martes, marzo 31, 2009

La vida empieza (a acabarse) a los 40

Photobucket

En la edición de este mes de Nexos, Delia Juárez G. (http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=296) escribe lo siguiente:

CUARENTONES. Coinciden los escritores Fernando Iwasaki (“Amalando noemas”, Laberinto) y Javier Cercas (“Palos de Ciego”, El País Semanal) sobre quienes han rebasado la frontera de los cuarenta años. Va el primero: “A los cuarenta uno cree que es ‘joven’, pero nadie nos va a regalar la indulgencia que sí disfrutan los verdaderos jóvenes. A los cuarenta uno piensa que todavía no es ‘mayor’, pero nadie nos dedicará jamás la paciencia que sólo se le ofrece a los mayores. En realidad, a los cuarentaitantos uno todavía tiene los apetitos de la última juventud junto con los achaques de la primera vejez. Una birria de edad. […] Cuántas horas subrayando a Cortázar, cuantas veces viendo Amarcord y cuántos años preparándome para un mundo que no ha sido éste”.

Y luego Cercas: “Dicen que a los cuarenta se produce un bache. Un bache, Dios santo: lo que se produce es un socavón espeluznante. El cuarentañero no se enamora, apenas folla, apenas bebe cerveza, de la vida se acuerda, pero dónde está. Vive encajonado entre unos hijos demasiado niños y unos padres demasiado viejos. […] Schopenhauer dijo que cada vez que respiramos es como si apartáramos la muerte a manotazos: el cuarentañero tiene la impresión de apartar los muertos a manotazos: se mueren los padres, se mueren las madres, se mueren los padres de los amigos, a veces se mueren los propios amigos. El espectáculo es sobrecogedor”.

A continuación reproduzco los dos artículos completos:

La peor edad

por Fernando Iwasaki


http://impreso.milenio.com/node/8529514

No sé cómo estaré con más de 60 años, pero el sólo hecho de saber que formaré parte de la tercera edad me anima a creer que estaré infinitamente mejor que ahora. No hay peor edad que los cuarentaitantos, ese Rubicón que cruzamos con la certeza de haber tocado techo y de que todo lo que no hemos conseguido ya no lo alcanzaremos jamás. Por lo menos después de los 60 seré dueño de mi tiempo, aunque me encuentre jugando la “prórroga”.

A los cuarenta uno cree que es “joven”, pero nadie nos va a regalar la indulgencia que sí disfrutan los verdaderos jóvenes. A los cuarenta uno quiere pensar que todavía no es “mayor”, pero nadie nos dedicará jamás la paciencia que sólo se le ofrece a los mayores. En realidad, a los cuarentaitantos uno todavía tiene los apetitos de la última juventud junto con los achaques de la primera vejez. Una birria de edad.

Mi generación decidió marcharse de la casa familiar para conquistar unos derechos y libertades que los jóvenes de hoy han recibido desde su nacimiento, y que por lo mismo reclaman con absoluta naturalidad. No somos un espejo digno para ellos ni merecemos la conmiseración que al menos le dedican a los mayores que padecieron la dictadura. Más bien, somos una panda de fracasados que además envejece mal y deprisa.

Cuando era estudiante universitario y me imaginaba a mí mismo con cuarentaitantos, creía con ingenuidad que los valores de entonces (el conocimiento, la conciencia crítica y el compromiso) seguirían vigentes y que tenía que estar preparado para ese momento. Pero no ha sido así, porque lo que de verdad cotiza es el poder, la fama y el dinero. ¿Quién ganó? Lo ignoro, pero los que perdimos somos los que estábamos leyendo o viendo películas de arte y ensayo. Cuántas horas subrayando a Cortázar, cuántas veces viendo Amarcord y cuántos años preparándome para un mundo que no ha sido éste.

Nunca he sido bueno en matemáticas, pero he averiguado que después de jubilarme seguiré pagando la hipoteca durante diez años más. ¿Por qué la vida empieza a los cuarenta? Quizás porque los tumores que terminarán conmigo acaban de florecer.


El bache

por Javier Cercas


http://www.elpais.com/articulo/portada/bache/elpepusoceps/20090208elpepspor_3/Tes

1. Tengo la solución: lo mejor es que a todos los cuarentañeros nos encierren. El Estado del bienestar debería proporcionarnos un lugar limpio y bien iluminado donde nos cuidasen bien y donde sería posible llevar una existencia mínima, vegetativa. Podríamos leer, ver la tele, pasear por el jardín, jugar al fútbol en el patio; los domingos saldríamos en fila india para hacer obras de caridad y visitar a los enfermos. Se trataría, por supuesto, de un encierro voluntario, y su duración dependería del interesado: a algunos titanes les bastaría con unos pocos meses; lo normal sería una estancia de como mínimo una década; quedaría terminantemente prohibido instalarse allí de por vida. Por lo demás, la financiación del encierro no sería un problema: en vez de jubilar a la gente a los 65 años -cuando está en lo mejor de la vida-, se la jubilaría a los 40 y se sufragarían los costes del encierro con el importe de su retiro; luego, cuando nos retiráramos de nuestro retiro y volviéramos eufóricos a la realidad, recuperaríamos nuestro empleo para pagar el encierro de los nuevos cuarentañeros. Ésa es la solución.

