sábado, agosto 24, 2013
Por Juan Galindo
Publicado en El incendio de las palabras.
¿Conocen a Guillermo Vega Zaragoza? Es probable que no. Escribo esto porque he leído un poemario de él: Sinsaber. Y es bueno. Paulatinamente va encontrando luz en la mirada de los lectores. Es probable que el autor no necesite de estas palabras, pero es justo mencionar su ejercicio poético. Nos sorprende y hace mirar al interior de nosotros. Su obra tiene la curiosidad de un gato, del amante insospechado que no termina por decir las cosas. Sinsaber nos muestra tres elementos, ejes que abren el diálogo sobre la condición humana: la memoria, el amor/desamor y el acto de escribir en torno a la figura de la mujer. Y nos muestra a un hombre —que podemos ser nosotros— condenado al estrepitoso fracaso. Bastará elegir cualquiera de sus textos para reconocerse. Una provocación a la vida y a la poesía. Que nos salva. O nos condena. Está el amor, sus causas y efectos. La pasión no correspondida. El deseo ensimismado en los andares que nos hacen endebles en la práctica. Es la visión hacia el cuerpo de la mujer y la fatalidad al no poder poseerla. De la batalla que se libra existencialmente. Del madrazo de la certidumbre (que es lo peor). Es el anhelo y el desdoblamiento que hay del uno ante el otro. Del nombramiento de los instantes. En Sinsaber hay distancia, encuentro, aprehensión abandono, lluvia, fuego, desvelo, caricia, placer, espera, silencios, tropiezos. Hay ausencia y presencia. La cadencia del corazón y la sangre. Es una ruta de exploración que ya hemos recorrido. Tiene un hilo sostenido por el ritmo de la ternura e inocencia disfrazada de perversidad. Miedo a tener y no tener.
En Sinsaber la mayoría de los textos son afortunados. Sabe a Sabines —(…) los amorosos andan como locos, no esperan nada, pero esperan (…)— “el amor toca nuestras cabezas con su pesada mano y nos hace voltear a cada lado de la calle, como locos, nadie sabe qué, pero buscando”.
No hay nada que explicar, sino entender lo que se lee, porque eso está en la experiencia de cada quien. Estamos expuestos a la vida. Al amor. Al fracaso. Y por ende, a recordarlo. Hay ese erotismo —como un animal— que abre su panóptico ojo y lo abarca todo. Pero está doblegado ante el cuerpo de la mujer; de la hembra que domina al macho. Y el alma, no solo es el ser, sino el lugar dimensionado por inquietudes y fantasmas.
Poemas de fácil lectura, claro y de una aparente sencillez, y de una concritud que nos lleva de pasajes a paisajes con su erotismo bien cuidado. Los remates de cada poema son casi sentencias. Es un juego de dicotomías. La ambivalencia de lo existencial. Un ajuste de cuentas con la vida. Y es de alguna manera, inédito, pues no ha sido publicado por editorial alguna, y ha sido el creador el responsable de su tiraje. 500 ejemplares. Una edición fuera de comercio. Si llegan a encontrárselo pídanle Sinsaber, que les regale el libro. Su obra merece ser leída: es el resplandor que te indica haber llegado a ese sitio sin fin. Como asomarse al filo del desfiladero.
Les comparto una muestra de ello:
1) Te invito a recorrer la carretera infinita. / Te ofrezco la incandescencia de mis brazos. / Déjate ir, aunque te pierdas / estás segura en el jardín de mi pecho.
2) Yo iría tras de ti / como el abismo / llama al suicida.
3) Me maldigo / por no ser digno / de la bendición de tu talle.
