miércoles, junio 01, 2011

Los ojos de un venado de Cecilia Durán Mena

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Ojos de un venado

Por Cecilia Durán Mena

(Publicado en Hijos de la Pólvora. Antología de Relatos Hispanoamericanos, Latin Heritage Foundation, Washington, EUA, 2011. Adquiérelo en Amazon.com).

Teodoro Villaseñor recordó el dicho: “De tanto estirar la cuerda la terminas reventando”. Se secó la frente con el pañuelo, miró a su nieto y prefirió guardar silencio. Al mirar la escena pensó que tal vez ir de cacería no había sido tan buena idea. De buenas intenciones esta pavimentado el camino al infierno.

Hacía años que no aceptaba la invitación de su alumno, el general Fernando Garrido, para ir a cazar venado de cola blanca. Cada año le llegaba la invitación y cada año era la misma respuesta: “Ya estoy viejo”. Desde la muerte de su querida Rebeca nada lo animaba a salir y dejar su actitud de ermitaño. Claro que la cacería era diferente, era de las pocas actividades que jamás había compartido con su hija. La necedad del general Garrido se hacía patente una vez más. No se resignaba a las negativas de su maestro y le envió su invitación para la temporada de caza.

Pero este año la insistencia cayó en tierra fértil. Teodoro Villaseñor reflexionó que era tiempo de hilvanar una actividad que divirtiera a su nieto y le trajera buenos recuerdos de su abuelo cuando él ya no estuviera. No todo podía ser regaños. Así que habló con su alumno y le avisó que podían pasar a recogerlos a Monterrey el 28 de noviembre, fecha en que iniciaba la temporada de cacería.

Como en aquellos tiempos fue el propio general Garrido quien pasó por su querido maestro y por su nieto. Se sorprendió al ver a Teodoro Villaseñor tan fuerte y saludable a pesar de los años. No dudó, estaba seguro de que podría seguirles el paso en la persecución de venados; el nieto era un puberto, callado, la cara llena de granos, ojos pequeños flaco, de manos y piernas largas, que arrastraba con pesadez. Éste sí le preocupó a Garrido. No le veía patas pa´ jinete. Se veía torpe, de los que podían causar accidentes. Sería mejor mantenerlo a su lado en todo momento.

El general Fernando Garrido tenía 56 años, era un ranchero fornido, de bigotes tupidos, cejas juntas, pelo en pecho, manos fuertes y callosas. Se graduó como ingeniero militar con honores para complacer a su madre. A los 41 se retiró anticipadamente del ejército. Se jactaba de haberlo hecho en el momento oportuno, antes de que empezaran los cocolazos. Con los ahorros de su vida compró un rancho cinegético en Nuevo Laredo.

Era famoso porque organizaba grupos de cazadores a los que les armaba los mejores paquetes de la región, con: estancia, alimentos y bebidas preparadas por el cocinero con ayudante; guía, chofer y vehículo con apoyo constante por radio; permisos y cintillos de cacería. Ofrecía cacerías de seis días o hasta que se consiguiera abatir o herir un venado, lo que ocurra primero. Gracias a su buen oficio, el general Garrido hizo mucho dinero con su entretenimiento favorito. Ahora era dueño de múltiples ranchos cinegéticos tanto en Tamaulipas como en Texas. En el camino del aeropuerto de Monterrey al rancho, Garrido le explicó al nieto:

—La temporada de cacería oficial es durante los meses de diciembre y enero. La razón es muy simple: es durante este mes cuando más entrados en celo están los venados, sus rastros son más claros, su presencia es menos discreta y su conducta es muy previsible.
—Pero hoy es 28 de noviembre —dijo el joven.
—Ya sé por dónde vas, muchacho. La primera cacería de la temporada yo la reservo para mis amigos más queridos, como tu abuelo. Es un evento privado ¿entiendes? Pa´ los cuates. Aquí el chiste es agarrar un macho adulto, pero el tamaño y calidad depende de la suerte, habilidad, tenacidad, experiencia o paciencia de cada cazador. El rancho es un terreno totalmente virgen y natural, abierto y libre de obstáculos en donde los venados habitan y se mueven en absoluta libertad. Ponte abusado, no te vayas a perder. Yo ofrezco las condiciones óptimas para obtener un gran trofeo, pero no puedo asegurar que se obtenga, ya que eso depende de cada cazador.
—¿Sólo venados, general?
—No, muchacho, pa´ mis cuates también hay jabalíes de collar. Y ¿sabe que, maestro? —dijo dirigiéndose a Teodoro Villaseñor—. Le tengo una sorpresa, ya se puede cazar con arco y flecha, si gusta. O si viene de arriesgado, le presto mi rifle de alto poder.
—No, Garrido, yo traigo mi escopeta.
—A´í como usté quiera, eso es a gusto de cada quien.