2. Los científicos se han puesto a estudiar la felicidad. Según un reportaje publicado en este periódico, todos han llegado a la misma conclusión: las dos épocas más felices de la vida son los veinte años y los sesenta, la juventud y la jubilación. Lo de los jóvenes es obvio; a los veinte años, uno se dedica a las cosas más satisfactorias que existen: enamorarse, follar, beber cerveza y tirar croquetas a los ventiladores durante las farras. Lo de los jubilados no es tan obvio, pero es igualmente cierto. Un amigo me contó que este verano pasó un fin de semana en un hotelito con su mujer y su hijo; todo iba bien hasta que de pronto apareció un grupo de jubilados del Inserso y terminó la tranquilidad: durante la cena se montó un guirigay alcohólico que por momentos amenazó con degenerar en un lanzamiento masivo de croquetas a los ventiladores; por la noche fue peor: a las dos de la madrugada, mi amigo tuvo que salir al pasillo en pijama para suplicar un poco de silencio a los viejos, y una hora después todavía estaba allí, tratando de impedir por la fuerza que una señora que podía ser su madre derribase a patadas una puerta tras la cual su marido se la estaba pegando con una ex peluquera de Badajoz. Eso es lo que dicen los científicos de los veinte y de los sesenta años. ¿Qué dicen de los cuarenta? Dicen que a los cuarenta se produce un bache. Un bache, Dios santo: lo que se produce es un socavón espeluznante. El cuarentañero no se enamora, apenas folla, apenas bebe cerveza, jamás tira una croqueta a un ventilador; de la vida se acuerda, pero dónde está. Vive encajonado entre unos hijos demasiado niños y unos padres demasiado viejos: cuida de los hijos, pero se siente culpable de no cuidar suficiente de los hijos; cuida de los padres, pero se siente culpable de no cuidar suficiente de los padres. A veces recuerda el día en que una enfermera le puso en las manos a su hijo recién nacido; como todo el mundo, lloró, pero más tarde ha comprendido que no lloraba de alegría, sino de ganas de salir corriendo y no parar hasta el desierto del Gobi. No lo hizo, y ahora es tarde para hacerlo; ahora, de hecho, le aterra perder a su familia. Por supuesto, odia la palabra responsabilidad, aunque se siente responsable de todo, incluso de aquello de lo que no es en absoluto responsable. Además está lo otro. Schopenhauer dijo que cada vez que respiramos es como si apartáramos la muerte a manotazos; el cuarentañero tiene la impresión de apartar los muertos a manotazos: se mueren los padres, se mueren las madres, se mueren los padres de los amigos, se mueren las madres de los amigos, a veces incluso se mueren los propios amigos. El espectáculo es sobrecogedor. La mayoría opta por alimentarse a base de ansiolíticos y antidepresivos. Algunos ingenuos sueñan con cambiar de vida, ese sueño mentecato. A mí me dan unas ganas tremendas de vestirme de hombre rana y pedir solemnemente que se levante de inmediato la sesión.

3. Pero no puede ser: no se puede cambiar de vida, la sesión no se puede levantar; no hay solución, ni siquiera es solución que nos encierren: era broma, ja, ja, era sólo otro sueño mentecato. El espectáculo, señoras y señores, debe continuar. Hay que seguir cuidando de los padres. Hay que seguir cuidando de los niños (sobre todo no se olviden de cuidar de los niños). Hay que seguir apartando la muerte a manotazos. Hay que alimentarse bien. Hay que ser valiente y reírse a carcajadas por lo menos dos veces al día -reírse es de valientes: los cobardes no se ríen nunca-. No hay que llorar, y si se llora, hay que llegar llorado a casa. Hay que seguir como sea, aunque sea vestido de hombre rana: basta hacer el ridículo lo menos posible y conservar un mínimo de dignidad no sonriendo a los imbéciles, siendo bueno con los buenos y evitando a cualquier precio a los malos, y sobre todo a los malos disfrazados de buenos. No es tan difícil, amigos. Esto pasará. Parece mentira, pero pasará. De esta plaza nadie sale a hombros, pero cuando por fin salgamos no habrá en el mundo croquetas ni ventiladores suficientes para resarcirnos. Ese día se van a enterar.

jueves, marzo 26, 2009

Los hombres tristes

— Los hombres siempre me han parecido tristes —me dijo esa noche.


— ¿Por qué? —dije mientras acariciaba con delicadeza su mejilla.


— No lo sé. Me gustan más las mujeres. Siempre se ven radiantes, felices.


No entendí ni quería hacerlo en ese momento. Lo único que quería era besarla, acariciar su cuerpo. Se dejó hacer, aunque sin mucho entusiasmo.


Pero ya era muy tarde y tenía que irse. Dijo que saldría de viaje ese fin de semana y que nos veríamos hasta la próxima.


Le hablé por teléfono, pero nunca respondió. Hasta que recibí un mail. Supuestamente seguía de viaje:


Apenas unos días después de verte descubrí al amor de mi vida… Pero tú eres un tipazo”.


Hasta entonces comprendí lo que había querido decir.

miércoles, marzo 25, 2009

Jaime Sabines: "La poesía es una verdadera maldición"

Photobucket


Fragmentos de la entrevista realizada por Ignacio Solares a Jaime Sabines el 7 de abril de 1974.


Tal parece que tú, Jaime, luchas con las palabras, que quisieras sacarlas todas del poema, dejarlo desnudo, convertirlo en un mero gesto.


Vista, sentida así, la poesía es una verdadera maldición —y, claro, por momentos, una verdadera bendición. Sólo quedamos tranquilos cuando deshuesamos el poema, cuando le rompemos el espinazo y, por supuesto, nunca lo logramos. Siempre continúan las malditas palabras tan fuertes, tan inamovibles, tan necesarias como el aire —explica.


¿Por qué esa lucha con la materia prima de tu trabajo?


Porque generalmente las palabras están muertas, por eso. Porque es pretender construir vida con una materia prima que ya no respira, que se ha gastado totalmente de tanto mal uso que hemos hecho de ella.


Horal, tu primer libro de poesía, es mucho más “formal” que los que siguieron. ¿No había esa preocupación entonces?


La había, aunque quizá menos. Conforme continué escribiendo poesía, sentí más y más la necesidad de no depender tanto de la forma, de la palabra misma. Por eso gran parte de mis siguientes trabajos están escritos en prosa. Esto puede parecer una pretensión, pero es de veras un problema agudo, una gran desesperación. ¿Cómo decir lo que se quiere decir sin trampas, directamente? Una vez que se cae en la tentación no hay manera de renunciar a ella.


