TRATADO DE IMPACIENCIA NO.2009
La cosa fue así: nunca supe cuándo empecé a sentirme realmente mal, pero lo cierto es que un día desperté y sentí el abdomen pesado e hinchado, como si hubiera comido en demasía durante varios días seguidos. Cada vez me sentía más agotado, me costaba mucho trabajo caminar apenas unos metros sin agobiarme, perdía el aliento y sudaba como escuashista. Siempre pensé que era producto de mi gordura y de las malpasadas de beber y comer. Pero sentía que era la cruz que tenía que cargar por haber abusado de mí y de mi organismo durante tantos años. Ya saben: la pinche moral culpígena del catolicismo: “Ya gozaste con tu pecado, ahora no te quejes de la penitencia”.
Curiosamente, a partir de agosto, empecé a viajar para dar cursos en diversos estados de la República y hasta participar en una Feria del Libro, la de San Luis Potosí. Lo cierto es que siempre he sido totalmente sedentario y los viajes semanales a Puebla (aunque me encanta dar clases en la Escuela de Escritores, tanto por la generosidad de las autoridades como por el entusiasmo de los alumnos) empezaron a hacer mella.
En SLP empezó la debacle, digo yo, aunque es probable que ya la trajera cargando desde Ciudad del Carmen. La misma noche que llegué a tierras potosinas comí y bebí en exceso (no iba a perdonar las enchiladas). Al día siguiente, el de la presentación, vomité el desayuno y me fui al hotel a descansar. Afortunadamente, todo salió bien, pero ya me quería regresar a mi casa, a pesar de la hospitalidad de mi querido amigo Luis Carlos Fuentes.
La semana siguiente regresaría a las clases en Puebla. Ya tenía todo planeado: iría a la fiesta de cumpleaños de mi querida amiga Pilar, me retiraría temprano y a primera hora del sábado viajaría a la angelina ciudad. Pero amaneció el sábado y sentí que el mundo se me venía encima. Otra vez la justificación: “Pero si ni bebí tanto”. La cosa es que tuve la premonición de que en el viaje me pondría peor y podría pasar algo, así que como pude traté de comunicarme con los alumnos para que no fueran en balde. Y me encerré a piedra y lodo el fin de semana. Iluso de mí, pensaba que era pura cuestión de cansancio.
Pero ahora me dolía el abdomen y no dejaba de crecer. Lo sentía pesado, lleno de líquido. Pensé que podría ser algo relacionado con la gastritis. Tomé lo que se estila en esos casos y esperé. Pero nada. Cada vez me sentía peor. La cosa es que un viernes a las cinco de la tarde lo mejor que se me ocurrió fue ir a la sala de urgencias del hospital de Xoco. Entré y la sala de espera estaba atiborrada de pacientes (aquí sí se aplica literalmente el término). La mujer que tomó mis datos me dijo que estaban “algo” cargados de trabajo, así que me atenderían posiblemente en “unas tres horas”. Me preguntó si me acompañaba alguien. Le dije que no y me fui a sentar a un rincón de la sala desde donde dominaba todo el panorama.
Curiosa terapia ésta de la esperar en la sala de urgencias de un hospital público. Hablé a Puebla para avisar que nuevamente no iría a clases. Sentìa que mi internamiento en el nosocomio era inminente (me encanta escribir esto, me siento como guionista de Doctor House). Mientras observaba todo el desfile de enfermos y accidentados (una niña descalabrada, una joven con el brazo roto y las rodillas descarapeladas, un hombre con un dolor en el abdomen que no le permitía ni siquiera sentarse, una viejita en silla de ruedas con el trasero al aire y totalmente inclinada hacia adelante…), empezó a pasar el dolor y me puse a pensar en lo triste que era toda esa situación para todos, pero desde luego para mí. ¿Y si me internaban? ¿A quién le hablaría? ¿A mis hermanos? No, esos son unos inútiles. ¿A mis primas? Sería una molestia grande, pero ni modo. ¿A mis amigos? ¡Qué mal gusto ése de hablar en viernes para que vayan por ti al hospital! “¿Y qué te pasó? ¿Tienes la panza llena de agua y te duele la cabeza? ¡Nadie se ha muerto de eso! ¡Aguántate como los machitos, deja de perjudicar al prójimo y mejor vete a tu casa!”
Y así lo hice: a las nueve de la noche, pasé a comprar algo de comida al super y me fui a mi casa. Ya no me sentía tan mal. Pero el lunes, a primera hora iba a buscar un doctor, un especilaista, para que tratara el problema que yo creía aún que tenía que ver con una gastritis mal tratada.
