían en otras tantas publicaciones de San Petersburgo. Al parecer en esa época también trabajó un breve periodo para la Cheka, el primer servicio de policía secreta (aunque su hija Natasha lo ha negado terminantemente), haciendo propaganda y trabajo de oficina. Este relato fue descubierto por Aleksandra Galushkina, quien lo reprodujo en la edición del semanario
Russkaia mysl de París, del 15-21 de febrero de 1996. Al parecer es la primera vez que publica en español y la traducción se hizo a partir de la versión en inglés realizada por G. Freidin.
Allí ya se encuentra perfilado el vigoroso estilo narrativo de Babel, así como uno de sus temas preferidos: la indolencia de la autoridad ante el sufrimiento del pueblo. Pero a pesar de ser testigo directo de los hechos, el narrador parece no tomar partido. Se dedica únicamente a registrar con trazos precisos, crudos, como la eficiencia de un cirujano o un carnicero (como se prefiera) el patético cuadro de un soldado al que sus miserables amigos y parientes despiden en la estación del tren, situación que debió haber presenciado multitud de ocasiones en su vida militar.
Luego de 1918 trabajó para el Comisariado Popular de Educación y al año siguiente regresó al frente, esta vez con el Ejército rojo. De vuelta en Odessa en 1919 se casó con Eugenia Gronfein. Como señala Stavans, “Babel, pues, fue uno de los partícipes, uno de los actores de la transformación bolchevique. En lugar de exiliarse o retraerse, estuvo en el frente de batalla y presenció el sufrimiento y la peste a la intemperie”. Entre 1920 y 1924 escribió los cuatro relatos que conforman
Cuentos de Odessa, en los que se regodea narrando las peripecias de un personaje, Benya Krik, en el ambiente de la mafia y los bajos fondos de su tierra natal.
Pero sin duda su obra de madurez es
Caballería roja. Empezó a escribir los 35 textos breves que lo conforman en 1923 y aunque más que cuentos parecen viñetas o cuadros narrativos que se pueden leer autónomamente, Babel los consideraba “capítulos” íntimamente relacionados, incluso con una secuencia específica. Esto ha hecho que muchos consideren esta obra como una novela, en lugar de un libro de relatos. Incluso en su tiempo llegaron al exceso de considerarla una especie de “versión bolchevique de
La guerra y la paz”.
La contundencia del estilo, que corta como una navaja, emparentándolo en más de un aspecto con Ernest Hemingway, y la maestría narrativa, en la que se graduó con honores en la Academia Maupassant, lo convirtieron en la celebridad literaria de la primera hora bolchevique, ávida de héroes y manifestaciones instantáneas del “hombre nuevo”. Para muchos era la personificación en carne y hueso del escritor comprometido, del artista leal al Partido y la Revolución. Era “el primer narrador verdaderamente soviético”.
Sin embargo, en cuanto arribó el terror estalinista, el estilo irónico y provocativo de Babel hizo que comenzaran los ataques. Primero fue presionado para hacerle cambios al manuscrito de
Caballería roja, a fin de adaptarlo al “realismo social que requiere la clase obrera”. Luego, se le acusó de difamar al glorioso Ejército Rojo y pervertir el legado revolucionario. Sin embargo, Babel resistía y seguía escribiendo, aunque cada vez menos, contra viento y marea, pues contaba con el apoyo incondicional de Gorki, que con todo seguía siendo una institución en el medio literario. En 1925, su mujer Eugenia lo abandonó por adúltero y huyó a París. Hasta allá fue Babel a buscarla. Sorprendentemente, lo dejaron viajar a Francia. Pudo haberse quedado allá y no regresar a la URSS, donde era atacado sin clemencia, pero decidió regresar, pues en el extranjero lo atacaba, a su vez, la nostalgia.
Las cosas se pusieron peor cuando el PCUS prohibió las organizaciones literarias en 1932. Al principio, para sobrevivir, Babel se declaró “escritor profesional”, por lo que escribiría lo que le pidieran, pero no se le daba muy bien que digamos la traición a sí mismo. Escribió un par de obras de teatro totalmente olvidables y un puñado de guiones cinematográficos infilmables. En agosto de 1934 asistió al Primer Congreso de Escritores Soviéticos en Moscú donde lanzó loas al régimen, a sus logros, al avance incontenible de la revolución proletaria, pero también se refirió a sí mismo, pues “si hablamos del silencio, no puedo dejar de hablar de mí, que soy un maestro en ese arte”. La ironía era inaguantable para la
nomenklatura. Se negaba a escribir de acuerdo con las directrices del partido, se había encerrado y negado a publicar, con lo que renunciaba a las jugosas canonjías que le hubieran dado si cesaba en su mutismo. Aguantó unos años más hasta que la estocada final la recibió con la muerte de Gorki, su padre, su maestro, pero, sobre todo, su protector. El acoso estalinista culminó con su arresto, el 15 de mayo de 1939. Nunca nadie más volvió a verle. Oficialmente se dice que murió el 17 de marzo de 1941, a los 47 años, pero no se sabe si fue por fusilamiento o a consecuencia de alguna enfermedad propia de los campos de concentración soviéticos (difteria, tifoidea, cólera). Quince años después de su arresto se dio a conocer un documento en el que se revisaba su proceso penal y en el que finalmente se le eximía de toda culpa.