Entonces, ¿no crees en la poesía?


No, no creo. Cuando escribí el poema a la muerte de mi padre lo sentí claramente: me daba vergüenza emplear la poesía para expresar mi dolor, mi desesperación, mi protesta. Y, sin embargo, ¿con qué otro medio contaba?


¿Cómo escribiste el poema a la muerte de tu padre?


En “caliente”, a medida que fue avanzando la enfermedad del viejo. Al principio quería romper las hojas, mandar al diablo la poesía con sus pretensiones literarias, que tan poco tenían que ver con lo que estaba viviendo en esos momentos, pero luego descubrí que escrito así, con todo mi odio y todo mi dolor, me desahogaba más, y continué. La verdad ese poema no es más que un desahogo.


Como todos.


Bueno, sí, en mayor o menor medida como todos.


¿Por qué el final de la primera parte del poema recurriste al soneto?


Es curioso: porque me era más fácil. No encajaba formalmente pero a la vez me daba mayor libertad. Era como vaciarse en un molde ya hecho. Todo esto lo fui descubriendo sobre la marcha, sin ningún plan premeditado.


¿Es ese poema, también, un intento de reconciliarse con la figura paterna?


La verdad, a pesar de lo que digan los psicoanalistas, no lo creo. No creo que la intención de fondo fuera reconciliarme con mi padre. No creo que el poema sea un acto de amor arrepentido, de expiación que nace con la muerte. Simplemente no lo creo. Me parece más bien —ahora lo veo así— como un intento de no dejarlo marchar, de jalarlo de la falda del saco o de una manga o de donde sea, de suplicarle que no se vaya. No sé, es difícil explicarlo. Mi padre es la persona que más he amado.


¿Cómo era él?


Era una persona de lo más común y corriente, pero con una gran sensibilidad en el fondo. Era un hombre brusco, áspero, pero a la vez muy tierno. Él me infundió mi gusto por la literatura. El viejo no tenía cultura, pero se sabía de memoria Las mil y una noches casi completa porque de niño se lo contaba mi abuela. Y mi padre nos contaba todas las noches esos cuentos, por episodios, como telenovela, dejándonos picados para que al día siguiente nosotros mismos le pidiéramos que continuara. Tuvieron que pasar veinte años para que llegara a Filosofía y Letras y me enterara de que Antar era el Mio Cid de la literatura árabe. Sin embargo, los cuentos de Antar nos dejaron en suspenso a mí y a mis hermanos durante muchas noches de nuestra infancia. A mí y a mis hermanos y hasta a un grupo de amigos del vecindario porque los cuentos de mi papá se hicieron de fama. Iban a visitarlo para que los contara. Entonces, cuando empezaba a anochecer, nos reunía en rueda y nos mantenía embebidos. Naturalmente, había pasajes en los que llorábamos y, por supuesto, mi padre también lloraba. Lo que es curioso de esto, es pensar que mi padre peleó en la revolución, que junto con su dureza había una suavidad de algodón. Lo mismo lloraba con un cuento —con un cuento que él mismo relataba, además— como un niño, que mostraba sus heridas de bala. ¿No es esto extraordinario? ¿Cómo no iba a marcarme para siempre? La época más feliz de mi vida fue cuando tuvimos un ranchito en las afueras de Tuxtla Gutiérrez. Estábamos muy mal de dinero, vivíamos de una hortaliza que cultivaba mi padre, así que había mucho tiempo para contar cuentos. Me pasaba tardes completas oyéndolo, nomás oyéndolo.


¿Qué edad tenías?


Unos once, doce años.


Aparte de oír esos cuentos, ¿leías otros?


No, para qué. Aunque me hubiera leído toda la literatura universal creo que no me hubiera marcado tanto, no me hubiera formado tanto como me formaron los relatos de mi padre. Piensa que eran algo vivo, que estaba relacionado con su presencia, con sus lágrimas, con su sonrisa. Hay que haberlo experimentado para entenderlo.


Como en su poesía, Sabines habla con una fascinante naturalidad. No busca transmitir ideas sino experiencias, sensaciones. ¿Dónde está el poeta, el hombre de letras? En ninguna parte o en esa misma naturalidad. Igual que en su poesía, Sabines odia que la “literatura” se inmiscuya en su vida diaria. Trabaja en la compañía de un hermano suyo, vendiendo alimentos para animales. A las siete de la mañana empieza a visitar los establos. Pocas veces se acerca al centro de la ciudad, prefiere el tipo de vida a que se acostumbró desde pequeño. Y, sobre todo, huye de los círculos literarios.


Si trabajo en algo ajeno a la literatura, dejo completa esa área de mí mismo para cuando me siento a la máquina. No la contamino, no la agoto en actividades laterales. Entonces, cuando escribo es algo especial, algo que ha estado cargándose como una pila durante el día, enriqueciéndose con otro tipo de experiencias. Si por el contrario trabajara en un periódico, por ejemplo, creo que por la noche llegaría con ganas de todo menos de ver una letra impresa o escribir yo esa letra. Eso pienso, eso siento, de ninguna manera creo que pueda ser una regla general. Aunque a un joven escritor le aconsejaría que huya de los círculos literarios y de las reuniones sociales si no quiere que hasta la literatura termine por aburrirlo.


¿Por qué aburrirlo?


Es tan aburrido oír hablar y hablar a personas que quieren ser más y más inteligentes, más y más enteradas, más y más brillantes, que creen tener la razón en todo y a todo le encuentran una explicación… A mí me aburren muchísimo. Prefiero los que no saben nada de nada y no tienen opiniones sobre nada. Se aprende más de ellos.


Por lo visto no sólo no crees en la poesía, sino tampoco en la inteligencia.


