domingo, noviembre 04, 2012
Por Guillermo Vega Zaragoza
Como lo ha señalado la propia
Elena Poniatowska, Leonora es, ante todo, una novela. No se trata de
una crítica de la pintura de la recientemente fallecida Leonora Carrington, ni
es propiamente una biografía. Es una obra basada en una amplia investigación
documental y periodística, en cientos de testimonios, en los libros escritos
por la propia pintora y en otros que se han escrito sobre ella, como el de
Whitney Chadwick (Leonora Carrington,
la realidad de la imaginación), Susan L. Alberth (Leonora Carrington, Surrealismo, alquimia y arte ) o
Julotte Roche (Max y Leonora, relato
biográfico), así como en conversaciones que ambas sostuvieron durante
múltiples encuentros a lo largo del tiempo, desde los años cincuenta, cuando
Poniatowska la entrevistó para el hoy extinto periódico Novedades.
Sin embargo, se trata de una novela biográfica (o
biografía novelada, como quiera llamársele) fuera de lo común, debido a la
propia naturaleza del personaje: Leonora Carrington, talentosa pintora que
desde muy joven obtuvo el reconocimiento a su gran talento, relacionándose
estrechamente con el grupo de artistas del movimiento surrealista en Francia,
que vendría a revolucionar la concepción del arte contemporáneo, rompiendo
tabúes, abriendo caminos y experimentando con nuevas ideas y conceptos.
La novela, que fue galardonada con el Premio
Biblioteca Breve 2011 de Editorial Seix Barral, consta de 56 capítulos, de corta
extensión. Con un narrador en tercera persona, pero siempre cercano al punto de
vista de la protagonista, la prosa de Poniatowska es, en esta ocasión, vibrante
y nerviosa. A grandes pinceladas —precisamente como si la estuviera pintando—,
describe la vida de la volátil y etérea personalidad de Leonora Carrington. A
diferencia de otras novelas, donde se ha tomado su tiempo para describir minuciosamente
el mundo de sus personajes, como en el caso de su celebrada Tinísima, en esta ocasión Poniatowska no
se demora en demasiadas descripciones ni explicaciones: muestra las acciones de
los personajes de manera trepidante y de un momento a otro, de un párrafo a
otro, ya estamos en el siguiente escenario, en la siguiente situación, haciendo
que la acción avance, vertiginosa, como la existencia misma de la mujer
excepcional que fue Leonora Carrington.
A lo largo de su carrera literaria y periodística, Elena
Poniatowska se ha dedicado a contarnos la vida de mujeres admirables, empezando
por la ya célebre Jesusa Palancares, la narradora-protagonista de Hasta no verte Jesús mío (1969),
siguiendo con Angelina Beloff, la pintora rusa protagonista de Querido Diego, te abraza Quiela (1978),
hasta Las siete cabritas (2000),
donde aparecen retratadas Frida Kahlo, Pita Amor, Rosario Castellanos, Nahui
Ollin, María Izquierdo, Elena Garro y Nellie Campobello, sin olvidar la ya
mencionada Tina Modotti en Tinísima.
En todos estos casos, se han tratado de semblanzas entrañables que buscan hacer
justicia a las aportaciones de esas mujeres a la vida, al arte y a la cultura,
además que fueron escritas cuando ellas ya habían muerto, mientras que Leonora fue escrita y publicada en vida
de la pintora.
Sin embargo, en Leonora,
Poniatowska va más allá: la protagonista, una mujer real, verdaderamente
existente, se transmuta en un auténtico personaje de ficción fantástica. Esto
se debe a la forma en que la autora ha decidido contar la historia de esta
pintora singular: internando al lector, directamente y sin mayores preámbulos,
en su rica y desaforada vida interior, que nunca fue común ni corriente, como
se puede entrever con el simple relato de los aspectos más sobresalientes de su
biografía: “Leonora cree en las apariciones, no en las de la Virgen de Lourdes
sino en las de seres que surgen de pronto en la primera esquina y te dan la
mano o te asaltan”, nos cuenta la autora.
Hija de un rico y poderoso aristócrata inglés, Leonora
se destacó desde pequeña por su imaginación desbordada y su carácter indomable,
pues siempre se caracterizaría por romper y las reglas y cuestionar el status quo. Obsesionada por los caballos
(un leit motiv, el de los animales, que
estará presente permanentemente en su vida y en su obra, como símbolo de
libertad e imaginación), la pequeña Leonora se creía ella misma una desbocada
yegua —a night mare, la “yegua de la noche”, como nos recuerda Borges que es
la etimología de “pesadilla” en inglés—, y se convirtió en una verdadera
pesadilla para sus padres, que quisieron, infructuosamente, meterla en el redil
para que fuera una señorita “decente y distinguida”, cosa estaba muy alejada de
lo que quería Leonora, quien desde entonces se abocó a hacer de su vida un
verdadero “manual de desobediencia”. Así, Leonora, nos dice Poniatowska, “transforma su libertad
en una fuerza viva”.
