miércoles, diciembre 30, 2009

Nuevo libro del Morcillo prologado por el Vega.com

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En su columna "Salón Palacio" en La Jornada, Carlos Martínez Rentería dice lo siguiente:

"Nuevos libros de Morcillo y Campbell

En días recientes aparecieron los libros de dos amigos cercanos: Alfonso Morcillo, quien confirma sus dotes narrativas al publicar su primera selección de relatos, Edificio A, Departamento 69, que según su prologuista Guillermo Vega Zaragoza, muestra a un discípulo avanzadísimo de Ernest Hemingway, Raymond Carver, John Fante y Charles Bukowski... Por su parte, Federico Campbell Peña es fiel a su vocación pacifista y antimperialista con su libro La carroza negra de Bush, en el que hace una documentada denuncia de la manera en que decenas de mexicanos fueron reclutados en el Ejército estadunidense y llevados a la guerra contra Irak".

Ahí les va el prólogo, para que no digan que soy díscolo. Consigan el libro. Lo editó Fridaura.

Otro círculo del infierno
Por Guillermo Vega Zaragoza

Si Dante hubiera sido mexicano, sin duda uno de los círculos del infierno se parecería a una de las tantas unidades habitacionales que proliferan en la zona metropolitana de la Ciudad de México. Pero Alfonso Morcillo sí nació en México e incluso vivió gran parte de su vida en uno de esos hacimientos inhumanos, donde los acusados por el pecado de no pertenecer a las clases privilegiadas tienen que purgar su condena.

Un poco como el francés Georges Perec en La vida: instrucciones de uso, donde cuenta la vida de los habitantes de un edificio, Morcillo relata la vida de estos personajes que están más allá de toda esperanza, atrapados en un eterno presente del que no pueden escapar y ni siquiera pueden padecer nostalgia alguna porque para ellos todo tiempo pasado fue aún peor.

Morcillo escribe con un estilo duro, acerado, sin recurrir a circunloquios innecesarios. Pocas veces se da el lujo de poetizar y cuando lo hace es para estrujarnos aún más. Discípulo avanzadísimo de Ernest Hemingway, Raymond Carver, John Fante y Charles Bukowski, en sus relatos Morcillo deja al descubierto el hueso y la carne necesaria, nada de grasa o pellejos que obstaculicen el desarrollo de las desgarradoras historias que nos cuenta.

Como narrador, Morcillo es implacable. A todos sus personajes los trata igual. No los juzga, pues ellos mismos ya se encuentran condenados. Más bien los sigue y los observa, como un entomólogo que analiza y clasifica bichos, algunos más dañinos que otros. Ante su escalpelo desfilan todos los personajes-tipo de esta clase de conglomerados sociales: el taxista que vende droga, el travesti, el dealer, la vecina escandalosa, el matrimonio destrozado, la esposa infiel, la prostituta que busca escapar a toda costa de esa vida, los testigos de Jehová que se enfrentan a los portazos en la nariz, el adolescente darketo, la abuela que saca fuerza de quién sabe dónde y la familia que se acaba de mudar a la unidad y que no sabe a qué sucursal del infierno se ha venido a meter.

Edificio A Departamento 69 está conformado por cuentos propiamente dichos, algunos de ellos eminentemente notables, así como por relatos que son más bien viñetas o estampas que buscan equilibrar el tono descarnadamente realista que unifica al conjunto.

Una urbe como la capital de México es imposible de abarcar narrativamente por una sola persona. Una novela como La región más transparente de Carlos Fuentes sería impensable en estos momentos. Hoy México es muchos Méxicos y por eso requiere ser contada por muchos narradores que muestren y den testimonio de esa multiplicidad de personajes e historias que acontecen día con día en esta metrópoli al mismo tiempo terrible y fascinante.

Po eso Alfonso Morcillo decidió armar un libro de cuentos como éste, siguiendo la máxima de León Tolstoi: “Si quieres ser universal escribe sobre tu aldea”. Porque en ese microcosmos de la unidad habitacional se reflejan y sintetizan muchas de las historias con las que se van sentir identificados los lectores.