Por supuesto que creo en la inteligencia y por supuesto que creo en la poesía. En lo que no creo es en la poesía que estamos acostumbrados a fabricar en nuestros asépticos laboratorios literarios. Una poesía hecha con guantes y a veces hasta con pinzas desinfectadas. Muy perfecta, muy bonita, muy inteligente y para qué, para quién. Desconfío de la poesía y de la inteligencia cuando no están manchadas de sangre.


¿Lograremos deshumanizar el arte?


Por supuesto, en el momento en que nos deshumanicemos nosotros mismos, cuando nuestra literatura, por ejemplo, sea tan fría que podía haberse sido escrita por una máquina computadora. Hay quien dice que la literatura será cada vez más un códice a descifrar por especialistas. Y también la música, y la pintura, y nuestras vidas mismas. ¿Y por qué? Porque cada vez tenemos más miedo a ser débiles, a caer en el ridículo, a ser cursis, a repetir lo que ya se ha hecho —como si la literatura no fuera una constante repetición de los mismos temas. Y bueno, tal vez consigamos impedir que el arte salga a la calle para que no pesque alguna infección. Mantenerlo siempre en el laboratorio, lejos de ese polvo molesto que se cuela en la vida diaria y nos provoca constantes estornudos.


¿Son necesarios ciertos elementos de cursilería en la poesía?


Yo creo que son necesarios todos los elementos. Una vez a Faulkner le criticaron que en sus novelas había mucha paja, y contestó que no sólo había paja sino lodo y tierra y hojas secas y huesos rotos, como los hay en la vida misma. ¿Para qué queremos un arte “perfecto”, “puro”, “autónomo”, si nosotros no somos así, si no nos vamos a reconocer en él? ¿Para qué va a servirnos? Sobre todo eso, ¿para qué va a servirnos, qué vamos a hacer con él?


¿Reescribes mucho tus poemas?


Varía. Creo que es un nódulo emocional en donde se crea el poema, antes de buscar palabras que lo expresen. Si esas palabras no corresponden a la emoción, rompo lo que había escrito y vuelvo a empezar. Y cuando me encuentro que un poema sí refleja lo que quise decir, pero que tiene uno o dos versos cursis, entonces lo dejo así con mucho gusto. No le tengo miedo a lo cursi, creo que a veces es un buen condimento.


¿Crees en la vanguardia literaria?


A los 19 años me creía vanguardista. Es la única época en que se puede ser genio, revolucionar la poesía y si es preciso el mundo. Recuerdo que más o menos a esa edad leí un verso que me pareció de lo más vanguardista: “asesinemos a la rosa”. Yo también creí que debíamos pelear contra las palabras bonitas, limpiar el poema de cursilerías. Después, humildemente, he tenido que reconocer que la rosa y la cursilería caben en la poesía, que son tan necesarias como cualquier otro elemento. Creo que lo ideal es que en el poema entre todo lo que vive y también lo que muere y lo que murió hace años y lo que va a vivir dentro de otros tantos. Madurar es estar en el mundo y que el mundo esté en nosotros, ¿no? Madurar es no creerse “genio”. Yo no creo que Cervantes o San Juan de la Cruz se creyeran “genios”. Así como tampoco creo que les importara la vanguardia literaria. ¿Cuántos movimientos literarios hemos tenido solamente en este siglo? Uno contra otro y todos contra todos. ¿Y que queda? Sólo lo que haya habido en ellos de verdadera poesía, que, por lo demás, es atemporal. Hace poco leí un libro de Jorge Zalamea donde dice que en poesía no hay países subdesarrollados. El poema, en toda su integridad, en toda su atemporalidad, se da ya en culturas muy primitivas. Los esquimales han producido bellísima poesía, lo mismo que ciertas tribus africanas. ¿Y qué decir de la poesía náhuatl? ¿Y la Biblia? Job dice: “Mide mi corazón la noche”, que es un verso que podría firmar cualquier poeta moderno, cualquier buen poeta, por supuesto. Y, lo mismo, no creo que a los esquimales o los africanos o a Job se les pueda encajonar en cierto movimiento literario específico. Por eso creo que los poetas deberíamos dejarnos de vedetismos, de modas y vanguardias y dedicarnos, simplemente, a escribir poesía. Ya el tiempo le dará a nuestro trabajo su verdadero valor.


¿Y tus influencias?


Yo creo que me ha influido todo lo que me ha ayudado a madurar. Desde los cuentos que me contaba mi padre hasta su pura presencia, su integridad moral, pasando por los difíciles años que viví cuando dejé por primera vez mi casa hasta mis visitas diarias a los establos. Y, por supuesto, también la poesía de Neruda, de Juan Ramón, de García Lorca, de León Felipe. Y, claro, la Biblia, Dostoyevski, Huxley (La filosofía perenne es mi libro de cabecera) y muchos otros. Yo creo que nos influye todo lo que nos ayuda a abrir los ojos, a mirar de nuevo lo que nos rodea. Por eso creo también que el poeta no crea, descubre. En esto le lleva un buen terreno al filósofo, que quiere llegar a las cosas a través del intelecto. El filósofo piensa, el poeta ve.


¿Por qué fueron difíciles los años siguientes a que te saliste de tu casa?


Porque, como te habrás dado cuenta por lo que hemos hablado, la atmósfera de mi casa era ideal para mí. En cambio el mundo de afuera era una bofetada en la mejilla. A los 19 años decidí venirme a la capital a estudiar medicina. Aquí no conocía a nadie y vivía, literalmente, solo. No era muy amiguero y prefería leer. Pero además había elegido una carrera que no iba con mi sensibilidad, así que aquellos años se transformaron en una verdadera tortura. No dormía, pasaba noches enteras sin pegar el ojo. Recuerdo muy vivamente una mañana, después de una noche en vela, en que salí de la casa en donde vivía y me fui a Chapultepec a tranquilizar los nervios un poco. Me senté en una banca y me estuve horas nomás mirando pasar a la gente, a los chicos jugando. Yo me sentía, de veras, tan lejos de este mundo, sin contacto con lo que me rodeaba. Tuve que asumir mi vocación literaria, dejar la carrera de medicina, renunciar al calor de la atmósfera paterna para empezar otra vez a habitar el mundo. Pero qué difícil es, ¿no? Cómo sufre uno en esos años, cómo nos desgarramos por dentro.


