Mapas, poesía, México y otras ideas descabelladas
Por Guillermo Vega Zaragoza
“El mapa no es el territorio”, aseveró Gregory Bateson, el célebre antropólogo y científico, precursor de la cibernética y de los principios de la programación neurolingüística. Cada persona tiene una representación de la realidad (“su verdad”) y a partir de ella se orienta en el territorio de su propia vida. Ningún mapa personal constituye una representación completa y detallada del entorno. Es apenas una guía que permite al individuo orientarse en el mundo para alcanzar sus objetivos. O también puede servir para perderse, si es que el mapa corresponde muy poco o casi nada a la realidad del entorno.
Hace ya casi año y medio, en junio de 2007, Adán Echeverría y Armando Pacheco se embarcaron en una aventura que al principio sonaba descabellada: “mostrar una realidad sobre la creación poética en México” (ojo: dijeron “una realidad”, no “la realidad”). Y digo que su aventura sonaba descabellada, porque vivimos en un país donde nadie hace bien el trabajo que debiera.
Véase si no: los escritores cobran becas, ganan premios y publican libros que ni sus amigos se atreven a leer; los editores no editan los mejores libros sino andan a la caza del bestseller que les asegure otro mes de sueldo; los críticos se quejan de que no hay grandes obras que reseñar, pero ni siquiera se apersonan en las librerías para enterarse de las novedades sino que esperan a que se los manden las publirrelacionistas de las editoriales (las cuales ni siquiera han leído los libros que promueven); los lectores —ay, ese oscuro sujeto por todos tan deseado— se la pasan quejándose de que los libros están muy caros, pero no los leen ni aunque se los regalen, y los funcionarios culturales…, bueno, esos siguen cobrando religiosamente su quincena.
Entonces, en esta realidad dislocada, digna de Lewis Carroll, la idea de hacer un mapa de la poesía mexicana reciente, de manera independiente, no podía sonar sino descabellada. Y ya sabemos que en México, lo descabellado es lo de todos los días.
La invitación para participar me llegó por correo electrónico, reenviada por varios amigos. Cuando leí que los convocantes eran yucatecos, no pude resistir imaginarme cómo se les había ocurrido la idea de embarcarse en esta quimérica tarea. Cerré los ojos y pude verlos meciéndose en sus hamacas, bajo el intenso calor de la ciudad blanca, luego de haberse zampado unos platazos de cochinita pibil, queso relleno y papadzules, acompañados con dos pares de cervezas Montejo (con todo eso en el organismo, cualquiera empieza a desvariar):
—Oye, ¿y qué tal que hacemos un mapa de la poesía mexicana de las últimas tres décadas? —dijo uno de ellos.
—Estaría bien, ¿no? ¿Pero ya ahorita? —dijo el otro, prudentemente entusiasmado.
—No, tampoco hay que exagerar. Mañana lo empezamos —dijo el primero y remató—: Por lo pronto, alcánzame otra cerveza.
Con esta idílica imagen, hasta a mí me dieron ganas de hacer el mapa. Además, a diferencia de muchas otras propuestas de “antologías” que circulan por Internet, no pedían dinero para ser publicado, sino simple y sencillamente establecían como requisitos que hubieras nacido entre 1960 y 1989, que hubieras ganado algún premio, tuvieras por lo menos un libro publicado o tus escritos hubieran aparecido en alguna publicación literaria respetable.
Envié por correo electrónico una selección de poemas y mi ficha biobibliográfica, y olvidé el asunto. Como ya dije, varias veces me llegó la invitación reenviada por amigos, y entonces me acordaba del tema y me preguntaba: “La mera verdad, ¿a quién le puede interesar tener en un solo documento una muestra exhaustiva (hasta donde se pudiera) del quehacer poético de los años recientes?” Bueno, pues en principio a los mismos compiladores, motivados por el puro gusto y amor a la poesía que se escribe en su país. Es decir, los únicos motivos por los que vale la pena hacer este tipo de cosas.
Pero también podría interesarles a los poquísimos críticos de poesía que existen en México (en caso de que les interesara leer a alguien más que no fueran sus amigos, aunque a veces ni a ellos los leen). O a algún estudioso extranjero, cazador de excentricidades. O a los historiadores y académicos literarios, para que los incluyeran en algún diccionario de literatura mexicana dentro de veinte años, o para que autorizaran hacer una tesis universitaria sobre el tema una vez que el más joven de todos los poetas incluidos hubiera muerto.