Así, Morcillo nos presenta verdaderos cuadros de costumbres, cuestión que no hay que tomar en un sentido peyorativo, sino que, a través de una reproducción casi fotográfica de la realidad, con escenas crudas, vocabulario rudo y colorido, con gran plasticidad y precisión, nos entrega su propia visión descarnada de los usos y costumbres de una parte de la sociedad mexicana de principios del siglo XXI, de esa gran mayoría que sale muy temprano en la mañana a ganarse el pan, con el sudor de su frente, como pueda y como se pueda. A veces lo logran, otras no. Se trata de la lucha por la vida en su nivel a veces más primitivo, más elemental, a pesar de que aparenten cierto nivel de civilidad. Se trata de vivir o morir en un segundo, como consecuencia de un error, de una mala decisión o simplemente de la mala suerte.

Coyoacán, México, septiembre 2009.

lunes, diciembre 28, 2009

¿PODRÍA EL VERDADERO CARLOS MONSIVÁIS PONERSE DE PIE?

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Por Guillermo Vega Zaragoza


Carlos Monsiváis
Apocalipstick.
Debate, 2009.


Publicado en La Jornada Semanal (27/12/2009)

Nunca creí esa leyenda urbana de que no existía un solo Carlos Monsiváis sino muchos, que eran vistos al mismo tiempo en marchas, presentaciones de libros, exposiciones, programas de televisión, en el cine, en el Metro o donde sucediera cualquier cosa digna de ser registrada en una crónica. Ya lo había dicho Sergio Pitol, que lo conoce desde que era un imberbe: “Carlos Monsiváis es un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre”. Aún así, me resistía a aceptarlo. Pero ahora la creo porque en su nuevo libro llamado Apocalipstick (colorido mot-portemanteau) consigue lo que a una sola persona le resultaría casi imposible: presentar un retrato múltiple y omnisciente de la Ciudad de México y las variopintas huestes que la habitamos.

En algún lugar Monsiváis ha dicho que cualquier foto de la Ciudad de México donde no aparezcan personas es una abstracción (o algo así) porque lo que la define es precisamente la mucha-gente, la aglomeración, la multitud, la muchedumbre. También dijo que uno de los colmos de la ciudad es que un evento fracase por falta de público (si no fue nadie es porque nunca sucedió). O a lo mejor ni lo dijo él, pero alguien se lo atribuyó para ganar prestigio, vaya uno a saber. Lo cierto es que en esta ocasión ha concentrado su atención en el comportamiento, las actitudes, los usos y costumbres y el imaginario colectivo de eso que por pura comodidad y pereza solemos llamamos los capitalinos, chilangos, defeños o —de plano en el colmo de la ordinariez— “distritofederalenses”.

Monsiváis asume juguetona y resignadamente la posibilidad de que en esta cuidad ya haya sucedido el Apocalipsis, (y si no nos dimos cuenta fue porque de seguro sucedió durante algún puente vacacional), o a lo mejor ya ocurrió varias veces, con lo que la antigua Tenochtitlan (con todo y Metrobús) sería ya una urbe post-post-post-apocalíptica. Escatológico o no, el libro de Monsiváis funciona como un retablo, o mejor: un mural; o mejor: casi un aleph, que nos lleva vertiginosamente de un lugar a otro, de un antro a otro, del Metro al Zócalo, de Polanco al multifamiliar, de la Zona Rosa a los malls, de la metafísica del asalto a la economía política del ambulantaje, del vía crucis cotidiano de los embotellamientos al vía crucis de Iztapalapa, del México freudiano al oráculo del libro de autoayuda, del chisme de vecindad al chat, de los prejuicios seculares a los estereotipos posmodernos, de los encueres colectivos a las marchas históricas, del desmadre consuetudinario e instantáneo al insondable pozo de los deseos reprimidos (Álvaro Cueva dixit).

Al igual que en sus anteriores libros de crónica —Días de guardar (1970), Amor perdido (1976), Escenas de pudor y liviandad (1988), Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se organiza (1988) y Los rituales del caos (1995)—, Monsiváis echa mano de su arsenal de recursos conocidos: el humor incisivo, la ironía mordaz, la paráfrasis insólita, el detalle revelador, la cita memorable, el interludio sarcástico; pero a diferencia de sus anteriores obras, en Apocalipstick es posible detectar una depuración estructural, de estilo y de lenguaje (hace poco declaró que tenía miedo de que “un día la sintaxis acabara por ahorcarlo, de que entre frase y frase quedara atrapado en un paréntesis sin salida”), además de un esfuerzo de síntesis para estar a la altura de la encomienda: lograr que la metrópolis se vea en el espejo de sus crónicas (¿en verdad lo que escribe Monsiváis son propiamente crónicas o debiera acuñarse el nombre de un nuevo género que habrá de desaparecer junto con él?). Ese espejo tendría que ser colectivo o no sería. Por eso, ahora Monsiváis ha prescindido de los retratos individuales o, por lo menos, de los de celebridades políticas, culturales o del medio artístico, para concentrarse en el retrato multitudinario y casi anónimo (“cada quien es único, pero las maneras de ser único se parecen demasiado entre sí”, dice en alguna parte del libro) de las diferentes especies que pueblan esto que por puritita convención llamamos Ciudad de México, pero que habríamos también de buscarle otro nombre porque todos parecen ya quedarle chiquitos.