Y, sin embargo, son fundamentales esos años.


Sí, fundamentales. Ahí volvemos a nacer. Por eso yo creo que para la formación de un joven escritor es más importante vivir intensamente que leer mucho. La literatura es, al fin de cuentas, sólo un reflejo de la vida. Y a veces, me temo, un reflejo poco fiel, distorsionado por tanta egolatría y tanta idea equivocada. La verdadera vida está en otra parte.


¿En dónde?


Hay miradas, gestos, que son una respuesta. Abre una sonrisa burlona y enarca las cejas. Por preguntas como esa que le hicimos a Sabines, el maestro de budismo zen le rompe una silla en la espalda al alumno. Pues en eso —dice, como si de veras ya hubiera contestado con la sonrisa—, en cerrar el libro y bajarse a tomar una copa con los amigos, en mirar por encima de la hoja de papel en que estás escribiendo. Por supuesto los libros son parte de la vida, pero sólo parte, y quizá no la mejor.


Si lo piensas así, ¿para qué escribes poesía?


Porque no he aprendido a bailarla, a trasmitirla en un apretón de mano, en una caricia, en un grito… Pero está uno tan mal educado, estamos tan aprisionados por las malditas palabras, ¿no?

sábado, marzo 14, 2009

Toda la literatura es de autoayuda

Por Guillermo Vega Zaragoza

Se plantea aquí el tema de “Autoayuda versus Literatura” como si ambas fueran necesariamente antagónicas. Lo cierto es que en ciertos círculos intelectuales y para muchos lectores hay una especie de resquemor en relación con toda esa categoría editorial que se conoce como “libros de autoayuda”, que puede ser tan amplia y laxa como se quiera y que puede abarcar desde Og Mandino, Dale Carnegie, Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Paulo Coelho, Jorge Bucay, Deepak Chopra, hasta Edward de Bono, Tom Peters, Stephen Covey y un larguísimo etcétera.

Y como siempre, lo primero es tratar de definir lo que se entiende como “libros de autoayuda” y el porqué de su éxito, qué necesidad satisfacen a quienes los leen (si es que satisfacen algo), y cuál su relación con lo que llamamos literatura.

Desde una posición entusiasta en relación con este tipo de libros, el filósofo y escritor argentino Alejandro Rozitchner dice en su obra Ideas falsas: moral para gente que quiere vivir, que la literatura de autoayuda es “un género que se define por el uso, una literatura que confronta ideas con realidades, en la que ―aún más― las ideas son el material destinado a ejercer su influjo en una experiencia concreta”. Para él, la de autoayuda es una “literatura de filosofía práctica, una filosofía moral aplicada, una producción de manuales de vida, observaciones volcadas a la práctica”.

Y abunda: “La literatura de autoayuda hace que uno piense en sí mismo detalladamente. Produce una observación y un reconocimiento minucioso de los detalles de sí mismo, un reconocimiento de los propios deseos. Es una literatura de autoconocimiento”. En suma, para este pensador argentino, “la literatura de autoayuda es una herramienta poderosa y valiosísima, un recurso para los individuos inquietos que quieren trabajar sobre sí mismos”. Sin embargo, reconoce que “no son libros mágicos. No les puede ser endosado el defecto de ser eficientes de manera total y definitiva. Es un empujón o una propuesta para realizar operaciones de sentido que avanzan en una dirección determinada. Algunos individuos pueden apoyarse en ellos para avanzar”.

Sería admirable (y nos haría guardar cierta esperanza en la salvación del género humano) que la gran mayoría de los lectores asiduos u ocasionales de estos libros se acercaran a ellos porque se trata de “individuos inquietos que quieren trabajar sobre sí mismos”, como dice Rozitchner. Desde esta perspectiva, cuesta trabajo objetar la utilidad y trascendencia de este género editorial (que no literario).

No obstante, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. Como señala, Fernando Reyes en el prólogo de Carpediemeros. Antología de trascendentalismo literario, lo verdaderamente criticable de este tipo de libros son las pretensiones mercantilistas, no la buena o mediana intención de los autores. Los lectores de libros de autoayuda, en su gran mayoría, se acercan a ellos porque desean encontrar soluciones fáciles, como si de recetas se tratara, a problemas de la más diversa índole que demandan respuestas complejas y requieren una considerable inversión de tiempo y esfuerzo.

La literatura de autoayuda se ha convertido en el género editorial de los tiempos de la globalización porque corresponde a la ideología necesaria y predominante en la era del capitalismo salvaje: el individualismo. Así como la novela fue el género literario emergente en los albores del capitalismo, la literatura de autoayuda es el complemento perfecto de la globalización.

Para subsistir como sistema económico, el capitalismo requiere que todos los seres humanos nos convirtamos en consumidores y ciudadanos. Pero no cualquier tipo de consumidor o de ciudadano, faltaba más, sino en un tipo especial: aquél que acepta y ejerce sin chistar las reglas del juego del libre mercado y de la democracia liberal.

La libertad suprema en la era de la globalización consiste en la libertad de elegir qué comprar y consumir de entre decenas, cientos o miles de posibilidades. Pero ¿de veras necesitamos elegir entre tantos tipos de champús, cereales, papeles de baño, canales de televisión, automóviles, computadoras, teléfonos celulares, bebidas, etcétera, etcétera?

El avance tecnológico ha reducido drásticamente las diferencias entre un producto y otro (incluso en los costos), por lo que la “ventaja competitiva” de una determinada mercancía radica en el aspecto simbólico: en qué necesidad simbólica satisface en quien consume determinada marca. Estas necesidades son eminentemente básicas y se relacionan con los aspectos emotivos de cada individuo: estatus, prestigio, aceptación, pertenencia y, sobre todo, sexo.

