sábado, marzo 14, 2009

Toda la literatura es de autoayuda

Por Guillermo Vega Zaragoza

Se plantea aquí el tema de “Autoayuda versus Literatura” como si ambas fueran necesariamente antagónicas. Lo cierto es que en ciertos círculos intelectuales y para muchos lectores hay una especie de resquemor en relación con toda esa categoría editorial que se conoce como “libros de autoayuda”, que puede ser tan amplia y laxa como se quiera y que puede abarcar desde Og Mandino, Dale Carnegie, Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Paulo Coelho, Jorge Bucay, Deepak Chopra, hasta Edward de Bono, Tom Peters, Stephen Covey y un larguísimo etcétera.

Y como siempre, lo primero es tratar de definir lo que se entiende como “libros de autoayuda” y el porqué de su éxito, qué necesidad satisfacen a quienes los leen (si es que satisfacen algo), y cuál su relación con lo que llamamos literatura.

Desde una posición entusiasta en relación con este tipo de libros, el filósofo y escritor argentino Alejandro Rozitchner dice en su obra Ideas falsas: moral para gente que quiere vivir, que la literatura de autoayuda es “un género que se define por el uso, una literatura que confronta ideas con realidades, en la que ―aún más― las ideas son el material destinado a ejercer su influjo en una experiencia concreta”. Para él, la de autoayuda es una “literatura de filosofía práctica, una filosofía moral aplicada, una producción de manuales de vida, observaciones volcadas a la práctica”.

Y abunda: “La literatura de autoayuda hace que uno piense en sí mismo detalladamente. Produce una observación y un reconocimiento minucioso de los detalles de sí mismo, un reconocimiento de los propios deseos. Es una literatura de autoconocimiento”. En suma, para este pensador argentino, “la literatura de autoayuda es una herramienta poderosa y valiosísima, un recurso para los individuos inquietos que quieren trabajar sobre sí mismos”. Sin embargo, reconoce que “no son libros mágicos. No les puede ser endosado el defecto de ser eficientes de manera total y definitiva. Es un empujón o una propuesta para realizar operaciones de sentido que avanzan en una dirección determinada. Algunos individuos pueden apoyarse en ellos para avanzar”.

Sería admirable (y nos haría guardar cierta esperanza en la salvación del género humano) que la gran mayoría de los lectores asiduos u ocasionales de estos libros se acercaran a ellos porque se trata de “individuos inquietos que quieren trabajar sobre sí mismos”, como dice Rozitchner. Desde esta perspectiva, cuesta trabajo objetar la utilidad y trascendencia de este género editorial (que no literario).

No obstante, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. Como señala, Fernando Reyes en el prólogo de Carpediemeros. Antología de trascendentalismo literario, lo verdaderamente criticable de este tipo de libros son las pretensiones mercantilistas, no la buena o mediana intención de los autores. Los lectores de libros de autoayuda, en su gran mayoría, se acercan a ellos porque desean encontrar soluciones fáciles, como si de recetas se tratara, a problemas de la más diversa índole que demandan respuestas complejas y requieren una considerable inversión de tiempo y esfuerzo.

La literatura de autoayuda se ha convertido en el género editorial de los tiempos de la globalización porque corresponde a la ideología necesaria y predominante en la era del capitalismo salvaje: el individualismo. Así como la novela fue el género literario emergente en los albores del capitalismo, la literatura de autoayuda es el complemento perfecto de la globalización.

Para subsistir como sistema económico, el capitalismo requiere que todos los seres humanos nos convirtamos en consumidores y ciudadanos. Pero no cualquier tipo de consumidor o de ciudadano, faltaba más, sino en un tipo especial: aquél que acepta y ejerce sin chistar las reglas del juego del libre mercado y de la democracia liberal.

La libertad suprema en la era de la globalización consiste en la libertad de elegir qué comprar y consumir de entre decenas, cientos o miles de posibilidades. Pero ¿de veras necesitamos elegir entre tantos tipos de champús, cereales, papeles de baño, canales de televisión, automóviles, computadoras, teléfonos celulares, bebidas, etcétera, etcétera?

El avance tecnológico ha reducido drásticamente las diferencias entre un producto y otro (incluso en los costos), por lo que la “ventaja competitiva” de una determinada mercancía radica en el aspecto simbólico: en qué necesidad simbólica satisface en quien consume determinada marca. Estas necesidades son eminentemente básicas y se relacionan con los aspectos emotivos de cada individuo: estatus, prestigio, aceptación, pertenencia y, sobre todo, sexo.