Del nutrido conjunto de crónicas, sobresalen, a mi gusto, tres: “Sobre el Metro las coronas”, donde con mirada aguda, entre maravillada y aterrada, nos muestra que el macrocosmos citadino de la superficie se reproduce magnificado en las entrañas subterráneas de la urbe, con todo y variedad incluida: “El vagón del metro es la Calle, el Metro es la ciudad, el boleto es el santo y seña para sumergirse en la asamblea del pueblo, la aglomeración es el origen de las especies, y el usuario (yo en este caso, o en cualquier otro de los escasos seis millones que al día se agregan y se alejan) acepta las fatigas de la convivencia y, lo acepte o no, admira los espectáculos que en sitios con espacio disponible o posible le parecerían abominables”.

En “La noche popular”, nos sumerge en la vida de las nuevas especies y costumbres nocturnas de la ciudad, a saber: el sexo en vivo, el stripper y el travesti (el table dance, como institución, quedó muchas páginas atrás), pero sobre todo explora el fenómeno del voyeurismo como una forma del desfogue: “La noche popular, en su rijosidad y su exhibicionismo y su inermidad, mantiene un rasgo esencial de la capital: la conversión del desamparo en deslumbramiento…, una ciudad de estas proporciones requiere del relajo como gran idioma público de la sobrevivencia… La ciudad es tolerante con tal de que la dejen ser indiferente, y es indiferente para que no le recuerden que se volvió demasiado tolerante…”

Y, en contraposición, en “El Zócalo en cueros” relata los entresijos del encuere colectivo para la “instalación” de Spencer Tunick en la plancha del Zócalo (una foto del insólito acontecimiento ilustra precisamente la portada del libro): “En el Zócalo, asilo de los poderes simbólicos de la República y la sociedad, en la mañana del 6 de mayo de 2007 se atestigua entre otros fenómenos el nacimiento de una versión inesperada del pudor de masas, que reexamina la eficacia histórica de uno de los grandes elementos de control del comportamiento o de la ‘conciencia de la excentricidad’ de las personas, o como se le diga al miedo al ridículo, ese respeto acongojado al punto de vista, aquí sí literalmente, de las generaciones pasadas y las presentes”.

Ya sea de día o de noche, Monsiváis no pierde oportunidad para desnudar a los habitantes de la ciudad, para maravillarse y cuestionarnos por nuestros comportamientos, costumbres y actitudes, en esta aglomeración urbana que por momentos parece rebasar los límites de lo posible y lo imaginable, pero se mantiene inevitablemente viva: “La Ciudad de México día a día se precipita a su final y, también a diario, se reconstituye con la energía de las multitudes convencidas de que no hay ningún otro sitio a donde ir”. Como quien dice, aquí nos tocó vivir y sobrevivir, y Carlos Monsiváis, como un posmoderno san Juan de la Portales, ha dado fe de sus fascinadas y escalofriantes visiones en un libro indispensable.

lunes, diciembre 07, 2009

Entrega del Premio Juan Rulfo de Primera Novela 2009

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jueves, diciembre 03, 2009

La culpa es de Huberto

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Huberto Batis con Leonora Cohen
(Foto tomada del blog de Sandro Cohen.
Leer aquí su post en honor al maestro Batis)


A los 19 años tuve mi primera novia formal. Éramos estudiantes, éramos felices y yo no tenía más dinero que el que me daba mi padre. Sin más obligaciones que estudiar, me la pasaba todo el día con ella. Al principio, todo era bonito, hasta que ella empezó a aburrirse, y un día me dijo: “Oye, ¿por qué no haces algo de más provecho que andar todo el día conmigo?”. Algo, ¿cómo qué?, le dije. “No sé, métete a estudiar otra cosa o a un taller literario, ya que dices que quieres ser escritor”, me dijo.

