La vida empieza (a acabarse) a los 40
En la edición de este mes de Nexos, Delia Juárez G. (http://www.nexos.com.mx/?P
CUARENTONES. Coinciden los escritores Fernando Iwasaki (“Amalando noemas”, Laberinto) y Javier Cercas (“Palos de Ciego”, El País Semanal) sobre quienes han rebasado la frontera de los cuarenta años. Va el primero: “A los cuarenta uno cree que es ‘joven’, pero nadie nos va a regalar la indulgencia que sí disfrutan los verdaderos jóvenes. A los cuarenta uno piensa que todavía no es ‘mayor’, pero nadie nos dedicará jamás la paciencia que sólo se le ofrece a los mayores. En realidad, a los cuarentaitantos uno todavía tiene los apetitos de la última juventud junto con los achaques de la primera vejez. Una birria de edad. […] Cuántas horas subrayando a Cortázar, cuantas veces viendo Amarcord y cuántos años preparándome para un mundo que no ha sido éste”.
Y luego Cercas: “Dicen que a los cuarenta se produce un bache. Un bache, Dios santo: lo que se produce es un socavón espeluznante. El cuarentañero no se enamora, apenas folla, apenas bebe cerveza, de la vida se acuerda, pero dónde está. Vive encajonado entre unos hijos demasiado niños y unos padres demasiado viejos. […] Schopenhauer dijo que cada vez que respiramos es como si apartáramos la muerte a manotazos: el cuarentañero tiene la impresión de apartar los muertos a manotazos: se mueren los padres, se mueren las madres, se mueren los padres de los amigos, a veces se mueren los propios amigos. El espectáculo es sobrecogedor”.
A continuación reproduzco los dos artículos completos:
La peor edad
por Fernando Iwasaki
http://impreso.milenio.com
No sé cómo estaré con más de 60 años, pero el sólo hecho de saber que formaré parte de la tercera edad me anima a creer que estaré infinitamente mejor que ahora. No hay peor edad que los cuarentaitantos, ese Rubicón que cruzamos con la certeza de haber tocado techo y de que todo lo que no hemos conseguido ya no lo alcanzaremos jamás. Por lo menos después de los 60 seré dueño de mi tiempo, aunque me encuentre jugando la “prórroga”.
A los cuarenta uno cree que es “joven”, pero nadie nos va a regalar la indulgencia que sí disfrutan los verdaderos jóvenes. A los cuarenta uno quiere pensar que todavía no es “mayor”, pero nadie nos dedicará jamás la paciencia que sólo se le ofrece a los mayores. En realidad, a los cuarentaitantos uno todavía tiene los apetitos de la última juventud junto con los achaques de la primera vejez. Una birria de edad.
Mi generación decidió marcharse de la casa familiar para conquistar unos derechos y libertades que los jóvenes de hoy han recibido desde su nacimiento, y que por lo mismo reclaman con absoluta naturalidad. No somos un espejo digno para ellos ni merecemos la conmiseración que al menos le dedican a los mayores que padecieron la dictadura. Más bien, somos una panda de fracasados que además envejece mal y deprisa.
Cuando era estudiante universitario y me imaginaba a mí mismo con cuarentaitantos, creía con ingenuidad que los valores de entonces (el conocimiento, la conciencia crítica y el compromiso) seguirían vigentes y que tenía que estar preparado para ese momento. Pero no ha sido así, porque lo que de verdad cotiza es el poder, la fama y el dinero. ¿Quién ganó? Lo ignoro, pero los que perdimos somos los que estábamos leyendo o viendo películas de arte y ensayo. Cuántas horas subrayando a Cortázar, cuántas veces viendo Amarcord y cuántos años preparándome para un mundo que no ha sido éste.
Nunca he sido bueno en matemáticas, pero he averiguado que después de jubilarme seguiré pagando la hipoteca durante diez años más. ¿Por qué la vida empieza a los cuarenta? Quizás porque los tumores que terminarán conmigo acaban de florecer.
El bache
por Javier Cercas
http://www.elpais.com/arti
1. Tengo la solución: lo mejor es que a todos los cuarentañeros nos encierren. El Estado del bienestar debería proporcionarnos un lugar limpio y bien iluminado donde nos cuidasen bien y donde sería posible llevar una existencia mínima, vegetativa. Podríamos leer, ver la tele, pasear por el jardín, jugar al fútbol en el patio; los domingos saldríamos en fila india para hacer obras de caridad y visitar a los enfermos. Se trataría, por supuesto, de un encierro voluntario, y su duración dependería del interesado: a algunos titanes les bastaría con unos pocos meses; lo normal sería una estancia de como mínimo una década; quedaría terminantemente prohibido instalarse allí de por vida. Por lo demás, la financiación del encierro no sería un problema: en vez de jubilar a la gente a los 65 años -cuando está en lo mejor de la vida-, se la jubilaría a los 40 y se sufragarían los costes del encierro con el importe de su retiro; luego, cuando nos retiráramos de nuestro retiro y volviéramos eufóricos a la realidad, recuperaríamos nuestro empleo para pagar el encierro de los nuevos cuarentañeros. Ésa es la solución.