4) Ahora que estás lejos / no sabes de los cuerpos que miro, / de este culpable vaivén de senos y caderas. / Pero nunca podré traicionarte: / eres la mujer de todos los cuerpos que deseo.
viernes, agosto 16, 2013
Un poema es una ciudad
por Charles Bukowski
un poema es una ciudad llena de calles y cloacas,
llena de santos, héroes, pordioseros, locos,
llena de banalidad y embriaguez,
llena de lluvia y truenos y periodos
de ahogo, un poema es una ciudad en guerra,
un poema es una ciudad preguntando por qué a un reloj,
un poema es una ciudad ardiendo,
un poema es una ciudad bajo las armas
sus barberías llenas de borrachos cínicos,
un poema es una ciudad donde Dios cabalga desnudo
por las calles como Lady Godiva,
donde los perros ladran en la noche y persiguen
la bandera; un poema es una ciudad de poetas,
muchos de ellos muy similares
y envidiosos y amargados...
un poema es esta ciudad ahora,
a 50 millas de ninguna parte
a las 9:09 de la mañana,
el sabor a licor y cigarrillos,
sin policía, sin amantes, caminando en las calles,
este poema, esta ciudad, cerrando sus puertas,
fortificada, casi vacía,
enlutada sin lágrimas, envejecida sin pena,
las montañas rocosas,
el océano como una llama de lavanda,
una luna carente de grandeza,
una leve música de ventanas rotas...
un poema es una ciudad, un poema es una nación,
un poema es el mundo...
y ahora pongo esto bajo el cristal
para el loco escrutinio del editor
y la noche está en cualquier lado
y lánguidas damas grises se alinean
el perro sigue al perro al estuario
las trompetas anuncian los patíbulos
mientras los hombrecillos deliran sobre cosas
que no pueden hacer.
Traduccion de Guillermo Vega Zaragoza
Aparecido originalmente en The days run away like wild horses over the hills, Black Sparrow Press, 1969.
Publicado en el suplemento sábado del diario unomásuno.
miércoles, agosto 07, 2013
Hombre libre en el jardín de la poesía
por Guillermo Vega Zaragoza
Jaime Augusto Shelley.
Herencia
de hombre libre.
Universidad Autónoma
Metropolitana/Oak Editorial, 2000.
En una polémica conferencia
pronunciada en Andalucía en 1992, la cual llevó como título “¿Por qué no sirve
para nada la poesía?”, Luis García Montero recordó así la conocida frase con la
que Voltaire concluye su Candide:
“Cuando el mundo demuestra su realidad áspera, cuando los acontecimientos
humanos se solucionan sin respetar el buen sentido de la razón amparadora,
cuando nos sentimos provocados, con una íntima indignación capaz de
encolerizarnos, de llevarnos al rencor, de hacernos diferentes a nosotros
mismos, entonces es el momento de buscar refugio: hace falta cultivar nuestro
jardín”. Así empezó a responder a su provocativa interrogante. La utilidad de
la poesía, si tuviera alguna, sería la de servir como vehículo para expresar la
indignación, la cólera, el rencor del poeta ante la sinrazón del mundo, pero de
paradójica manera: cultivando el jardín de la belleza. Esta conclusión resulta
especialmente cierta cuando nos enfrentamos a la obra de Jaime Augusto Shelley
(México, D.F., 1937), uno de los más singulares poetas de nuestro país, de
quien la Universidad Autónoma Metropolitana, al alimón con Oak Editorial, acaba
de publicar una selección de poemas a partir de los ocho libros que componen su
obra, en una presentación bellamente editada, bajo el nombre de Herencia de hombre libre.
Es de todos conocida la
pertenencia de Shelley al ya mítico grupo poético denominado “La espiga
amotinada”, conformado en 1957 por Juan Bañuelos, Óscar Oliva, Jaime Labastida
y Eraclio Zepeda. Apadrinados por el poeta catalán Agustí Bartra, los entonces
jóvenes poetas publicaron en el Fondo de Cultura Económica, en 1960, un libro
colectivo cuyo título, epónimo al grupo, fue considerado por Octavio Paz como
“romántico y un poco retórico”, al igual que los poemas. Cinco años después
apareció otro esfuerzo conjunto: Ocupación
de la palabra. En el prólogo de Poesía
en movimiento (Siglo XXI, 1966), Paz se encargó de pasarle a los “espigos”
(como ya se les empezaba a conocer) la estafeta enarbolada por el grupo de la
revista Taller, fundada por el mismo
autor de Libertad bajo palabra casi
tres décadas antes: la poesía entraba en acción, reuniendo poesía, erotismo y
rebelión, aunque les reconoce una mayor lucidez y osadía poética. “Al lado de
muchos gritos y puñetazos, han dado a nuestra poesía joven algo que le faltaba:
la rabia”.