La promesa siempre incumplida del capitalismo salvaje es: consume y serás feliz. “Toma Coca Cola y disfruta la chispa de la vida”. Pero esa chispa dura lo que una lata de refresco, ¿y después? Para ser permanentemente feliz tienes que consumir permanentemente. Apenas acabas de comprar el nuevo modelo de celular y ya fue puesto a la venta el siguiente, totalmente mejorado. “Debo tenerlo, ya, ahorita, right now; si no, no seré feliz”.

El hombre hipermoderno, dice Fernando Reyes, es un ser que rechaza la tradición, el pasado y lo clásico, privilegia la novedad y el cambio, anda en busca de respuestas inmediatas, considera el ocio como una simple oportunidad de entretenimiento en lugar de un espacio de reflexión y creatividad. “No sabemos qué hacer con la soledad, la despojamos de cualquier virtud, la soledad ―pensamos― no es buena”. Sin embargo, la soledad es el corolario del individualismo, cuyos valores supremos son la libertad y la búsqueda de la realización personal por encima de todas las cosas (la familia, la pareja, la sociedad, etcétera). Si alguien no es feliz, no puede ser un buen consumidor, pero mientras más consumimos, menos felices somos.

En La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, el escritor y filósofo francés Pascal Bruckner señala que “el hombre de hoy en día sufre también por no querer sufrir, igual que podemos enfermar a fuerza de buscar la salud perfecta. Por otra parte, nuestra época cuenta una extraña fábula: la de una sociedad entregada al hedonismo a la que todo le produce irritación y le parece un suplicio. La desdicha no sólo es la desdicha, es algo peor: el fracaso de la felicidad”. Esta ideología del deber ser feliz “lleva a evaluarlo todo desde el punto de vista del placer y el desagrado, este requerimiento a la euforia que sume en la vergüenza o en el malestar a quienes no lo suscriben. Se trata de un doble postulado: por una parte sacarle el mejor partido a la vida; por otra, afligirse y castigarse si no se consigue”.

De esta forma, hemos llegado a una paradoja aberrante: nos la pasamos en busca de la felicidad (o de la promesa de alcanzarla), y una vez que la alcanzamos (es decir, que hemos hecho todo lo que se nos dijo para alcanzarla) nos sentimos aún más infelices. ¿En dónde está la falla entonces? Resulta que tener no es lo mismo que ser. ¿Y cómo puedo llegar a ser? He ahí donde entran al rescate los libros de autoayuda: manuales prácticos para ser lo que quieras en cuestión de días o de semanas. (“Es más: todavía ni lo leo, pero nada más con comprarlo ya me siento un hombre nuevo”).

He ahí la sabiduría del hombre globalizado condensada en libros como ¿Quién se ha llevado mi queso?, El monje que vendió su Ferrari, El secreto, Juventud en éxtasis, El caballero de la armadura oxidada, Las mujeres que aman demasiado, o ¿Por qué los hombres aman a las cabronas?, entre muchísimos más (decenas de miles quizá). Es conveniente repetirlo: no se duda de la calidad y las buenas intenciones de algunos de ellos, sino de la forma en que son ofrecidos al público y en que éste se acerca a ellos: supuestas soluciones fáciles e inmediatas a problemas añejos y complejos.

Sin embargo, no todos los libros que se promueven como de autoayuda ofrecen soluciones fáciles ni se quedan en la superficialidad. Son quizá a los que se refiere Rozitchner. Por ejemplo, un libro como Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva (y su reciente revisión: El 8vo. hábito: de la efectividad a la grandeza), de Stephen Covey, que es uno de los libros que más comúnmente se utilizan como referencia en los procesos de superación personal o desarrollo personal. Para cumplir a cabalidad los planteamientos del autor se requiere una gran fuerza de voluntad, una enorme convicción y una capacidad superior de autoanálisis. Muchos la habrán leído, pero puedo asegurar que pocos en realidad han seguido los preceptos planteados en dicha obra.

