Cuaderno de la Fermatta (II)
La escritura o la vida (o La escritura y la vida)
Si tan sólo se pudiera escribir al mismo tiempo que se vive. Pero es imposible: o se vive o se escribe. Si se escribe inmediatamente después de vivir, queda fijado el momento, el recuerdo de lo vivido, y así permanecerá: petrificado. Pero si no se escribe, si se confía tan sólo en la memoria, el recuerdo se diluye, se evade, se evapora, se pierde y queda muy poco, casi nada. ¿Qué hacer entonces? Se vive, pero se lee menos de lo que se quisiera y se escribe mucho menos de lo que se debiera.
Leo, en La velocidad de la luz, de Javier Cercas que uno de sus personajes cita a Oscar Wilde: “Hay dos tragedias en la vida. Una es no conseguir lo que se desea. La otra es conseguirlo”. Y remata: “Nadie muere por haber fracasado, pero es imposible sobrevivir con dignidad al éxito… Si te empeñas en ser escritor, aplaza todo lo que puedas el éxito”.
Otra vez: es el Bartleby de Vila-Matas, es el Palinuro de Connolly. Es, a fin de cuentas, el cuestionamiento de todo esfuerzo, de no saber con seguridad si esto tendrá algún sentido, si no será mejor dedicarse a otra cosa, o mejor aún: tener la valentía suprema de no dedicarse a nada.
Todo está sucediendo muy rápidamente y apenas puedo registrarlo, lo que vivo, lo que siento, lo que experimento, lo que pienso. Pero la literatura no sólo registra la vida, sino la transforma, crea algo nuevo a partir de lo existente. El simple registro sirve de muy poco si no aspira a trascender y convertirse en arte. Pienso en los diarios de Anaïs Nin, o en los cuadernos de Paul Válery.
Hasta hace muy poco no dudaba de nada, o de muy poco. Estaba seguro de lo que quería y de lo que sabía. Hoy me sorprendo a mí mismo dudando, equivocándome, contradiciéndome, dudando. Ahora no sé muy bien ni siquiera lo que creía que sabía. Es una especie de disolución de mí mismo, estoy desapareciendo, o más bien: estoy apareciendo como realmente soy: vulnerable, frágil, temeroso, inseguro. Como nunca antes, me he sorprendido incluso al borde de las lágrimas cuando hablo sobre algún tema que me toca personal y profundamente, como la muerte de mi madre, la relación con mis hermanos o algún rechazo amoroso.
Pero no tengo escapatoria. Escribo porque no entiendo. Escribo para entender. Estoy condenado a ello. Haga lo que haga, no puedo dejar de tratar de entender la vida (perdón por tanto infinitivo) , y por lo tanto no puedo dejar de escribir. La cuestión es no parar, no ceder ante nada ni ante nadie, seguir escribiendo a pesar de uno mismo, a pesar del fracaso, pero sobre todo, a pesar del éxito.