Paz reconoció que la
inspiración de “La espiga amotinada” provenía de la tradición moderna, la
ambición de construir una “sociedad poética” (comunista y libertaria) y una
“poesía práctica” (como los ritos, los juegos y las fiestas). "Sin
someterse a los necios preceptos del ‘realismo socialista’, los cinco han
declarado que para ellos el ejercicio de la poesía es inseparable del cambio de
la sociedad. Esta pretensión, en la segunda mitad del siglo XX, puede hacer
sonreír. Por mi parte, creo inclusive que si se estrellan contra el famoso muro
de la historia, pensar y obrar así es un punto de honra para cualquier poeta y
más si es joven”. No obstante, intuyó la asimetría del grupo al detectar que en
Shelley “el gusto por la experimentación es mayor que la voluntad de
testimonio”, lo cual aplaudió, sin dejar de notar que sería precisamente esta
inclinación la que lo terminaría separando de sus compañeros. En La rueda y el eco (pues así tituló su
aportación a ese primer obra colectiva), a los 23 años de edad, Shelley
afirmaba: "Cada poema que he escrito ha tomado la forma de una pequeña
odisea. Una odisea que no va más allá de lo cotidiano, que está en los pies y
en los ojos y en el lecho de los que han fecundado". Sin embargo, el
propio Shelley reconocería años después que los ideales que animaron al grupo
no cambiaron, pero “los caminos seguidos por los cinco fueron diversos, y así
se acordó desde el principio, que cada uno elegiría su ruta. En 1957 teníamos
mucha energía, pero no sabíamos para dónde correr; sabíamos de una manera vaga
que al final del túnel había una luz, pero eso era todo".
A 35 años de distancia, no
queda más que reconocer la razón que le asistía a Paz. Incluso presintió el
destino que sufriría cada uno de los miembros del grupo: Bañuelos tendería a
las formas fijas y, sin que constara en actas, terminaría reflejándose en su
propio espejo humeante. Oliva, inventivo y amante de la experimentación,
encontró su voz en la ilegalidad del trabajo poético. Labastida pudo haberse
secado pero prefirió convertirse en un animal de silencios en el dominio de la
tarde. Zepeda sucumbió ante su propia fuerza inmóvil, la pesadez, y nos
presentó una magra relación de su travesía. ¿Y Shelley? Su voluntad de
experimentación hizo que cada poema engendrara “su lenguaje, su ritmo y un
sistema peculiar de relaciones sintácticas”, como consta en el apartado que le
corresponde en Poesía en movimiento.
La “tradición de la aventura”, la “invención verbal constantemente renovada”,
hizo posible que se convirtiera en el hombre libre que pudo arribar a la patria
prometida de la poesía.
Lo anterior queda de
manifiesto en la selección que nos ocupa, la cual ha sido compilada por Lorena
Larenas, quien destaca el carácter singular de la antología, pues la mayoría de
los textos que se presentan son prácticamente inéditos, debido a que sólo uno
de los ocho libros que componen la obra poética del autor ha sido reeditado;
los demás fueron publicados en editoriales marginales, con tirajes pequeños que
se agotaron rápidamente. Además de sus aportaciones a los mencionados libros
colectivos de “La espiga amotinada” (La
rueda y el eco y Hierro nocturno), Shelley ha publicado La gran escala (1961), Himno a la impaciencia (1971), Por definición (1976), Ávidos rebaños (1981), Victoria (1983), Patria prometida 1984-1995 (1996) y Concierto para un hombre solo (2000), entre otros volúmenes
antológicos, con lo que la bibliografía suma ya 20 libros. Larenas considera
que las “razones complejas de la formación de grupos de poder dentro de la
promoción y configuración de la cultura nacional” han desplazado sistemáticamente
a Shelley del lugar que legítimamente le corresponde dentro de la historia de
las letras mexicanas, por lo que este libro brinda una visión de conjunto y una
mejor aproximación a la obra de este importante poeta mexicano.