Entonces busqué en el periódico algún posible taller. En aquel entonces el ISSSTE tenía una oficina de cultura coordinada por el poeta Sergio Mondragón. Entre las actividades impartían varios cursos. Uno de ellos era el de cuento con Edmundo Valadés, ni más ni menos. El único problema era que el horario coincidía con el de las clases en la Universidad, pero de todos modos me atreví a probar. Era a las cinco de la tarde en un salón arriba de la estación Balderas del Metro. Estaba lleno, como cincuenta personas. Pregunté cómo era la mecánica. Alguien me informo que uno dejaba su cuento en el escritorio del maestro y esperaba su turno para que él lo leyera y lo comentara. Logré divisar a lo lejos la calva del maestro Valadés y su voz apenas audible. Junto a él, encima del escritorio, una pila de hojas de papel. Como a la media hora, terminó de leer el cuento. Y entonces empezó el comentario. Una hora más. Y entonces se acabó la sesión. A ese ritmo, leería algo mío en algo menos de un año. Me fui.

El único taller que se acomodaba a mi horario era el de Periodismo cultural con Huberto Batis, los martes a las doce del día en el Museo Carrillo Gil. Decidí presentarme. Me senté hasta atrás. Había como diez o doce personas. El maestro llegó con su portafolio y una cámara fotográfica. Algunos le dejaron hojas en el escritorio. Él comenzó a leer. Se trataba fundamentalmente de crónicas urbanas. Luego pidió opiniones y finalmente dio su comentario. Algunos textos los regresaba al autor para que los modificara, pero otros se los quedaba él. Al final de la sesión, sacó unos sobres y voceó el nombre de varios de los asistentes y de algunos otros ausentes. Le pregunté a la chica que estaba a mi lado que contenían los sobres. “Es el pago por publicación. Las mejores aparecen en el unomásuno”.

Los días siguientes compré el periódico. En la sección de Ciudad aparecían las crónicas de Ignacio Trejo Fuentes, Humberto Ríos Navarrete, Amílcar Salazar, Arturo Trejo Villafuerte, Sandro Cohen, Josefina Estrada y muchos otros que no conocía. Puras “estrellas”. O así los veía yo entonces, lejanos e inalcanzables. “N’ombre, qué me van a andar publicando a mí, si soy un chamaquito pendejo que perpetra sus adefesios roqueros en una revistita musical que quiere hacerle la competencia a Notitas Musicales?”, pensaba yo, con la alta autoestima que ya me caracterizaba desde entonces.

Hasta que un día apareció una crónica de las que Batis leyó en el taller.

Para la siguiente sesión, me atreví a escribir una crónica sobre el “aeropuerto” de la Facultad de Filosofía y Letras (así le llaman al pasillo principal de esa escuela). Bastante larga e inane, por cierto. Batis la leyó y me la regresó con algún comentario que ahora ni recuerdo. La semana siguiente, llevé otra crónica sobre un sordomudo en el Metro que pide limosna y resulta un fraude. Batis comentó que había que cambiarle el final, pero no me la regresó. A los pocos días apareció en el unomásuno con el título de “Las estampillas del sordomudo”. Compré como diez ejemplares del periódico para regalarlos a mis amigos y, desde luego, a la novia que me mandó a hacer algo de provecho.

Fue el viernes 31 de octubre de 1986 en la página 11 del periódico unomásuno, dirigido por Manuel Becerra Acosta.

Lo recuerdo porque esa fecha la considero mi inicio “oficial” como periodista. Todo gracias a Huberto Batis. Es decir, si yo sigo en esto, es por culpa de él.

PD: Ah, y la siguiente sesión Huberto me dio un sobre con 200 pesotes de entonces. Ése también fue mi primer sueldo como periodista.

(Huberto Batis recibirá el próximo domingo 6 de diciembre la Medalla de Oro Bellas Artes por sus 75 años de edad y su carrera periodística y literaria, al mediodía en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes)

Honor a quien honor merece: la Medalla de Oro Bellas Artes a Huberto Batis

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miércoles, diciembre 02, 2009

Una "chick flick" al revés



(500) Days of Summer es en realidad una “chick flick” al revés. Podría incluso denominarse una “lad flick”. Ya se sabe: una “chick flick” es aquella película que narra las tribulaciones de una chica por alcanzar el amor, cosa que finalmente logra, para beneplácito de los corazones sensibles del respetable. Pero en 500 días con ella (que así le pusieron en México) todo está al revés volteado: el que sufre es el muchacho y la chica es la que lo hace sufrir, además de que al final no se quedan juntos. Sobre advertencia no hay engaño: desde el principio el narrador señala que no se trata de una historia de amor sino de una historia sobre el amor.

