miércoles, agosto 07, 2013

Hombre libre en el jardín de la poesía




por Guillermo Vega Zaragoza

Jaime Augusto Shelley.
Herencia de hombre libre.
Universidad Autónoma Metropolitana/Oak Editorial, 2000.

En una polémica conferencia pronunciada en Andalucía en 1992, la cual llevó como título “¿Por qué no sirve para nada la poesía?”, Luis García Montero recordó así la conocida frase con la que Voltaire concluye su Candide: “Cuando el mundo demuestra su realidad áspera, cuando los acontecimientos humanos se solucionan sin respetar el buen sentido de la razón amparadora, cuando nos sentimos provocados, con una íntima indignación capaz de encolerizarnos, de llevarnos al rencor, de hacernos diferentes a nosotros mismos, entonces es el momento de buscar refugio: hace falta cultivar nuestro jardín”. Así empezó a responder a su provocativa interrogante. La utilidad de la poesía, si tuviera alguna, sería la de servir como vehículo para expresar la indignación, la cólera, el rencor del poeta ante la sinrazón del mundo, pero de paradójica manera: cultivando el jardín de la belleza. Esta conclusión resulta especialmente cierta cuando nos enfrentamos a la obra de Jaime Augusto Shelley (México, D.F., 1937), uno de los más singulares poetas de nuestro país, de quien la Universidad Autónoma Metropolitana, al alimón con Oak Editorial, acaba de publicar una selección de poemas a partir de los ocho libros que componen su obra, en una presentación bellamente editada, bajo el nombre de Herencia de hombre libre.

Es de todos conocida la pertenencia de Shelley al ya mítico grupo poético denominado “La espiga amotinada”, conformado en 1957 por Juan Bañuelos, Óscar Oliva, Jaime Labastida y Eraclio Zepeda. Apadrinados por el poeta catalán Agustí Bartra, los entonces jóvenes poetas publicaron en el Fondo de Cultura Económica, en 1960, un libro colectivo cuyo título, epónimo al grupo, fue considerado por Octavio Paz como “romántico y un poco retórico”, al igual que los poemas. Cinco años después apareció otro esfuerzo conjunto: Ocupación de la palabra. En el prólogo de Poesía en movimiento (Siglo XXI, 1966), Paz se encargó de pasarle a los “espigos” (como ya se les empezaba a conocer) la estafeta enarbolada por el grupo de la revista Taller, fundada por el mismo autor de Libertad bajo palabra casi tres décadas antes: la poesía entraba en acción, reuniendo poesía, erotismo y rebelión, aunque les reconoce una mayor lucidez y osadía poética. “Al lado de muchos gritos y puñetazos, han dado a nuestra poesía joven algo que le faltaba: la rabia”.

Paz reconoció que la inspiración de “La espiga amotinada” provenía de la tradición moderna, la ambición de construir una “sociedad poética” (comunista y libertaria) y una “poesía práctica” (como los ritos, los juegos y las fiestas). "Sin someterse a los necios preceptos del ‘realismo socialista’, los cinco han declarado que para ellos el ejercicio de la poesía es inseparable del cambio de la sociedad. Esta pretensión, en la segunda mitad del siglo XX, puede hacer sonreír. Por mi parte, creo inclusive que si se estrellan contra el famoso muro de la historia, pensar y obrar así es un punto de honra para cualquier poeta y más si es joven”. No obstante, intuyó la asimetría del grupo al detectar que en Shelley “el gusto por la experimentación es mayor que la voluntad de testimonio”, lo cual aplaudió, sin dejar de notar que sería precisamente esta inclinación la que lo terminaría separando de sus compañeros. En La rueda y el eco (pues así tituló su aportación a ese primer obra colectiva), a los 23 años de edad, Shelley afirmaba: "Cada poema que he escrito ha tomado la forma de una pequeña odisea. Una odisea que no va más allá de lo cotidiano, que está en los pies y en los ojos y en el lecho de los que han fecundado". Sin embargo, el propio Shelley reconocería años después que los ideales que animaron al grupo no cambiaron, pero “los caminos seguidos por los cinco fueron diversos, y así se acordó desde el principio, que cada uno elegiría su ruta. En 1957 teníamos mucha energía, pero no sabíamos para dónde correr; sabíamos de una manera vaga que al final del túnel había una luz, pero eso era todo".