Debido a la misma naturaleza
de la obra de Shelley, la antologadora decidió agrupar temáticamente los poemas
en once secciones, que se podrían resumir a partir de las preocupaciones
fundamentales que recorren la poesía del autor. Nos encontramos así, de
entrada, con lo que podría considerarse su ars
poética (“Escribir poesía/ o escucharla/ es como escribir y oír/–en ese
orden-/ música para perros. /Se requiere que la gente –o los perros-/ sin
ningún orden,/ tengan otro oído…”). Enseguida navegamos por las atormentadas
aguas de la inquietud amorosa, donde domina el momento de partir, de la
ausencia y el abandono, como queda de manifiesto en “Conjuración de la amada”,
uno de sus grandes poemas amorosos (“Me inconformo en olvidar carne y besos/ y
es que el tren de mis follajes tiembla/ cuando el viraje de las piernas se
demora/ a mitad de los incendios”). Transitamos después a los terrenos de la
poesía cívica y política, abanderados por “Himno a la impaciencia”, su elegía a
la fatídica noche de Tlatelolco, hasta llegar a la denuncia rabiosa y
descarnada de los confines citadinos, su contraposición al edén primigenio y la
desolada certidumbre de que la convergencia de ambos es totalmente imposible
(“Perdónenme/ que no pueda, ni quiera,/ cantar a un mundo/ que no existe/
aquí”.)
En otro lugar (su libro
misceláneo de ensayos titulado La edad de
los silencios, publicado por Difusión Cultural de la UNAM en 1999), Shelley
reniega del apotegma de Paul Valéry: “El primer verso lo escribe Dios”. Se
declara proveniente de “una estirpe de panteístas y feroces militantes del
ateísmo como una forma de las bellas artes” (y cómo no, si es descendiente
directo del mismísimo poeta inglés Percy Bysshe Shelley, esposo de Mary Godwin
Wollstonecraft, la creadora de Frankenstein)
y afirma que su primer verso proviene de su dios, que es su infancia. “Quiero
decirle a mi gente qué veo, oigo y siento; para decirles que veo, oigo y siento
de la misma manera, aunque se los voy a decir de distinta forma; que es la
misma, de lejos; colectiva”. Así el poeta se convierte en el libre cultivador
de ese edén recobrado, sin dios y sin diablo, que es la poesía, donde todos
podemos vivir en libertad, reconociéndonos y reconociendo a nuestros
semejantes, para tolerar un poco el peso a veces insoportable de la sinrazón
del mundo.
(Publicado en la revista Itinerario, 2000)
lunes, agosto 05, 2013
La poesía en los tiempos del cólera
por Jaime García Balandrán
(Publicado en el suplmento cultural del semanario Guía, de Michoacán, el 3 de agosto de 2013)
Pero desde hace algunos años una especie de individuos decidieron explorar nuevos horizontes literarios dándole un segundo aire que significó su acercamiento a un público mayor de lectores. Yo encontré esto en la poesía de Alejandro Aura, que en su nostálgico “Despedida” conecta perfectamente con el sentimiento de la pérdida y la muerte, y permite factibilizar lo escrito a un uso cotidiano. Seguramente muchos lo hicieron con otros escritores, que hartos de la “estática” del canon clásico decidieron revelarse con el uso certero y práctico de la palabra.
Aprovecho la verborrea dicha hasta ahora para conectarla con uno de los escritores contemporáneos cuyo más reciente libro resulta una aportación valiosa a la literatura moderna, me refiero al escritor defeño Guillermo Vega Zaragoza y su “Sinsaber”.
El Guillermo escritor, que no poeta, porque su talento le impide segmentarse, tal como los poetas se obstinan en hacerlo (se llaman poetas y no escritores porque se dicen tocados por una especie de dios desconocido), nos presenta en “Sinsaber” textos directos, contundentes, pero igualmente líricos, de los cuales el lector los entiende en su totalidad como un camino transitado entre los sentimientos amorosos y de vida más ansiados, pero igualmente odiados.
Sorteando la tradición clásica y hermética, valga decir caducada del poeta, comienza su libro con un mensaje para quienes piensan aún que la poesía se alimenta de bombones rosas: “Lamento contradecirlos, señores poetas de este y otros siglos, que el amor surge de la contaminación”. “Sinsaber”, según mi humilde percepción, puede leerse de muchas formas, y aunque está dividido en dos partes (“Registro de causantes” y “Sinsaber”), la precisión del lenguaje y su proyección emocional vuelve al lector conforme su recorrido en los versos, identificación e introducción en las historias donde vida y texto se unen volviéndose uno solo. Así, entonces, se explica cómo a muchos nos arranca un suspiro el ritmo y la evocación de líneas como: “Me pregunto si entre sus virtudes está el silencio preciso, para sincronizar nuestros relojes y respetar la hora en que tenemos que compartir nuestras soledades”.