Un día, la pequeña Leonora le comunica a la madre
superiora del colegio de monjas en el que la han recluido sus padres, que acaba
de levitar y le pregunta que si podría llegar a ser santa si entra al convento a
hacer sus votos. La monja, escandalizada, le responde: “¡Imposible que una niña
fantasiosa y desobediente como tú sea una santa!”. A lo que Leonora, muy
quitada de la pena, le espeta: “Juana de Arco es mi inspiración, ardo como
ella”. Más adelante, le dirá a su madre Maurie: “No quiero que los esqueletos
me asfixien; yo soy mi propia madre, mi propio padre. Soy un fenómeno aislado”.
De esta forma, como señaló Elena Urrutia en una semblanza de la pintora: “En
vez de someterse, aceptar y responder a las expectativas convencionales que se
cifraban en ella, su ira se convirtió en rebeldía que la empujaba a volcar esa
enorme energía en una rica vida interior”.
Expulsada de cuanto colegio la inscribían sus padres,
siendo apenas una adolescente Leonora consiguió que su padre la dejara viajar a
París para estudiar pintura. Allí conocería al pintor alemán Max Ernst, quien
le lleva 26 años de edad. El flechazo es instantáneo. Ernst la introduce al
círculo de la élite surrealista, que de inmediato reconoce su talento y admira
su belleza.
Se codea con André Breton, Pablo Picasso, Salvador
Dalí, Marcel Duchamp, Joan Miró: la crema y nata del grupo que se encargaría de
dinamitar el mundo del arte a principios del siglo XX. Apunta Poniatowska: “A
las pintoras surrealistas nadie las reconoce. Lo que en los hombres es
creatividad, en ellas es locura”. Sin embargo, debido a su genio libre e
independiente, Leonora se ganaría el respeto del mismísimo Breton —quien la
incluiría en su Antología del humor negro
(1940) —, aunque (contrariamente a la creencia común y que ha sido repetida
hasta el hartazgo por los medios de comunicación al dar a conocer su deceso) nunca
se consideraría parte del grupo ni suscribiría abiertamente los postulados del
movimiento surrealista, a pesar de que en su vida y en su obra fuera
absolutamente consecuente con ellos, pues, como se ha señalado acertadamente,
Leonora Carrington “parece haber sido invitada al planeta sólo para encarnar al surrealismo”.
Sin embargo, la
realidad de la guerra se encargaría de separar a la pareja. Por su origen
alemán, Max Ernst fue detenido y encarcelado en Francia durante la Segunda
Guerra Mundial. Desquiciada, inmersa en el infierno de la locura, Leonora huyó
a España. En Santander, a instancias de su familia, fue recluida en un hospital
psiquiátrico y sometida a infames tratamientos de “curación”. Alguna vez le
dijo André Breton, según nos cuenta Poniatowska: “El miedo a la locura es la
última barrera que debes vencer. Las mentes heridas son infinitamente mejores
que las sanas. Una mente atormentada es creativa”.
Sería gracias a un encuentro
salvador en una sala de baile de Madrid con el poeta Renato Leduc, con quien se
casaría, que Leonora pudo escapar junto con él, vía la embajada mexicana en Portugal.
Y de la mano de Peggy Guggenheim, Leonora conquistaría Nueva York con sus
pinturas, para convertirse en una de las más grandes artistas del orbe. En
1943, Leonora llega a México, donde encuentra a las que se convertirían en sus
amigas inseparables, la pintora Remedios Varo y la fotógrafa Kati Horna. Se
casa con el fotógrafo húngaro Emérico “Chiki” Weisz, con quien concibe a sus
hijos Gabriel y Pablo. Por cierto, los niños aparecen en uno de sus cuadros, “Y
entonces vimos a la hija del Minotauro”, de 1953. Convive con los artistas e
intelectuales mexicanos, que no dejan de verla como una extraña, un fenómeno,
no sólo por la inmensidad de su talento sino por su personalidad libre e
iconoclasta, que no parece encajar en la sociedad mexicana, aunque la belleza
del país la subyuga y la hace decidir quedarse para siempre.
Leonora no pretende ser —no puede serlo— una exhaustiva biografía de Leonora
Carrington. Muchos aspectos de su vida ya los había contado ella misma en sus
libros y gran parte de su agitada vida estaba ampliamente documentada. Sin
embargo, la novela, como lo ha señalado la propia Poniatowska, es no sólo un
acto de amor, sino “un homenaje a la vida y a la obra de esta mujer que ha
hechizado a México con sus colores, sus palabras, sus delirios, sus arranques,
sus historias”.
Mujeres y Revolución
Por Guillermo Vega Zaragoza
Durante 2010, como parte de los festejos del Bicentenario de la
Independencia y el Centenario de la Revolución, llamó la atención la poca
presencia de mujeres entre las personalidades que se destacaron en ambos
acontecimientos históricos. En el primero, las figuras indiscutidas fueron
Josefa Ortiz de Domínguez y Leona Vicario (a quien incluso se le dedicaron
varias novelas), pero en el segundo, la atención se la llevaron las míticas
soldaderas, pero como un ente colectivo, no como mujeres con nombre y apellido,
con una historia y una vida particular.