La promesa siempre incumplida del capitalismo salvaje es: consume y serás feliz. “Toma Coca Cola y disfruta la chispa de la vida”. Pero esa chispa dura lo que una lata de refresco, ¿y después? Para ser permanentemente feliz tienes que consumir permanentemente. Apenas acabas de comprar el nuevo modelo de celular y ya fue puesto a la venta el siguiente, totalmente mejorado. “Debo tenerlo, ya, ahorita, right now; si no, no seré feliz”.

El hombre hipermoderno, dice Fernando Reyes, es un ser que rechaza la tradición, el pasado y lo clásico, privilegia la novedad y el cambio, anda en busca de respuestas inmediatas, considera el ocio como una simple oportunidad de entretenimiento en lugar de un espacio de reflexión y creatividad. “No sabemos qué hacer con la soledad, la despojamos de cualquier virtud, la soledad ―pensamos― no es buena”. Sin embargo, la soledad es el corolario del individualismo, cuyos valores supremos son la libertad y la búsqueda de la realización personal por encima de todas las cosas (la familia, la pareja, la sociedad, etcétera). Si alguien no es feliz, no puede ser un buen consumidor, pero mientras más consumimos, menos felices somos.

En La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, el escritor y filósofo francés Pascal Bruckner señala que “el hombre de hoy en día sufre también por no querer sufrir, igual que podemos enfermar a fuerza de buscar la salud perfecta. Por otra parte, nuestra época cuenta una extraña fábula: la de una sociedad entregada al hedonismo a la que todo le produce irritación y le parece un suplicio. La desdicha no sólo es la desdicha, es algo peor: el fracaso de la felicidad”. Esta ideología del deber ser feliz “lleva a evaluarlo todo desde el punto de vista del placer y el desagrado, este requerimiento a la euforia que sume en la vergüenza o en el malestar a quienes no lo suscriben. Se trata de un doble postulado: por una parte sacarle el mejor partido a la vida; por otra, afligirse y castigarse si no se consigue”.

De esta forma, hemos llegado a una paradoja aberrante: nos la pasamos en busca de la felicidad (o de la promesa de alcanzarla), y una vez que la alcanzamos (es decir, que hemos hecho todo lo que se nos dijo para alcanzarla) nos sentimos aún más infelices. ¿En dónde está la falla entonces? Resulta que tener no es lo mismo que ser. ¿Y cómo puedo llegar a ser? He ahí donde entran al rescate los libros de autoayuda: manuales prácticos para ser lo que quieras en cuestión de días o de semanas. (“Es más: todavía ni lo leo, pero nada más con comprarlo ya me siento un hombre nuevo”).

He ahí la sabiduría del hombre globalizado condensada en libros como ¿Quién se ha llevado mi queso?, El monje que vendió su Ferrari, El secreto, Juventud en éxtasis, El caballero de la armadura oxidada, Las mujeres que aman demasiado, o ¿Por qué los hombres aman a las cabronas?, entre muchísimos más (decenas de miles quizá). Es conveniente repetirlo: no se duda de la calidad y las buenas intenciones de algunos de ellos, sino de la forma en que son ofrecidos al público y en que éste se acerca a ellos: supuestas soluciones fáciles e inmediatas a problemas añejos y complejos.

Sin embargo, no todos los libros que se promueven como de autoayuda ofrecen soluciones fáciles ni se quedan en la superficialidad. Son quizá a los que se refiere Rozitchner. Por ejemplo, un libro como Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva (y su reciente revisión: El 8vo. hábito: de la efectividad a la grandeza), de Stephen Covey, que es uno de los libros que más comúnmente se utilizan como referencia en los procesos de superación personal o desarrollo personal. Para cumplir a cabalidad los planteamientos del autor se requiere una gran fuerza de voluntad, una enorme convicción y una capacidad superior de autoanálisis. Muchos la habrán leído, pero puedo asegurar que pocos en realidad han seguido los preceptos planteados en dicha obra.

Ahora, lo cierto es que en el fondo no hay (o no debería haber) contradicción entre la literatura y los libros de autoayuda. En realidad, toda la gran literatura es de autoayuda, desde la Ilíada hasta Pedro Páramo. Porque la gran literatura habla del proceso de transformación de los personajes, cuya única diferencia con los seres humanos es que están hechos de palabras. Pero ahí está lo fundamental, como lo plantea Rozitchner: los personajes literarios son también “individuos inquietos que quieren trabajar sobre sí mismos”. A través de la magia de la literatura, por unas horas nos volvemos esos personajes y podemos vivir y padecer sus desventuras, sus miedos, sus obsesiones, sus traumas, sus ilusiones, sus alegrías, y podemos aprender de ellas y encontrar un punto de contacto con nuestras propias vidas, para trabajar “sobre nosotros mismos”. ¿Qué mejor manual sobre las consecuencias de no saber controlar la ira que la Ilíada?: “Canta, oh musa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —se cumplía la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando el Átrida, rey de hombres, y el divino Aquiles”.

La cuestión es que —producto de nuestro tiempo— la literatura de autoayuda ofrece al lector la promesa de soluciones fáciles, predigeridas, de inmediata implementación en la vida cotidiana; son libros “prácticos” para personas que no tienen mucho tiempo para disfrutar la lectura y reflexionar sobre lo leído. Todo lo cual no es ni bueno ni malo: simplemente es. Lo criticable es que en muchas escuelas se eleve a este tipo de libros como “grandes obras de la literatura” y se obligue a los estudiantes a leer sólo eso. Sí, se puede leer a Paulo Coehlo, pero también hay que leer a William Shakespeare, a Pablo Neruda, a Octavio Paz, a Henry Miller, a José Agustín.

Finalmente, quiero aprovechar la ocasión para recomendar dos libros que demuestran que la literatura no está peleada con el concepto de autoayuda. Se trata de El club de la pelea, de Chuck Palahniuk, y La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly.