Además, uno de los diálogos al inicio de la cinta lo deja muy en claro:

Summer: Hemos estado desde hace meses como Sid and Nancy .
Tom: Summer, Sid acuchilló a Nancy siete veces con un cuchillo cebollero, digo, creo que hemos tenido desacuerdos pero difícilmente creo que yo sea Sid Vicious.
Summer: No, Yo soy Sid.
Tom: Oh, o sea que yo soy Nancy...
[Llegan los hot cakes]
Summer: Comamos y luego hablamos de eso. Mmm, esto está bueno, qué bueno que vinimos aquí, me encantan los hot cakes. ¿Qué?
[Tom se levanta y se aleja de la mesa]
Summer: ¡Tom, no te vayas! ¡Sigues siendo mi mejor amigo!

A partir de ahí, la película tratará sobre la forma en que ambos personajes llegaron a esto, de una manera muy original, dando saltos en el tiempo, yendo de un día a otro, para ilustrarnos de estos 500 días en la vida de un hombre, de su ascenso a los que creía la gloria y su caída al infierno.

A pesar de las advertencias, al principio todo parece indicar que nos encontramos ante una historia de amor común: chico conoce a chica. Pero resulta que chico y chica no son comunes. Summer Finn (interpretada por Zooey Deschanel, que ni mandada a hacer en su papel de chica adorable, pero al mismo tiempo distante y fría) es el tipo de chica del que todos se enamoran o creen estar enamorados, además de su belleza, por su forma de ser, es decir, de ser o tan sólo estar en el mundo. Resulta hilarante la secuencia, casi de documental, donde el narrador cuenta que cuando Summer citó en el anuario del colegio una canción de Belle and Sebastian las ventas de discos de este grupo subieron en su pueblo sin explicación, o que cuando trabajó en una nevería las ventas se elevaron, o que al alquilar departamento siempre obtiene precios más bajos que los del mercado. Summer es —como muchas mujeres que todos los hombres conocemos o hemos conocido— una mujer que hace sentir a los demás personas especiales, como si fueran la única persona que les interesara en el mundo, y Tom Hansen (interpretado por Joseph Gordon-Levitt, que ha dejado los roles de comparsa del galán de las películas y ahora cumple con solvencia su papel de chico sensible) no podía ser la excepción, sobre todo considerando que es un hombre definitivamente de una nueva época: idealista, romántico, sensible, buena onda, un poco aniñado, nada que ver con el estereotipo del macho o del galán que a todas se las trae muertas y las hace sufrir.

Tom trabaja escribiendo textos para tarjetas de felicitación. Summer es la nueva asistente del jefe. Summer no cree en el amor ni en las relaciones comunes, mientras Tom es un romántico empedernido. Coinciden en el elevador y ella hace un inocente comentario sobre su gusto por The Smiths, el grupo favorito de Tom. Suficiente para que él caiga rendido y asegure que ella es “la adecuada”. Si esta fuera una “chick flick”, la chica se juntaría con sus amigas para contarles sus cuitas, pero como aquí todo es al revés, es Tom el que hace un cónclave con sus amigos para narrarles sus desventuras. Y no sólo eso: su mejor consejera (ya que sus amigos son igual de papanatas que él en cuestiones del amor) es su hermanita de 12 años, que parece ser la única persona razonable en toda esta historia.

Poco a poco nos vamos enterando que la vida de Tom con Summer no podía ser más idílica: les gusta lo mismo, tienen el mismo tipo de sentido del humor y poco a poco se van abriendo el uno al otro. Además, Summer es una loca adorable, lo que —como todas las de su tipo— la hace aún más adorable, adictiva y peligrosa. Lo besa, lo toma de la mano, lo invita a su departamento, hacen el amor. Tom está tan maravillado que hasta baila en la calle como si su vida fuera una optimista comedia musical.

Hasta que un día, sin decir agua va, Summer le dice que son como Sid y Nancy. ¿Pues qué pasó? ¿Pues qué no eran la pareja perfecta? Tom sufre lo indecible al verla perdida. Entonces la hermanita le dice: “Tom, sé que tú crees que ella es la adecuada, pero yo no. La próxima vez que mires hacia atrás, deberías ver de nuevo”. Tom recuerda que no todo fue miel sobre hojuelas, que hubo momentos en que no todo fue idílico. Lo que pasaba es que Tom sólo atesoraba las partes buenas y no tomaba en cuenta las malas. Summer siempre le decía que no quería una relación estable y él prefería no escucharla, sobre todo porque ella hacía cosas con las que daba señales de todo lo contrario a lo que decía.

