Tratado de Impaciencia no. 253
Para asegurarse de que no hubiera nada malo con mi corazón (que en la radiografía se veía algo agrandado), el doctor me mandó a que me hiciera un “ecocardiograma doppler”. Esto, que suena tan impresionante, no es más que un ultrasonido como el que les hacen a las embarazadas, nomás que en lugar de ver al chilpayate, ves el corazón.
Como a la vuelta de mi casa hay una sucursal de los famosos Laboratorios del Chopo, por comodidad fui a preguntar por el estudio (también me hice un “perfil tiroideo”: parece que tengo algo grande la glándula tragoides, jajaja; sorry, no pude aguantarme el mal chiste) y me dijeron que ahí no lo podían hacer sino en la sucursal Del Valle. Me dieron un teléfono para que pidiera la cita. Llamé el lunes y me la dieron hasta el jueves porque tenían toda la agenda ocupada. Bien. Me dijeron que me presentara 15 minutos antes de la cita y que fuera bañado, con el pecho rasurado (si tenía mucho vello) y sin loción o desodorante de ningún tipo. Ah, chirrión, pensé yo, pero no lo dije. Ya me hacía yo como en un capítulo del Doctor House donde me metían en esa capsulota para hacerme un scanner del cerebro y que me atendía una reina como la doctora Cameron (oh, bueno, déjenme alucinar a gusto).
Pero nada que ver. Llegué como 15 minutos antes de los 15 minutos. Me senté en la sala de espera, había cinco personas esperando turno (lo sé porque tomaban una tarjeta con un número, igualito que en el departamento de salchichonería del súper). Lero lero, yo ya tenía cita y no tenía que sacar turno. Había como seis gabinetes de “Atención”, pero nomás dos estaban atendidos. El otro personal se la pasaba de un lado a otro, entrando y saliendo, como haciendo algo muy importante. En uno de los gabinetes, una señora muy enojada, reclamaba que hubieran mandado sus resultados a otro lado, que por qué no le habían consultado, que con quién tenía que hablar para quejarse. La mujer que la atendía apenas alcazaba a balbucir. En otro gabinete, otra señora, acompañada de un joven, reclamaba por qué no estaban listos resultados, que le habían dicho que estarían listos a las cuatro de la tarde y ya eran casi las siete y ella tenía cita con el doctor. Un gordito de lentes y voz meliflua le dijo que ya tenían unos resultados, pero que faltaban otros. “¿Y dónde están los que faltan?”, casi gritó la mujer. Al gordinflas se le enrojeció el rostro y sólo atinó a decir que no sabía. La mujer exigió que le regresaran su dinero y el panzas huyó despavorido (yo pensé que se había ido a llorar al baño por el gritote que le pegó la señora). La mujer sacó su celular y habló para cambiar la cita con el médico. Apenas había terminado, apareció de nuevo el gordo y le dio el sobre con los resultados. La mujer bufó, le arrebató el sobre y salió evidentemente encabronada.
A las 6:45 en punto (lo sé porque había un relojote digital en medio de la sala), me levanté y fue al gabinete que había dejado vacío la mujer. Una joven flaquita, anteojuda y de dientes prominentes, me preguntó si ya me atendían. Le dije que tenía cita para un ecocardio… No me dejó terminar. Me dijo que me sentara, que en un momento me atendería y salió corriendo rumbo al archivero del fondo. Pasaron los minutos. A las 7:05, la flaquita seguía sumergida en el archivero, los demás empleados pasaban ante mí como si no existiera, hasta que uno de ellos, el que de más edad, se apiadó de mí y me preguntó que si ya me atendían. “Es que aquella señorita…”, alcancé a señalar con el dedo, pero él no me dejó terminar. “No se preocupe, ahorita lo atienden”, dijo, y atrapó del brazo a otra mujer que pasaba por ahí. “A ver, atiende al señor”, dijo y la sentó ante la computadora. Con cara compungida, la mujer registró mis datos.
En ese momento, uno de los empleados preguntó donde estaban las llaves de no sé qué cajón. Todos los demás, incluída la mujer que me estaba atendiendo, se abocaron a buscar las méndigas llaves. Pasaron más minutos, hasta que las encontraron. Todos rieron, felices, e hicieron chanzas y bromas, como niños en recreo. Hasta que la tipa que me estaba atendiendo se acordó de lo que estaba haciendo y terminó el trámite. Pero cuando iba a imprimir el comprobante, la impresora se trabó. Llamó a otro empleado, un prieto engominado con los pelos parados y puntiagudos como ahora se están usando (¿qué nadie les ha dicho que se ven horribles, sobre todo si sus facciones distan de asemejarse a las caucásicas?). Haciéndose el chistoso, coqueteaba con la chica, mirándola en lugar de ver la impresora que trataba de arreglar. Finalmente, el recibo se imprimió. La tipa me dijo que subiera al segundo piso para que el doctor me hiciera el estudio. Eran las 7:33 (lo sé porque… bueno, ya saben)
En el segundo piso no había nadie. Muchos gabinetes y puertas cerradas. Detrás de una de ellas se escuchaban voces. Decidí esperar. Pero entonces me dieron ganas de orinar. En la puerta de los baños había una nota: “Baños exclusivos para pacientes del área de diagnóstico nuclear. No los use”. Bajé las escaleras y me di cuenta de que los únicos baños que había estaban en la planta baja. Regresé y ya estaba un doctor, güero y regordete, con las manos peludas, que me recordó a mi tío Alfredo. Le extendí el recibo. “Ah, caray, creo que ya me metieron un gol”, dijo y lo miré con cara de “¿De qué hablas, Willis?” “Es que ya tenía paciente para las siete, era el que se acaba de ir. Pero no se preocupe, ahorita lo atiendo”. Y se fue.
A los dos minutos regresó y entramos al cubículo de ultrasonido. Mangos de cápsula como la del doctor House: dos sillas, un catrecito y un equipo del año del caldo. Me dio una bata desechable, me dijo que me quitara la camisa y que me acostara en el catre.
Para no hacerles el cuento más largo, al final pude ver mi corazón latiendo en una pantalla, como si fuera un fetito, pero sin forma humana, más bien parecía una especie de cafetera bombeando. El doctor me explicó que eso era la “válvula mitral”. Ah, qué bien, ni siquiera sabía que todos tenemos eso. Me vestí y le di las gracias. Entonces me dijo: “Nada más que ¿sabe qué? Le voy a tener los resultados y la interpretación hasta el martes —era viernes—. Es que me han estado cargando de trabajo y tengo que irlo sacando como va cayendo. ¿Tiene algún inconveniente?”
Dije que no, que no había problema. Nada más le rogué a Dios que me socorriera cuando tuviera que enfrentar el martes al jardín de niños del área de “Atención”.
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