Meses después, a los autores incluidos nos llegó por medio del correo electrónico, la primera versión del mapa, donde el incitador de la idea, Adán Echeverría, confesaba por fin sus aviesas intenciones, no sin antes lavarse las manos cual Pilatos del sureste:
“Ni Armando Pacheco, mi compañero en la compilación, ni un servidor queremos asumirnos como los gurús de la poesía nacional, para decir quién es o quién no es poeta, o qué es o no un poema, o poesía, como muchos antologadores han intentado señalarlo con la publicación de sus obras. Todos los autores incluidos en este gran documento han sido señalados como poetas por aquellos jurados que decidieron otorgarles un premio, por los editores que decidieron publicarles un libro, o por los consejos editoriales de las revistas que decidieron arriesgarse a publicarles algún poema”.
Y concluían que su pretensión, ni más ni menos, era “brindar el panorama de los autores mexicanos de tres décadas y permitir a los lectores que sean ellos los que juzguen”.
Entonces sí me indigné. ¿Cómo? ¿A los poetas incluidos en el mapa no se nos lanzaría al Olimpo de las Letras? ¿No seríamos publicados en un ladrillazo infumable por alguna editorial transnacional, o ya de a perdido por alguna gubernamental, sino en un pinchurriento CD como los que vende la mafia de los ciegos en las catacumbas del Metro de la ciudad? Vamos: ¿no íbamos a contar con la bendición de un prólogo de monseñor Monsiváis, el abad Pacheco o por lo menos el monaguillo Domínguez (aunque entienda muy poco de poesía)? Caray, así nunca nos iban a reseñar en la sección de libros de Letras libres, ya no digamos en su blog, por lo menos para denostarnos y burlarse de nosotros por ingenuos. Pensé retirar mis poemas de inmediato, pero ya era hora de mi telenovela de las diez, así que decidí tranquilizarme y pensarlo mejor.
Semanas después tuve por fin en mis manos el CD con la versión definitiva del mapa. Me dejó gratamente impresionado: 658 poetas de los 32 estados de
Pero aun así, ¿son muchos o son pocos 658 poetas? Si atendemos a Gabriel Zaid que dijo que si cada década surge cuando menos un poeta memorable podemos considerarnos afortunados, estamos ante una alarmante sobrepoblación. Pero también sabemos que la poesía no es (o no debería ser) una cuestión de mera estadística. Los antologadores tuvieron el gran acierto de llamar “mapa” a su trabajo y no “diccionario” o “antología”; si no, ya los estarían crucificando los no incluidos o aquellos poetas perfumados (ellos tan laureados, tan exquisitos, tan insoportables) que no ven con buenos ojos que su nombre aparezca junto a los de la “plebe”. Aunque casi parece que ya estoy leyendo a algún joven reseñista amargado que, en lugar de agradecer que alguien más haya realizado el trabajo que él debería estar haciendo, lo descalifique porque “la simple recopilación tiene muy poco mérito”. Ajá: nada más que hay que tomar en cuenta que este es un trabajo independiente, sin la bendición de padrinos ni bequitas ni recursos institucionales. La valoración de las obras y autores incluidos es trabajo de los críticos, académicos, historiadores y demás estudiosos literarios. Aquí está la materia prima para que comiencen y amplíen el análisis de nuestra realidad poética, que evidentemente ya cambió, que ya no puede ser controlada, fiscalizada, censurada, ninguneada o enaltecida falsamente como hasta hace pocos años. Existe una gran producción poética en todo el país, les guste o no les guste a las cada vez más anémica nomenklatura cultural que cree que aún puede controlar todo lo que se publica y decidir qué es lo que vale o no.