Al llegar al rancho fueron recibidos por el cocinero y su ayudante, quienes tomaron su equipaje. Luego Garrido fue a resguardar las armas. Una chica les asignó sus habitaciones y les indicó los horarios de comidas.

Era casi la hora de cenar cuando Teodoro Villaseñor y su nieto se unieron al grupo de cazadores que estaban en la estancia. Muchos habían sido sus alumnos. Todos lo saludaron con cariño y respeto. Garrido se lució preparando él personalmente los alimentos y al finalizar salieron a platicar alrededor de una fogata.

—Esta es una forma de crear un ambiente de camaradería que uno busca en la cacería —le dijo Teodoro Villaseñor a su nieto.
—¿Un traguito, maestro, para conciliar el sueño? —dijo Garrido.
—Sólo uno, mañana hay que madrugar.
Toda la velada los viejos le dieron indicaciones al nuevo cazador:
—Llévate una chamarra de mezclilla para protegerte de las espinas —dijo uno.
—No, mejor vístete de ropa de cacería, de camuflaje, para que también puedas moverte con libertad sin espantar a los venados —dijo otro.

Le explicaron que en la madrugada la temperatura era por debajo de los cero grados, pero que al salir el sol, el calor subía de forma abrupta, hasta los veintiséis o veintisiete. Por esto era importante salir abrigado, con guantes y pasamontañas. Hablaron de la importancia de la disciplina entre los participantes de la cacería como de un asunto de vida o muerte.

La cacería comenzó antes del alba. Teodoro Villaseñor sonreía al ver la cara bobalicona de su nieto, por la sorpresa ante el cielo estrellado, por la obediencia de los perros, la novedad de cargar un rifle, la admiración que le causaba el paisaje terregoso, seco y lleno de espinas.
Garrido continuó aleccionándolo:

—Al empezar la cacería, es importante familiarizarse con el lenguaje y el entorno, aprender el nombre local de plantas y animales, ya que los guías son personas que han vivido en esos parajes toda su vida y las cosas nuevas para ti, son lo cotidiano para ellos, así cuando te digan: "Abajo del paloverde" o "Detrás de la pitahaya" sabrás el punto que te desean indicar; lo mismo que el idioma, ya que los guías llaman "buro" al venado bura macho; para ellos un bura es la hembra y cuando hablan de venados se están refiriendo al cola blanca, no al bura.

Amanecía y lo primero que el grupo observó fue a unas venadas, como a 300 metros rumbo al sur, las cuales mascaban el maíz que previamente los guías regaron en las brechas. Garrido se llevó el índice a los labios, ordenando silencio. Atentos para ver si las acompañaba un venado, apuntaron sus rifles. Lástima: solamente estaban ocho venadas y dos cervatillos que duraron alrededor de hora y media en el mismo lugar, lo cual los estaba desesperando, porque ya eran las nueve y todo hacía suponer que una hora más y regresarían al campamento.

Como a los veinte minutos se percibió un movimiento al final de la brecha con dirección norte. Tratando de ubicar con la mira telescópica del rifle, Garrido observó una venada caminando rumbo a la brecha. Enseguida vio que atrás de ella, como a 10 metros, venía un venado.

