miércoles, enero 24, 2007

Despatrados

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El suertudote del Marlboro Bichir, como Pancho Villa...

El dramaturgo Hugo Argüelles afirmaba que el verdadero drama del mexicano era la ausencia del padre; es decir, que somos un país de “despatrados”, más que de desmadrados.

Aunque en las familias esté físicamente presente el padre, generalmente está ausente, pues la mayoría de los mexicanos sienten que han fracasado en la vida: tienen trabajos que odian, son sobajados y humillados por el jefe, el gobierno y sus mismas esposas, y por lo mismo han perdido el respeto por sí mismos y el de su familia. Los medios de comunicación se encargan todos los días de recordarles que son unos “don nadie”, ya que no son jefes de nada, no tienen una casota, ni un carrote ni una viejorrona buenísima siempre sexualmente dispuesta. La esposa y los hijos los ofenden y humillan. El padre, entonces, se refugia en algún vicio, generalmente el alcoholismo, y se convierte en un fantasma. Está ahí, pero a nadie le importa.

Sin embargo, hay padres que, a pesar de saberse fracasados en lo más hondo de su ser, mantienen un reino de terror en sus hogares a través de la violencia física, emotiva y simbólica. Ya que no pueden hacerse respetar, por lo menos logran hacerse temer. Igualito que el actual gobierno.

Y finalmente está el padre ausente, aquél que desaparece, que huye de sus responsabilidades y le deja todo el paquete a la madre.

Los hijos, a pesar de que la madre no se los infunda concientemente, de todos modos crecen con una relación de amor-odio hacia el padre que los rechazó (pero al que también añoran), o hacia ese padre que no se da a respetar, que soporta las humillaciones de la esposa, del patrón o de las autoridades, pero que en lugar de enfrentarlas huye y se refugia en la cantina, donde se siente el rey por unos momentos.

Entonces, la mexicana es, paradójicamente, una sociedad matriarcal que reproduce un patriarcado mutilado e impotente, donde el poder se ejerce sólo mediante la violencia, ya que no puede ejercerse a través de la autoridad que proporciona el ejemplo y el respeto.

Si en el cine (y el arte en general) de un país se refleja la psique de esa sociedad nacional, no es raro que sea recurrente el drama del mexicano despatrado, en películas como Amores perros, y ahora Fuera del cielo.

Hay que recordar (ahora que está tan de moda colgarse el milagrito del “triunfo de los mexicanos en Hollywood”) que la primera película de la dupla Arriaga-González Iñárritu es precisamente un tríptico sobre el padre: el ausente (los hermanos), el que abandona (el que se va con la modelo que queda coja) y el que quiere regresar (El Chivo). La película de Javier Patrón se regodea en lo mismo, con dos historias paterno-filiales, frágilmente conectadas, pero de gran fuerza dramática y visual, sobre todo por el gran trabajo de los actores y la cuidada puesta en escena.

El Marlboro (un Demián Bichir contenido que logra expresar el drama interno del personaje sin abrir casi la boca) es un ratero que sale de la cárcel después de cinco años. Regresa al barrio, donde es una leyenda por su fama de cabrón y ojete, a encontrarse con que nada ha cambiado, salvo que su mujer (Dolores Heredia) vive ahora con el judicial que lo entambó (Damián Alcázar). Esta mujer tiene una hija (Martha Higareda) que está en la edad de la punzada y sobre la que el Marlboro ejerce una enfermiza fascinación (quiere que se la coja, pues).

El Marlboro tiene un hermano menor, el Cucú (Antonio Hernández), que supuestamente lo traicionó y por eso lo entambaron, y un tío, Jesús (Rafael Inclán), un ex boxeador borrachín, cuya única gloria es haber noqueado a Pipino Cuevas cuando todavía no era campeón. El tío Jesús crió al par de hermanos, porque el padre los abandonó y la madre (una soberbia Isela Vega que en cinco minutos se roba la película), hoy una vieja decrépita y drogadicta, era una puta que se los regaló al tío. También está la historia del senador priísta (Ricardo Blume), con una hija que se va a morir de cáncer, pero cuya madre siempre la ha rechazado. El Cucú, que tiene como novia a una teibolera (Elizabeth Cervantes), le roba el bolso a la hija y al senador le quitan el carro y lo meten a la cajuela, nomás de cabrones, para luego irlo a tirar a un basurero.

No se las cuento toda para que la vayan a ver, pero espero que con estos elementos ya se hayan dado cuenta de hacia dónde va la cosa con esta película, que tiene momentos de una oscura intensidad y belleza.

Y sí, al final también uno tiene ganas de saltar al vacío desde el segundo piso del Periférico, nomás para escapar de esta pinche realidad mexicana tan culera.

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