2. Los científicos se han puesto a estudiar la felicidad. Según un reportaje publicado en este periódico, todos han llegado a la misma conclusión: las dos épocas más felices de la vida son los veinte años y los sesenta, la juventud y la jubilación. Lo de los jóvenes es obvio; a los veinte años, uno se dedica a las cosas más satisfactorias que existen: enamorarse, follar, beber cerveza y tirar croquetas a los ventiladores durante las farras. Lo de los jubilados no es tan obvio, pero es igualmente cierto. Un amigo me contó que este verano pasó un fin de semana en un hotelito con su mujer y su hijo; todo iba bien hasta que de pronto apareció un grupo de jubilados del Inserso y terminó la tranquilidad: durante la cena se montó un guirigay alcohólico que por momentos amenazó con degenerar en un lanzamiento masivo de croquetas a los ventiladores; por la noche fue peor: a las dos de la madrugada, mi amigo tuvo que salir al pasillo en pijama para suplicar un poco de silencio a los viejos, y una hora después todavía estaba allí, tratando de impedir por la fuerza que una señora que podía ser su madre derribase a patadas una puerta tras la cual su marido se la estaba pegando con una ex peluquera de Badajoz. Eso es lo que dicen los científicos de los veinte y de los sesenta años. ¿Qué dicen de los cuarenta? Dicen que a los cuarenta se produce un bache. Un bache, Dios santo: lo que se produce es un socavón espeluznante. El cuarentañero no se enamora, apenas folla, apenas bebe cerveza, jamás tira una croqueta a un ventilador; de la vida se acuerda, pero dónde está. Vive encajonado entre unos hijos demasiado niños y unos padres demasiado viejos: cuida de los hijos, pero se siente culpable de no cuidar suficiente de los hijos; cuida de los padres, pero se siente culpable de no cuidar suficiente de los padres. A veces recuerda el día en que una enfermera le puso en las manos a su hijo recién nacido; como todo el mundo, lloró, pero más tarde ha comprendido que no lloraba de alegría, sino de ganas de salir corriendo y no parar hasta el desierto del Gobi. No lo hizo, y ahora es tarde para hacerlo; ahora, de hecho, le aterra perder a su familia. Por supuesto, odia la palabra responsabilidad, aunque se siente responsable de todo, incluso de aquello de lo que no es en absoluto responsable. Además está lo otro. Schopenhauer dijo que cada vez que respiramos es como si apartáramos la muerte a manotazos; el cuarentañero tiene la impresión de apartar los muertos a manotazos: se mueren los padres, se mueren las madres, se mueren los padres de los amigos, se mueren las madres de los amigos, a veces incluso se mueren los propios amigos. El espectáculo es sobrecogedor. La mayoría opta por alimentarse a base de ansiolíticos y antidepresivos. Algunos ingenuos sueñan con cambiar de vida, ese sueño mentecato. A mí me dan unas ganas tremendas de vestirme de hombre rana y pedir solemnemente que se levante de inmediato la sesión.
3. Pero no puede ser: no se puede cambiar de vida, la sesión no se puede levantar; no hay solución, ni siquiera es solución que nos encierren: era broma, ja, ja, era sólo otro sueño mentecato. El espectáculo, señoras y señores, debe continuar. Hay que seguir cuidando de los padres. Hay que seguir cuidando de los niños (sobre todo no se olviden de cuidar de los niños). Hay que seguir apartando la muerte a manotazos. Hay que alimentarse bien. Hay que ser valiente y reírse a carcajadas por lo menos dos veces al día -reírse es de valientes: los cobardes no se ríen nunca-. No hay que llorar, y si se llora, hay que llegar llorado a casa. Hay que seguir como sea, aunque sea vestido de hombre rana: basta hacer el ridículo lo menos posible y conservar un mínimo de dignidad no sonriendo a los imbéciles, siendo bueno con los buenos y evitando a cualquier precio a los malos, y sobre todo a los malos disfrazados de buenos. No es tan difícil, amigos. Esto pasará. Parece mentira, pero pasará. De esta plaza nadie sale a hombros, pero cuando por fin salgamos no habrá en el mundo croquetas ni ventiladores suficientes para resarcirnos. Ese día se van a enterar.