Finalmente, después de varias semanas de no verse, se vuelven a encontrar por casualidad y ella vuelve a comportarse de tal manera que Tom siente que puede haber un regreso. Ella lo invita a una fiesta en su casa. Tom va, pero se empieza a hacer ilusiones. Aquí resulta genial el recurso de la pantalla dividida para mostrar sus expectativas y lo que realmente sucede. Tom se da cuenta de que ella ha recibido un anillo de compromiso. Se hunde en una profunda depresión, renuncia a su trabajo y decide buscar trabajo como arquitecto, que fue para lo que realmente estudió.

Un día, Summer lo encuentra en la banca del parque al que solían ir juntos. Tom ya sabe que está casada y le pregunta por qué lo hizo, que no entiende que no quisiera ser la novia de alguien y sí terminara siendo la esposa de alguien. Entonces ella le contesta que él tenía razón: que el amor sí existe y que simplemente llega un día sin que lo esperes. Corolario: Tom no era el amor de Summer, aunque Tom creía que ella sí era el suyo.

Para no dejarnos con este hueco en el corazón, al final los creadores nos dejan abierta una pequeña rendija de esperanza, exponiendo que “existen muchos peces sueltos en el mar”.

El tema de la película no es menor: nos presenta una realidad que muchos hombres están viviendo en la actualidad (en realidad desde hace varios años). A raíz del cambio de roles tradicionales en la pareja, ahora las mujeres son más libres de decidir cómo será su vida amorosa. El rol tradicional de novia y esposa está cambiando y qué bueno. Y el de los hombres también está cambiando: ahora los hombres (no todos) se han vuelto más sensibles, ya no tienen tanto miedo de expresar sus sentimientos y mostrarse vulnerables, sin que los califiquen de blandos o “poco hombres”. No obstante, esta cinta nos muestra los problemas que surgen cuando ese cambio de roles no ha terminado de definirse, llevando a uno o a los dos miembros de la pareja a la miseria y el sufrimiento.

Pensemos en una escena emblemática de la película: Tom y Summer toman una copa en un bar. Un tipejo se acerca a Summer y le invita una copa de manera insolente y grosera. Summer lo rechaza de manera cortés pero firme. Tom no dice nada. Hasta que el pelafustán le dice que no puede creer que ande con un tipo como ése. Tom le suelta un puñetazo y el otro le responde. Cuando regresan a casa, Summer está enojada porque Tom no debió hacerle nada al tipo. Él le dice que lo hizo por ella. Ella le dice que no tenía que hacerlo, pues nada más son amigos. Tom se va, desilusionado, aunque ella después lo busca para pedirle que la disculpe.

¿Qué debería haber hecho Tom? ¿Aguantar las bravatas del tipo? Es cierto: Summer y él eran sólo amigos, a pesar de que se acostaran juntos y compartieran cosas como pareja, pero “oficialmente” no lo eran. ¿Hizo bien Tom en responder así? ¿Cómo hubiera quedado, según él, ante él mismo y ante los demás: como un sacatón que no supo defender a su novia? (a los demás les importa poco si son novios “oficiales” o no: si vas con una chica a un bar es porque andas con ella o quieres andar. Punto). Cada quién que saque sus conclusiones.

Por su parte, Summer también tiene su parte de responsabilidad. A pesar de decir claramente que no quiere nada serio por el momento, actúa de manera totalmente contraria. ¿Cómo quería que Tom no se ilusionara si hacía todo para que él se enamorara? Como muchas mujeres, Summer trata de lavarse las manos con aquello de “yo le dejé muy claro que sólo éramos amigos”. ¡Por favor, Summer (y todas las mujeres como ella que estén leyendo esto): simple y sencillamente hay cosas que los “amigos” no hacen y entre ellas está el besarse, agarrarse románticamente de la mano, ver películas porno juntos, fornicar y gritar a los cuatro vientos en un lugar público la palabra “pene”! Todo esto, que a algunas féminas les podría parecer inocente, travieso y desopilante, puede tener consecuencias catastróficas en el alma de un hombre, sobre todo si ese hombre las quiere bien, no nada más para pasar el rato.

Porque eso podría ser una solución: que nadie se comprometa: puros “free’s” y todos tan contentos. Es decir, que las mujeres se vuelvan tan desalmadas e hijas de la chingada como eran (o son todavía) muchos hombres. Eso sí sería de veras bonito. ¿Que no?