En una entrevista que realizó Juan Domingo Argüelles para El Universal en 1987, Emmanuel Carballo —uno de los más grandes críticos literarios que han existido en el país y que en la actualidad no hay quien se acerque siquiera a llenar sus zapatos—, explicó sin tapujos esta nueva realidad que muchos se niegan a reconocer aún hoy, por lo menos en público:
“Yo fui un mafioso y la historia me quitó esa prerrogativa; me mandó cesante a mi casa. ¿Por qué éramos una mafia? Porque éramos pocos, porque nos creímos el pueblo elegido, porque Alfonso Reyes era nuestro tutor, porque Octavio Paz nos daba palmaditas y porque tuvimos la audacia de decir que éramos los mejores. No lo probamos, pero sí lo dijimos, y tantas veces lo dijimos que la gente nos lo creyó. Cuando creció el número de escritores, se rompió esa falacia que era la mafia. Yo fui uno de los primeros en abandonarla, porque me di cuenta que era una torpeza, un provincianismo que jugaba a ser un metropolitanismo (el subrayado es mío). Las mafias son para protegerse y para defender tus actividades ilícitas, y la única actitud ilícita que tenían las mafias literarias en México es que no dejaban pasar a sus enemigos y engordaban, artificialmente, a sus amigos, para venderlos por mayor número de kilos… Ahora ya no hay una mafia, hay muchas mafias. Y muchas complacencias y autocomplacencias”.
La realidad ya cambió aún más de 22 años a la fecha. El sistema de validación de la obra se está trasladando de las editoriales, las instituciones públicas y la critica oficial, a los lectores, gracias a las nuevas tecnologías de información, edición y publicación. Es más: el libro de papel está dejando de ser el vehículo dominante para transmisión de la palabra escrita. No desaparecerá como objeto artesanal, de colección, pero cada vez más serán los autores y los lectores los que recurrirán a la edición digital y al libro electrónico multimedia para acercarse al arte y al conocimiento.
En pleno siglo XXI, de lo que menos se pueden quejar los escritores es de falta de oportunidades para que su obra llegue a gran cantidad de lectores. Ahora de lo que se trata es de promoverla y difundirla, aprovechando las nuevas tecnologías, las redes sociales y los nuevos formatos digitales como los blogs, la multimedia, los podcasts y los videoblogs, además desde luego de los libros electrónicos. La idea de editar digitalmente el mapa en disco compacto es un gran primer paso, ya que no sólo posibilitará ampliarlo y actualizarlo con rapidez y sencillez, sino también enriquecerlo con sonido, imágenes y video, permitiéndole a los lectores experimentar la poesía de una manera nueva y más atractiva.
Los compiladores ya hicieron su parte. Ahora nos toca a todos los demás hacer lo que nos corresponde. Los autores incluidos están obligados a difundirlo ampliamente entre amigos y conocidos, en revistas, periódicos, blogs y sitios web, vendiéndolo, reproduciéndolo o distribuyéndolo, junto con las presentaciones que ya se están haciendo en cada estado. A los críticos y reseñistas les corresponde analizar y dar seguimiento a la obra de los autores incluidos, para hacer mapas más detallados por estado o región, y difundirlos por el mismo medio, a fin de romper el cerco del provincianismo con ansias cosmopolitas del que hablaba Carballo. Y los lectores estarían obligados a disfrutar esta amplia colección de poesía, que abarca una gama amplísima de estilos, planteamientos estéticos, preocupaciones, obsesiones, delirios y epifanías, tan compleja, vasta y múltiple como es la realidad de nuestro país, como la ven, la sienten, la gozan y la sufren sus poetas más recientes.
Como yo no soy crítico literario —aunque a veces escriba reseñas y ensayos sobre los libros y autores que me gustan—, no me siento calificado para externar una opinión lo suficientemente autorizada que supere la reseña expresionista sobre el estado general que guarda la poesía mexicana escrita desde los años ochenta hasta apenas antier, de acuerdo con los autores y los poemas incluidos en este mapa.
No obstante, eso no me impide imaginarme el paisaje retratado en el mapa: el hacinamiento de poetas en el Distrito Federal (producto del centralismo); el aislamiento poético de muchas entidades (producto del provincianismo que aún domina en varios lugares); el feliz descubrimiento de algunas prometedoras cimas; la triste decepción de muchos accidentes topográficos; la esperanza de consolidación y preservación poética de grandes mares, bosques, lagos, cascadas, ríos, islas, algunas planicies y desiertos (que no por inhóspitos dejan de ofrecernos bellezas). En fin, muchas riquezas desconocidas que el mapa nos acerca y nos invita a visitar y admirar por cuenta propia.
Es tan sólo cuestión de atreverse a hacer realidad una idea descabellada, como la que emprendieron Adán Echeverría y Armando Pacheco, con la ayuda de muchas personas generosas y la participación de todos los poetas incluidos; una idea tan descabellada como la poesía misma.