—Tiene buena canasta —susurró el general Garrido. Lo sabía no porque hubiera observado cada uno de los picos; lo que llamó su atención era que las orejas sobresalían considerablemente. Parecía un buen trofeo. Estaba como de 500 metros de distancia, por lo que, lo más seguro era que fallara o solamente lo hiriera, Garrido bajó el arma. Al aumentar los poderes de su telescopio hasta 20 observó que realmente era un buen trofeo de 10 puntas: lo que todo cazador busca. Observó por la mirilla al macho inquieto siguiendo a la venada. En ese preciso momento el animal dejó de observar a la hembra y levantó la cabeza presintiendo el peligro, lo que alertó a Garrido a disparar a esa distancia antes de que saliera huyendo.

Teodoro Villaseñor escuchó seco, el sonido característico de un tiro que da en el blanco, pero para su sorpresa vio al venado saltar una cerca de alambre en dirección a ellos. Lo observo corriendo con la cabeza levantada lo cual le indicó que posiblemente Garrido había fallado el tiro. Le gritó a su nieto: ¡Dale! El nieto, obediente, disparó. Seco. ¡Entró, entró el disparo!, gritó enardecido el abuelo.

—Los venados con disparos bien dados, corren mucho —dijo Garrido—. Vamos a esperar un tiempo prudente y después vemos si hay manchas de sangre.

Caminaron rumbo a la brecha muy despacio porque todavía estaba por ahí la venada y si se había fallado el tiro, a l mejor el macho regresaba a buscarla. Como a unos 10 metros observaron rastros de sangre en el suelo. El nieto respiraba agitadamente. Sonreía. El abuelo miró a los cazadores a su alrededor, levantó las cejas. Recibió palmadas en la espalda. Rápidamente corrieron al lugar y observaron como el poste de la cerca estaba manchado de sangre.

—Sí, va bien pegado el animal —dijo Garrido—. Miren los rastros. Se va a complicar la búsqueda del venado y más con la velocidad con la que se fue corriendo —y le gritó al ranchero que los ayudaba—: Manchas, tráete a Martes, esa perra es la mejor. y se dirigió al nieto: Esa te va a encontrar tu venado, hijo.

Manchas, el ranchero, regresó con la perra. Olfateó la mancha de sangre y le ordenó que buscara. Como a 35 metros del disparo, al lado de un abundante charco de sangre color rosa, junto a una nopalera, la perra se detuvo.

—¿Qué le pasa, por qué no sigue buscando? —dijo el nieto.
—Ya lo encontró. Ya encontró tu venado —dijo entusiasmado el general Garrido.
Atrás de un huizache estaba el venado. Garrido gritó que estaba muy bueno y tenía arete, doble defensa y astas de muy buen tamaño. Manchas gritó que estaba vivo. El nieto corrió en dirección de la voz, dejó atrás al abuelo, que no pudo avanzar a la misma velocidad, al llegar se agachó. Miró directamente los ojos de su venado. El animal agonizante le devolvió la mirada. Quedó hechizado, el muchacho jamás había visto unos ojos que fueran cielo y mar al mismo tiempo.

Una flama iluminó el interior de los ojos del ciervo. Una espiral se dibujo en ellos mostrando, por un segundo, las puertas de la eternidad. El nieto bebió esta esencia. Luego un vaho opacó ese espejo. Se enturbió el lago. El venado murió. El nieto se arrodilló y rodeó con sus brazos el cuello del animal.

Al llegar al lugar, Teodoro Villaseñor vio a su nieto en el suelo. Sacó su pañuelo, se secó un sudor inexistente de la frente y pensó que tal vez ir de cacería no había sido tan buena idea. Estaba a punto de arrodillarse junto a su nieto, cuando este se volvió. Sus ojos eran una espiral, una escalera de caracol que llegaba a una profunda oscuridad. Eran ojos que contenían un abismo del que emergieron como chorros risas a borbotones, frías y calientes, relámpagos de euforia.

El joven se abalanzó sobre su abuelo. Lo tiró de espaldas al suelo terregoso. Se montó sobre él.

—¡Lo maté abuelo, lo maté! ¡Lo logré! ¡Sí, sí, fui yo! —levantaba los brazos con los puños cerrados y una risa victoriosa.

El abuelo sonrió. Ahí tirado en el terreno pedregoso, sucio, con su nieto montado sobre el pecho, por primera vez en su vida sintió verdadero orgullo de él. Intentó incorporarse. El chico no lo dejó. Entonces, también sintió miedo.