martes, enero 19, 2010

El infierno de un hombre serio



Ya entrados en recrear mitos ancestrales, los hermanos Ethan y Joel Coen ahora dan su propia, oscura, mordaz y enigmática versión de la historia del santo Job en A serious man, una cinta notable con reminiscencias de sus mejores momentos fílmicos, como fueron Barton Fink, The Big Lebowski, The Man Who Wasn't There y O Brother, Where Art Thou?

La película comienza con una fábula extraña hablada en yiddish: en un pueblo de Europa central, en el siglo XIX, un hombre llega a su casa y le cuenta a su mujer que se ha encontrado en la calle al rabino Groshkover y que lo ha invitado a comer. Ella, sorprendida, le dice que no puede ser posible, porque el rabino falleció hace tres años. Ella le dice que es un dybbuk, una especie de fantasma. En eso llega, el rabino y la mujer le encaja un punzón en el pecho para comprobar que es un dybbuk. El rabino sigue riendo, aunque le sale sangre del pecho y sale a la calle. El marido le dice que se han condenado y ella responde que es preferible eso a tener que soportar a un demonio.

Pasamos a la vida de Larry Gopnik, un profesor de física en un suburbio judío de Minneapolis en 1967. El ambiente es como una pesadilla de Woody Allen: narices aguileñas, lentes de pasta y barbas por doquier. Él es, efectivamente, un hombre serio, que hace todo lo que han dicho que es correcto, pero todo en la vida empieza a irle mal: su mujer lo engaña con su mejor amigo y le pide el divorcio; un alumno coreano trata de sobornarlo para que no lo repruebe, poniendo en peligro su nombramiento de catedrático; su hijo adolescente fuma marihuana y lo ha embarcado en un club de discos sin avisarle; su hija está obsesionada con el lavado de su cabello y en operarse la nariz; su hermano es una especie de genio autista que se la pasa haciendo notas en su libreta para encontrar la fórmula para descifrar los mecanismos del azar y además le encantan las apuestas; su torvo vecino invade su jardín; la esposa de éste se asolea desnuda y fuma mota en el patio.

Como es un hombre justo, Larry quiere desentrañar el significado de lo que le está pasando. Para tratar de entender por qué Dios se ensaña con él de esta forma o si le está tratando de decir algo que no alcanza a comprender, acude en busca de auxilio espiritual con los rabinos de su comunidad. Uno, el más joven, no tiene ni idea y le pide que simplemente acepte las cosas. Otro, más viejo, le cuenta la historia de un dentista que encuentra grabada una inscripción en hebreo en los dientes de un paciente goy que dice “Ayúdame”; el dentista se obsesiona con ello hasta que descubre que los símbolos también podrían ser un número telefónico, lo marca y encuentra que es una recaudería, a la que acude; hasta entonces puede dormir tranquilo. Larry le pregunta al rabino qué pasó con el paciente que tenía inscritas las letras y el rabino le responde: “¿A quién le importa?”

El rabino más viejo ni siquiera lo recibe. Entonces, las cosas empiezan a cambiar, parece que todo se va arreglando: el amante de su esposa muere en un accidente, la esposa del vecino lo invita a fumar mota, su hijo celebra su bar mitzvah bajo los influjos de la marihuana, pero sin mayores contratiempos. Hasta que recibe la cuenta del abogado por tres mil dólares. Decide entonces aceptar el soborno del alumno. Pero en cuanto modifica la calificación se suceden otros hechos catastróficos y la película termina abruptamente, dejándonos exactamente igual que el protagonista: estupefactos ante la arbitrariedad del azar o del destino, como se prefiera.

Sin estrellas, con un reparto de muy buenos actores, poco conocidos en el medio fílmico, con reconocida solvencia e irónica contención, los Coen cuentan una fábula sobre la utilidad o inutilidad de la fe, sobre la incertidumbre de hacer lo correcto o incorrecto, sobre la existencia o inexistencia de Dios, en un mundo caótico y vertiginoso, haciéndonos reflexionar acerca de que las pequeñas catástrofes cotidianas o las grandes tragedias humanas a veces no tienen ninguna explicación, ninguna causa, por más que busquemos hallarles algún sentido. De poco sirven las quejas y los cuestionamientos. Simplemente suceden, hay que aceptarlas y seguir adelante.

Tal y como lo dice el epígrafe de Elie Wiesel con que comienza la película: “Recibe con sencillez todo lo que te pase”.

1 Comments:

Blogger Mi nombre no importa said...

La película, por culto, hay que verla. Por supuesto, para aquellos que el cine les interese.
Opino que redunda en el estilo coeniano sin trascenderse. No obstante, es una película que empuja a la reflexión profunda.

Saludos

10:16 a.m.  

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