Al final del mencionado cuento en honor a Maupassant, el personaje ha tenido un escarceo con la bella esposa del burgués, pero a consecuencia de las copas y la emoción, se tambalea y tira al suelo los 29 volúmenes de las obras completas del admirado cuentista francés. Avergonzado, regresa de noche a la paupérrima pensión donde habita con tros miserables escritores como él. Se dedica a leer hasta que amanece un biografía de Maupassant, escrita por Edouard de Maynial. Encerrado en un manicomio, Maupassant andaba a gatas (se había “animalizado”, como se registró en su expediente médico) y murió a los 42 años. Como si ya presintiera la inminencia de su propio destino, Isaak Babel culmina así el relato: “Leí el libro hasta el final y me levanté de la cama. La niebla se había aproximado a la ventana y tapaba el firmamento. Mi corazón se encogió. El presagio de la verdad me había rozado”.
(Una versión de este texto fue publicada, junto con el cuento de Babel que aparece a continuación, en el suplemento cultural La Jornada Semanal)*******************************************
EN LA ESTACIÓN FERROVIARIApor Isaak BabelSucedió hace dos años en una estación ferroviaria alejada de la mano de Dios, cerca de Penza.
Una pequeña multitud se encuentra en una esquina del edificio de la estación. Decidí acercarme también. Resultó que estaban despidiendo a un soldado que se embarcaba rumbo al frente.
El soldado, borracho, con la cabeza erguida, tocaba un pequeño acordeón. Un hipante jovencito —un obrero, a juzgar por su apariencia— extendía las manos hacia el ejecutante y susurraba, con todo el cuerpo temblando: “Oye, Iván, la llevas bien, la llevas bien…” Entonces se alejó y dejó caer unas cuantas gotas de colonia en un vaso sucio con aguardiente.
Una botella con turbio líquido pasaba de mano en mano. Todos habían bebido demasiado. El padre del soldado estaba sentado en el piso, algo apartado, pálido y callado. El hermano del soldado seguía vomitando. Se cayó, su cara golpeó el charco de vómito y se quedó dormido.
El tren llegó a la estación. Empezó la despedida. Sin embargo, el padre del soldado no quiso moverse –ni siquiera se levantó ni abrió los ojos.
— Semyonych, levántate – dijo el obrero —. Dale la bendición a tu hijo.
El viejo no respondió. Empezaron a sacudirlo. Un botoncito pegado a su sombrero de piel pendía de un hilo, balancéandose de un lado a otro. Se acercó un policía.
— ¡Idiotas –dijo—, el tipo está muerto y todavía lo siguen sacudiendo!
Resultó que tenía razón. El tipo se había dormido y pasado a mejor vida. El soldado lo miraba, sin saber qué hacer. El acordeón temblaba en sus manos y estas vibraciones hacían que sonara como si lo estuvieran tocando.
— Así es –seguía diciendo—, así es. Extendió la mano con el acordeón y agregó: —El acordeón se le queda a Pete.
El jefe de estación apareció en la plataforma.
— Sigan festejando –dijo—, encontraron un buen lugar para festejar… Prokror, hijo de puta, da la segunda llamada… El policía golpeó la campana dos veces con la gran llave de hierro del baño de la estación (el badajo de la campana había sido arrancado hacía mucho tiempo).
— ¿Por qué no te despides de tu padre –le dijo alguien al soldado—, en lugar de quedarte ahí como una bestia idiota?
El soldado se inclinó, besó la mano fría de su padre, se persignó y caminó hacia el tren. Su hermano seguía dormido sobre su propio vómito.
Pronto se llevaron al viejo. La multitud se empezó a dispersar.
— Según tú, esta es nuestra vida de sobriedad –dijo un diminuto comerciante que estaba cerca de mí—. Caen como moscas estos hijos de puta…
— “Vida de sobriedad”, una mierda –habló un campesino barbado con voz firme y pausada— Nuestro pueblo es un pueblo borracho, porque necesita tener la mirada turbia…
— ¿Qué dices? –preguntó el comerciante, aparentemente tenía dificultad para oír.
— ‘Ira aquí – respondió el campesino y apuntó con la mano hacia el remoto campo negro que se extendía hasta el infinito.
— ¿Y eso qué?
— “¿Y eso qué?” ¿Y eso qué? ¿Acaso se ve algo turbio allá? Por eso nuestro pueblo necesita una mirada turbia, de veras turbia.
(Traducción de Guillermo Vega Zaragoza)