Ahora, lo cierto es que en el fondo no hay (o no debería haber) contradicción entre la literatura y los libros de autoayuda. En realidad, toda la gran literatura es de autoayuda, desde la Ilíada hasta Pedro Páramo. Porque la gran literatura habla del proceso de transformación de los personajes, cuya única diferencia con los seres humanos es que están hechos de palabras. Pero ahí está lo fundamental, como lo plantea Rozitchner: los personajes literarios son también “individuos inquietos que quieren trabajar sobre sí mismos”. A través de la magia de la literatura, por unas horas nos volvemos esos personajes y podemos vivir y padecer sus desventuras, sus miedos, sus obsesiones, sus traumas, sus ilusiones, sus alegrías, y podemos aprender de ellas y encontrar un punto de contacto con nuestras propias vidas, para trabajar “sobre nosotros mismos”. ¿Qué mejor manual sobre las consecuencias de no saber controlar la ira que la Ilíada?: “Canta, oh musa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —se cumplía la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando el Átrida, rey de hombres, y el divino Aquiles”.

La cuestión es que —producto de nuestro tiempo— la literatura de autoayuda ofrece al lector la promesa de soluciones fáciles, predigeridas, de inmediata implementación en la vida cotidiana; son libros “prácticos” para personas que no tienen mucho tiempo para disfrutar la lectura y reflexionar sobre lo leído. Todo lo cual no es ni bueno ni malo: simplemente es. Lo criticable es que en muchas escuelas se eleve a este tipo de libros como “grandes obras de la literatura” y se obligue a los estudiantes a leer sólo eso. Sí, se puede leer a Paulo Coehlo, pero también hay que leer a William Shakespeare, a Pablo Neruda, a Octavio Paz, a Henry Miller, a José Agustín.

Finalmente, quiero aprovechar la ocasión para recomendar dos libros que demuestran que la literatura no está peleada con el concepto de autoayuda. Se trata de El club de la pelea, de Chuck Palahniuk, y La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly.

El primero es más conocido gracias a la película estelarizada por Brad Pitt y Edward Norton. Cuenta la historia de la creación de un club masculino donde los hombres se dedican a pelear a mano limpia hasta quedar exhaustos en busca de restablecer contacto con su ser interior, de volver a sentir algo, aunque sea el dolor de los golpes; una especie de grupo de autoayuda donde sale uno con los ojos morados y los dientes flojos, pero contento de volver a sentir algo, de volver a sentirse humanos. Desde luego, se trata de una parodia cáustica y sin concesiones, dolorosa, atroz y divertida.

Cito un fragmento:

Veo mucho potencial, pero está desperdiciado. Toda una generación trabajando en gasolineras, sirviendo mesas o siendo esclavos oficinistas. La publicidad nos hace desear coches y ropas. Tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos, no hemos sufrido una gran guerra ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock. Pero no lo seremos, y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy encabronados.

Yo viví con mi padre unos seis años, pero no recuerdo nada. Cada seis años, más o menos, mi padre funda una nueva familia en otra ciudad. O mejor dicho, establece una franquicia.

Lo que ves en el club de la pelea es una generación de hombres criados por mujeres.

Mi padre nunca fue a la universidad, así que era realmente importante que yo fuera. Al acabar la universidad, le llamé por teléfono y le pregunté: “¿Y ahora qué?"

Mi padre no sabía qué responder.

Cuando conseguí un trabajo y cumplí veinticinco años, le volví a llamar y le pregunté: “¿Y ahora qué?”. Mi padre no sabía qué responder; así que me dijo: “Cásate”.

Tengo treinta años y me pregunto si lo que realmente necesito es otra mujer.


El otro es un antecedente lejanísimo de los actuales blogs. Se trata de un conjunto de reflexiones misceláneas sobre la literatura y sobre la vida, escritas por uno de los más grandes críticos literarios de la primera mitad del siglo XX.

Dice Connolly:

El secreto de la felicidad (y, por consiguiente, del éxito) consiste en hallarse en armonía con la existencia, en estar siempre sereno, siempre lúcido, siempre dispuesto, “en sentirse unido al universo sin más conciencia de ello que un idiota”, en dejar que cada día la ola de la vida nos lleve un poco más adentro en la playa.

Leído en el Palacio de Minería, Centro Histórico, Ciudad de México. Febrero 25, 2009

1 Comments:

Blogger e said...

bla bla bla..
como dijera Taibo en una entrevista que le hice,
"No leo libros de autoayuda, me caga el palo" (COINCIDO)

Poner a Chopra a la altura de Un cuento de P. Auster. Estaria de pensarse.

4:07 p.m.  

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