A 35 años de distancia, no queda más que reconocer la razón que le asistía a Paz. Incluso presintió el destino que sufriría cada uno de los miembros del grupo: Bañuelos tendería a las formas fijas y, sin que constara en actas, terminaría reflejándose en su propio espejo humeante. Oliva, inventivo y amante de la experimentación, encontró su voz en la ilegalidad del trabajo poético. Labastida pudo haberse secado pero prefirió convertirse en un animal de silencios en el dominio de la tarde. Zepeda sucumbió ante su propia fuerza inmóvil, la pesadez, y nos presentó una magra relación de su travesía. ¿Y Shelley? Su voluntad de experimentación hizo que cada poema engendrara “su lenguaje, su ritmo y un sistema peculiar de relaciones sintácticas”, como consta en el apartado que le corresponde en Poesía en movimiento. La “tradición de la aventura”, la “invención verbal constantemente renovada”, hizo posible que se convirtiera en el hombre libre que pudo arribar a la patria prometida de la poesía.

Lo anterior queda de manifiesto en la selección que nos ocupa, la cual ha sido compilada por Lorena Larenas, quien destaca el carácter singular de la antología, pues la mayoría de los textos que se presentan son prácticamente inéditos, debido a que sólo uno de los ocho libros que componen la obra poética del autor ha sido reeditado; los demás fueron publicados en editoriales marginales, con tirajes pequeños que se agotaron rápidamente. Además de sus aportaciones a los mencionados libros colectivos de “La espiga amotinada” (La rueda y el eco  y Hierro nocturno), Shelley ha publicado La gran escala (1961), Himno a la impaciencia (1971), Por definición (1976), Ávidos rebaños (1981), Victoria (1983), Patria prometida 1984-1995 (1996) y Concierto para un hombre solo (2000), entre otros volúmenes antológicos, con lo que la bibliografía suma ya 20 libros. Larenas considera que las “razones complejas de la formación de grupos de poder dentro de la promoción y configuración de la cultura nacional” han desplazado sistemáticamente a Shelley del lugar que legítimamente le corresponde dentro de la historia de las letras mexicanas, por lo que este libro brinda una visión de conjunto y una mejor aproximación a la obra de este importante poeta mexicano.

Debido a la misma naturaleza de la obra de Shelley, la antologadora decidió agrupar temáticamente los poemas en once secciones, que se podrían resumir a partir de las preocupaciones fundamentales que recorren la poesía del autor. Nos encontramos así, de entrada, con lo que podría considerarse su ars poética (“Escribir poesía/ o escucharla/ es como escribir y oír/–en ese orden-/ música para perros. /Se requiere que la gente –o los perros-/ sin ningún orden,/ tengan otro oído…”). Enseguida navegamos por las atormentadas aguas de la inquietud amorosa, donde domina el momento de partir, de la ausencia y el abandono, como queda de manifiesto en “Conjuración de la amada”, uno de sus grandes poemas amorosos (“Me inconformo en olvidar carne y besos/ y es que el tren de mis follajes tiembla/ cuando el viraje de las piernas se demora/ a mitad de los incendios”). Transitamos después a los terrenos de la poesía cívica y política, abanderados por “Himno a la impaciencia”, su elegía a la fatídica noche de Tlatelolco, hasta llegar a la denuncia rabiosa y descarnada de los confines citadinos, su contraposición al edén primigenio y la desolada certidumbre de que la convergencia de ambos es totalmente imposible (“Perdónenme/ que no pueda, ni quiera,/ cantar a un mundo/ que no existe/ aquí”.)

En otro lugar (su libro misceláneo de ensayos titulado La edad de los silencios, publicado por Difusión Cultural de la UNAM en 1999), Shelley reniega del apotegma de Paul Valéry: “El primer verso lo escribe Dios”. Se declara proveniente de “una estirpe de panteístas y feroces militantes del ateísmo como una forma de las bellas artes” (y cómo no, si es descendiente directo del mismísimo poeta inglés Percy Bysshe Shelley, esposo de Mary Godwin Wollstonecraft, la creadora de Frankenstein) y afirma que su primer verso proviene de su dios, que es su infancia. “Quiero decirle a mi gente qué veo, oigo y siento; para decirles que veo, oigo y siento de la misma manera, aunque se los voy a decir de distinta forma; que es la misma, de lejos; colectiva”. Así el poeta se convierte en el libre cultivador de ese edén recobrado, sin dios y sin diablo, que es la poesía, donde todos podemos vivir en libertad, reconociéndonos y reconociendo a nuestros semejantes, para tolerar un poco el peso a veces insoportable de la sinrazón del mundo.

(Publicado en la revista Itinerario, 2000)