El primero es más conocido gracias a la película estelarizada por Brad Pitt y Edward Norton. Cuenta la historia de la creación de un club masculino donde los hombres se dedican a pelear a mano limpia hasta quedar exhaustos en busca de restablecer contacto con su ser interior, de volver a sentir algo, aunque sea el dolor de los golpes; una especie de grupo de autoayuda donde sale uno con los ojos morados y los dientes flojos, pero contento de volver a sentir algo, de volver a sentirse humanos. Desde luego, se trata de una parodia cáustica y sin concesiones, dolorosa, atroz y divertida.

Cito un fragmento:

Veo mucho potencial, pero está desperdiciado. Toda una generación trabajando en gasolineras, sirviendo mesas o siendo esclavos oficinistas. La publicidad nos hace desear coches y ropas. Tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos, no hemos sufrido una gran guerra ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock. Pero no lo seremos, y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy encabronados.

Yo viví con mi padre unos seis años, pero no recuerdo nada. Cada seis años, más o menos, mi padre funda una nueva familia en otra ciudad. O mejor dicho, establece una franquicia.

Lo que ves en el club de la pelea es una generación de hombres criados por mujeres.

Mi padre nunca fue a la universidad, así que era realmente importante que yo fuera. Al acabar la universidad, le llamé por teléfono y le pregunté: “¿Y ahora qué?"

Mi padre no sabía qué responder.

Cuando conseguí un trabajo y cumplí veinticinco años, le volví a llamar y le pregunté: “¿Y ahora qué?”. Mi padre no sabía qué responder; así que me dijo: “Cásate”.

Tengo treinta años y me pregunto si lo que realmente necesito es otra mujer.


El otro es un antecedente lejanísimo de los actuales blogs. Se trata de un conjunto de reflexiones misceláneas sobre la literatura y sobre la vida, escritas por uno de los más grandes críticos literarios de la primera mitad del siglo XX.

Dice Connolly:

El secreto de la felicidad (y, por consiguiente, del éxito) consiste en hallarse en armonía con la existencia, en estar siempre sereno, siempre lúcido, siempre dispuesto, “en sentirse unido al universo sin más conciencia de ello que un idiota”, en dejar que cada día la ola de la vida nos lleve un poco más adentro en la playa.

Leído en el Palacio de Minería, Centro Histórico, Ciudad de México. Febrero 25, 2009

martes, marzo 10, 2009

Los abuelos, de Luis Popper

Photobucket


Por Guillermo Vega Zaragoza


En un interesante y provocador ensayo publicado en The Guardian en enero de 2007, la escritora inglesa Zadie Smith afirma que “una gran novela es la intimación de un acontecimiento metafísico que nunca puede llegar a conocerse, no importa cuánto se viva, no importa cuánto se ame: la experiencia del mundo a través de una conciencia que no es la propia”. En las grandes novelas, los escritores le dan unidad y articulan de manera individual estas experiencias, de tal manera que nos obligan a poner atención y “nos despiertan del sonambulismo de nuestras vidas”, dice la autora de Dientes blancos.

Todos los escritores perseguimos el sueño de “la novela perfecta”, ésa que cuente “la verdad de la experiencia”. Sin embargo, Zadie Smith señala que dicha revelación es imposible, pues "siempre será una visión parcial, aunque incluso una visión parcial es difícil de conseguir".

Por principio de cuentas, es imposible representar toda la verdad de todas nuestras experiencias, porque el lenguaje resulta limitado e insuficiente para describirlas; siempre quedará algo sin decir, aunque cuando nos ponemos a escribir podemos acercarnos a esa experiencia y tener una idea de la revelación total de la verdad. Para transmitir esa idea, el escritor debe transmitir del modo más verdadero el mundo tal y como es experimentado por él en concreto. El único deber del escritor ―si es que tiene alguno―, nos dice Zadie Smith, es el de “expresar de modo exacto su modo de estar en el mundo”. Nada más, pero tampoco nada menos.

Sin embargo, a sabiendas de esta imposibilidad, seguimos escribiendo y casi a diario se publican nuevas novelas, algunas mejores que otras, de escritores consagrados o primerizos que persiguen esa quimera y que tratan de cumplir lo mejor que pueden con ese único deber. Los escritores que se acercan a ese objetivo inalcanzable lo logran gracias a que han sabido registrar adecuadamente en una obra “la verdad de la propia concepción de sí mismos”.

En Los abuelos, a través de una tríada de personajes entrañables, Luis Popper busca transmitir esa “verdad de su propia experiencia”. Casi podría afirmarse que Okon, María Luisa y Eyal son alter egos del propio autor, quien nació en México en 1952, estudió en Israel y vivió durante veinte años en Nigeria y España, y ha decidido fragmentarse en su propia obra para acercarse y acercarnos a esa experiencia que nos quiere transmitir.

En la novela nos encontramos con Okon, que es un noble y hasta cierto punto ingenuo joven nigeriano que llega a España a estudiar una maestría. Proviene de Biafra, donde su propia familia sufrió los estragos de la guerra civil en la que incluso murió su abuelo. Al mismo tiempo que está descubriendo un mundo que le parece extraño y a veces caótico, el encuentro con personas y costumbres nuevas le ayudará a revelarse y a descubrirse a sí mismo y a su propio pasado, pero sobre todo a encaminarse hacia el futuro.

Por su parte, Eyal es un joven trotamundos que decide estudiar guitarra clásica en Granada. Al mismo tiempo que se reencuentra con su abuelo, con quien recorrerá la península para descubrir los vestigios de la España que tuvieron que abandonar los judíos hace más de 500 años, Eyal tendrá que enfrentarse con su propia familia, que no aprueba su romance con una bella bailarina de la que se ha enamorado, pero que tiene el pequeño defecto de no ser judía.