Leer a Guillermo es someterse a una bifurcación literaria, es leer a Whitman y a Keats; a Sabines y a Bonifaz Nuño, andar de un siglo a otro, de un estilo a otro, reconociendo en la palabra de los demás poetas la suya y la de nosotros. Somos entonces de pronto una colectividad andante, que cual álbum fotográfico con gratos o ingratos momentos vamos transitando el recuerdo y pronunciando un futuro. El escritor Vega sigue en su libro el camino ya comenzado con la ingenuidad del enamorado pero no se detiene, tal vez cabalga (valga la expresión) con seguridad porque tras algunas páginas se vuelve invisible y queda sólo la voz que suena en nuestras mentes. Personalmente me pregunto si será en momentos la de Ernesto de la Peña en líneas como “Quién te manda, estrella, santa, hora, a despertar leones dormidos en el Alba. A escoger entre las vidas que se le ofrecen, a extraviar pasados imposibles…” Y ciertamente en cada página habitan más voces, no todas célebres, está la del ignoto, la del corazón roto que denuncia a la mujer arquetipo que es ella (sus enamoradas, las nuestras), pero también puede ser él, porque humano, sin importar género, sufre por igual las desventuras de la pasión amorosa. ¿Quién en este libro es el Pip o la Estela de Dickens?, ¿quién sufre, quién ama, quién se acepta vulnerable o verdugo? Nadie más que uno mismo confesará ante los poemas de Guillermo si lo allí escrito es un extracto fino de sí mismo.
“Sinsaber” sinduda, y aunque sorprenda, sí es otro libro más, porque es otro material que se incrusta en el universo literario de esas obras que tienen una importancia desde lo estático de su formato hasta la acción que cada lector le dé en las circunstancias correspondientes. Leer a Guillermo Vega, como charlar con él, demuestra que la literatura es cotidianidad, y que ésta tiene muchas cosas dignas de apreciarse. La vida es poesía, el lenguaje es poesía y este escritor y su libro lo demuestran.
Cerrando, recuerdo una anécdota que pasó hace algunos años que tuve la oportunidad de presentar al escritor en un encuentro. Sucedió que ante el micrófono dije que el libro de Memo era bueno porque podía leerse en el baño. Entre comentarios juguetones y no, fue, ha sido, y seguramente seguirá siendo un constante reclamo, pues para los “poetas” fue una barbaridad; sin embargo, y en el fondo sé me entiende, me refería a que sus poemas al ingresar al lugar más íntimo del hogar (donde uno se encuentra en soledad absoluta y aleja la mente de las ideas de trascendencia), al leerse, disfrutarlos y entenderlos, logran despedirse de un Parnaso que parece caerse en pedazos.
Pequeña nota sobre Sinsaber en La Jornada Semanal
Guillermo Vega Zaragoza,
Edición de autor,
México, 2012.
Alguna vez colaborador en las páginas de este suplemento, Vega Zaragoza es uno de esos pocos autores que tienen como sello indeleble, lo mismo en su persona que en su escritura, la antisolemnidad, la sana capacidad para reírse de sí mismo, el desabrochamiento intelectual –si bien siempre a partir de un cúmulo de lecturas impresionante. Vayan estas palabras con sabor a elogio a manera de mínima introducción a “este poemario rojo y algo viejo”, como lo describe el propio Tundeteclas, para anticiparle al privilegiado lector que se haga con él entre las manos, algo de lo mucho que puede hallar aquí: vaivenes, penumbras, ilusiones caníbales, plegarias, perdones que no se piden, cuerpos que le estorban a la palabra, lejanías e, incluso, “El poema perfecto”. Sinsaber, quizá juguetonamente también sinsabor –el de la vida, a veces–, a los que apela, con la humildad de su inteligencia, este hombre que parece todo hecho de letras.
Domingo 10 de febrero de 2013 Num: 936
(http://www.jornada.unam.mx/2013/02/10/sem-leer.html)