Busqué en Internet algún doctor y encontré una clínica cerca de mi casa. Tampoco quería tener que ir tan lejos a la consulta. El lunes en la tarde llegué al consultorio. Expliqué al doctor los síntomas. Y lo primero que hizo fue tomarme la presión arterial. Lo hizo dos veces, pues no dejaba de sorprenderse. “Tiene usted la presión altísima. No sé cómo anda en la calle y no le ha pasado nada. Tiene 190/140”. Me enseñó una tablita que explicaba que lo máximo que se puede aguantar es una presión de 170/120. Es decir, 190/140 era para hospitalización inmediata. Ahí sí sentí miedito.
El doctor mandó a que me hiciera todo tipo de análisis: de sangre, rayos X, ultrasonido, electrocardiograma. Me prohibió el alcohol y la sal, me puso a dieta, me recetó unas medicinas, me mandó de inmediato a mi casa a guardar reposo absoluto, hasta que se me bajara la presión.
A los dos días fui a hacerme los estudios. El jueves le hablé a Pilar para decirle que no podría ir a su fiesta de Halloween disfrazado de Sully, el de Monsters Inc., pues estaba “algo indispuesto”. Le conté lo que había sucedido (sin las partes bochornosas) y mejor no lo hubiera hecho. De pendejo no me bajó: que por qué no les había dicho antes, que qué me creía, que no me hiciera el mártir, que en ese mismo momento me mandaba a la artillería pesada (a su hermana y a su cuñado) para sacarme de mi casa.
Logré calmarla y decirle que ya casi todo estaba bajo control, pero movilizó a toda su familia (la legal y la ampliada, jajaja, es que es tan grande que no se conforma sólo con los parientes directos sino hasta agregados y adoptados, como yo) y me hablaron por teléfono, me regañaron y me reconfortaron. También todos esos días hablé por teléfono con mi amiga Sandra, que también estaba enferma de la pleura, pero no tan grave.
El viernes regresé con el doctor y me dijo que la radiografía del corazón mostraba un crecimiento anormal, una cardiomegalia, y que tenía el ácido úrico altísimo, pero que todo lo demás estaba bien: glucosa, colesterol. triglicéridos. Me dijo que lo vería con su colega cardiólogo, pero hasta el miércoles, porque en ese momento su colega estaba en un seminario en Puebla.
En tanto, me puse a investigar de qué se trababa eso de la cardiomegalia y me entró más pánico. Ya me sentía al borde de la tumba. Pilar me dijo que fuera con otro doctor. Yo no quería, sentía que debía darle el beneficio de la duda al doctor que ya había consultado, aunque no parecía tan congruente al plantearme cosas tan graves (según yo) y dejar que pasaran los días en lugar de actuar rápidamente.
Al jueves siguiente, sin avisarme, llegaron Carmela y Adriana para llevarme a Cardiología. Entramos a urgencias sin ningún problema y un joven doctor me atendió, me midió la presión y me dio unas pastillas para bajarla en ese momento. Vio mi radiografía y me dijo que sí, efectivamente, el corazón estaba algo grande, pero que se debía a la propia alta presión arterial. Y que me tenía que atender un médico internista, no un cardiólogo, pues mi problema era la presión alta, no necesariamente una afección cardíaca.
Salí de la consulta con otra cara. Al día siguiente, decidí atender el consejo de Pilar y busqué a mi amiga Lupita Carpy para que me recomendara con su esposo, el doctor Walter Querevalú, especialista en medicina crítica del Hospital Mocel. Caray, qué diferencia. Finalmente, con todos los elementos que ya tenía me hizo un diagnóstico claro y preciso de mis padecimientos y me dio indicó un tratamiento específico para volverme a equilibrar.
Ahora tengo que tomar mis medicamentos, estoy a dieta rigurosa porque tengo que bajar hasta mi peso normal, no puedo beber alcohol ni andar en el relajo durante un rato ni estresarme demasiado. Espero en unos meses estar mucho mejor y sanar totalmente (aunque esto de la hipertensión es para siempre).
Yo no sé ustedes, pero yo sí soy medio sacatón con eso de las enfermedades. Quizá no era tan grave, y a lo mejor sobreactué y actué mal, tomé malas decisiones, y sobre todo no acudí a quienes podían ayudarme. Pero pues así aprendo yo: a punta de madrazos. Quéselevacé.
Escribo esto para agradecer con todo mi cariño a mis amigos que se preocuparon por mí, que me llamaron por teléfono, me mandaron mensajes por el correo electrónico o el FB e incluso me fueron a visitar a mi casa en esos días de reposo. Como diría Borges (citando a Soda Stereo): Gracias totales.
Y a seguirle dando, que es mole de olla.
4 Comments:
Guillermo con todo y descuido, achaques e hipertensión me gustas... te compro lo que escribes, te compro!
Gracias, Marina.
Oye, ¿por qué no puedo entrar a tu blog?
Me da gusto saber que todo está bajo control. Cuídate mucho. Abrazos.
good....................................................................................................
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