Finalmente, tenemos a María Luisa, mexicana descendiente de inmigrantes españoles de la Guerra Civil. Su vida se complica al tener que lidiar con las presiones de una familia sumamente tradicional y tratar de desentrañar el secreto que su abuelo ha guardado tan celosamente y que nadie se atreve a revelar.

Como se puede entrever, tan sólo con la enunciación de los aspectos más sencillos de las historias de estos personajes, podemos intuir la idea que el autor quiere transmitirnos a través de un lenguaje sencillo, una estructura novelística sin complicaciones y la narración en primera persona de los protagonistas: el problema de la identidad y el encuentro con las propias raíces.

En Los Evangelios para sanar (Mondadori, 2002), Alejandro Jodorowsky nos dice que todos somos libres de ligarnos a una nacionalidad o a unas raíces determinadas, pero que “para llegar a esa libertad hace falta haber conocido y honrado a sus raíces. Si uno no sabe de dónde viene, desconoce a dónde va. Cortar con el pasado no significa ignorar nuestros orígenes, y conocer nuestros orígenes no significa atarse a ellos”. Ese es el descubrimiento que hacen los personajes de la novela de Luis Popper: por diversas razones se encuentran en la búsqueda de sus raíces, para saber de dónde provienen, pero sobre todo a dónde ir.

Y como se puede suponer, esas raíces se encuentran simbolizadas en los abuelos del título. En el caso de Okon, su abuelo ha muerto, pero sus raíces las tiene presentes todo el tiempo, en su morral, en su lenguaje y hasta en el color de su piel. Todo él es un recordatorio de dónde proviene. Sin embargo, no se aferra a esas raíces fanáticamente sino que está abierto a dejarse afectar por la influencia de otras tradiciones culturales, para tomar de ellas lo que mejor le sirva para crecer y desarrollarse, pero sobre todo para regresar a su tierra y ayudar a sus paisanos.

En el caso de Eyal, esta búsqueda y reconocimiento de sus raíces se encuentran en una tensión constante: sabe que proviene de una tradición cultural muy rica, pero al mismo tiempo recela de ciertos atavismos que le impiden ser totalmente libre y realizarse con plenitud. En compañía de su abuelo, se da cuenta de que todo el mundo ha sido influido, de alguna o de otra manera, por la tradición hebrea, en todos lados ha dejado huella, a pesar de persecuciones, holocaustos, destierros y guerras sangrientas, y que la búsqueda de la libertad personal no necesariamente implica renegar o renunciar a las propias raíces, sino comprenderlas, aceptarlas y adaptarlas a uno mismo.

El de María Luisa es quizá el personaje que más nos toca de cerca y nos enfrenta a una realidad más inmediata. No parece ser casualidad que sea una mujer mexicana, descendiente de españoles, que decidió emigrar a la Madre Patria, lo que la hace sentirse doblemente exiliada. A pesar de todo, no logra sentirse ni de aquí ni de allá. Pero al mismo tiempo que descubre que no por ser hombre su hermano padece las cosas de manera muy diferente, emprende la pesquisa para desentrañar el secreto de la vida de su abuelo antes de emigrar a México.

¿Por qué resulta pertinente la aparición, hoy, de una novela como Los abuelos que Luis Popper trabajó en el Laboratorio de Novela de Celso Santajuliana? Porque, como nos alerta Jodorowsky, “navegamos en un mundo materialista edificado sobre el robo, la competencia, la explotación, el egoísmo… Todo está diseñado para impedir que la conciencia del hombre se desarrolle, porque la conciencia molesta, trastorna”.

Así, nos encontramos con que “el sistema escolar mantiene a los niños en un nivel lejano a la toma de conciencia: un nivel que impide al mundo cambiar”. Por otro lado, “a los sesenta años, es decir, en el ocaso de la vida, tiramos a los seres humanos al basurero social. Nos hemos acostumbrado a esta idea. Al aceptarla, los individuos viven acompañados de la angustia de alcanzar esta edad crítica. Así nos encontramos en una sociedad criminal que destruye el ser. Es la conspiración contra el despertar”.

Por otra ruta, la de la sociología, en La cultura del nuevo capitalismo (Anagrama, 2006), Richard Sennett llega a conclusiones parecidas. Las instituciones que antes nos permitían dotar de un sentido a nuestras vidas han naufragado: la familia, la escuela, las iglesias, el trabajo… Por otro lado, en la sociedad actual se valora cada vez menos el talento y las capacidades de los individuos quedan rápidamente obsoletas por las agobiantes exigencias del mercado. Y por si fuera poco, cada vez tenemos menos oportunidades para mantener nuestros vínculos con el pasado, con nuestras raíces, ante esta veneración fanática y consumista por “lo nuevo”.

La pregunta sería entonces: ¿qué podemos hacer? No es posible dar una respuesta sencilla, pues la situación ha adquirido dimensiones más que preocupantes. Pero creo que una parte de la respuesta está en la idea que Luis Popper nos ha querido transmitir en su primera novela: es necesario que, activamente, salgamos al encuentro o reencuentro de nuestras raíces; es necesario descubrir o redescubrir de dónde venimos para saber a dónde nos dirigimos; es necesario poner atención a esa “verdad de la experiencia” que representan las grandes novelas y que nos permiten despertar y no tener que ir por el mundo como sonámbulos durante el resto de nuestras vidas.


(Leído el 28 de enero de 2009 en Donceles 66, Centro Histórico)

lunes, marzo 02, 2009

El Vega.com en Revista Espiral

Photobucket

Gracias a la amabilidad de Elena Méndez, la revista Espiral incluyó en su edición 21, correspondiente a marzo-mayo 2009, un artículo de este tundeteclas que apareció originalmente en este blog titulado: "APUNTES SOBRE EL ARTE DE TALLEREAR".

Les dejo aquí la liga para que lo puedan leer, entre otros artículos: http://www.revistaespiral.org/espiral_21/literatura.htm