No obstante, se realizaron diversos estudios
académicos en el área de estudios de género para ubicar en su real justeza el
papel de la mujer como revolucionaria, pero pocos se abocaron a los aspectos
estrictamente biográficos, quizá por la poca información que se encuentra
disponible en archivos y documentos de la época.
Por ejemplo, como parte de su
investigación sobre “veteranas de la Revolución en el México
posrevolucionario”, la historiadora Martha Eva Rocha Islas logró reunir los
datos de más de 500 mujeres que participaron en la guerra civil. Señala la
investigadora: “Con
expectativas diferentes y a veces contradictorias, las mujeres se integraron a
las distintas facciones revolucionarias que contendieron en la guerra civil.
Desde el movimiento precursor magonista que actuó como fuerza de oposición a
Díaz, el maderismo y el constitucionalismo que enarbolaron la bandera de la
democracia, hasta la contrarrevolución huertista y los movimientos populares:
villismo y zapatismo, actuaron todos en defensa de sus programas y objetivos de
lucha, a veces haciendo un frente común, otras en forma independiente, y otras
más enfrentándose entre sí”.
Así, en la
Revolución las mujeres se desempeñaron como maestras, periodistas y enfermeras
que hacían proselitismo escribían, imprimían y difundían propaganda
revolucionaria; la llevaban a los campamentos y la repartían entre los rebeldes
y la población civil; transportaban armas, correspondencia y mensajes por todo
el país; todas estas actividades clandestinas que sin embargo no dejaron huella
y fueron olvidadas por la historia oficial de manufactura masculina.
Y se pregunta Rocha Islas: “¿Qué significa entonces
hablar de la presencia de las mujeres en la Revolución mexicana? Significa
recuperarlas como sujetos históricos que lucharon y participaron en forma
comprometida, desde los distintos frentes, en las diversas facciones y etapas
del proceso revolucionario”.
Para contribuir decididamente
a este rescate desde el punto de vista del arte escénico, la Compañía Nacional
de Teatro, dirigida por Luis de Tavira, encargó a Estela Leñero la escritura de
una obra enfocada a destacar la participación de la mujer en el movimiento
revolucionario de 1910. Después de dos años de ardua investigación y seis meses
de escritura, la también antropóloga social y autora de más de veinte piezas
—entre ellas Casa llena, Las máquina de coser, Habitación en blanco, El Codex Romanoff, Insomnio y Paisaje interior,
entre otras— decidió abordar la vida de tres mujeres de la época, las cuales no
han sido necesariamente las más estudiadas o ensalzadas, sino que más bien
habían permanecido en la sombra, pero cuyo papel fue fundamental en dicha gesta
histórica.
La obra resultante fue Soles en la sombra, con el subtítulo de Mujeres en la Revolución, que aborda la vida de Juana Belén, anarquista,
maderista y zapatista, periodista y editora del diario Vésper; de María Talavera, compañera de Ricardo Flores Magón, que
mientras éste se encontraba en la cárcel promovió organizaciones comunistas y
socialistas; y de Leonor Villegas, directora de la Cruz Blanca, encargada de
dar socorro a los heridos en combate sin importar el bando.
La obra se llevó a escena durante una breve temporada
a principios de año, con un destacable éxito de público, en la sede de la CNT
en Coyoacán, bajo la dirección de Claudia Ríos y las actuaciones de Luisa Huertas,
Mariana Giménez y Emma Dib en los papeles principales. Ahora se encuentra en
librerías el texto de la obra, como parte de los Cuadernos de Repertorio, en
colaboración con la Editorial Jus, colección con la que se acerca al público la
escritura teatral que va conformando el acervo de la CNT. Se
ha anunciado que el montaje abrirá el Congreso Internacional de 7 Caminos
Teatrales, el 9 de julio de 2011 en Guanajuato, y será presentado en Puebla,
además de realizar otra temporada en la Ciudad de México.
Además de fotografías del montaje y una útil
cronología, el libro incluye textos de la periodista Alegría Martínez donde se plasman
las ideas de la autora y la directora en relación con la obra. Leñero explica
que buscó personajes diferentes para crear un caleidoscopio de tres mujeres
que, aunque no se conocieron en vida, en la ficción escénica tienen un destino
compartido, ya que se entregaron al ideal de un mundo mejor, más justo.”El
teatro es el medio idóneo para jugar con el tiempo y creer que existe un no
tiempo o un espacio mitológico donde estas tres mujeres se enfrentan y
reconocen”, afirma Leñero. De esta forma, la obra está armada en forma
fragmentaria, donde la realidad se yuxtapone en dos tiempos diversos y conviven
dos planos de realidad, donde se ha abolido el tiempo, a fin de tratar de
responder a preguntas fundamentales: ¿qué hicimos?, ¿valió la pena?, ¿en qué
acabamos?
Y añade la directora Claudia Ríos: “Pareciera que los
personajes nos mandan un mensaje en una botella a este país que se encuentra en
franca guerra y en el que tanta muerte no tiene justificación ideológica ni
propósito, porque de otra forma estaríamos en condiciones de construir una
mejor nación”.
Un aspecto sobresaliente del libro es que documenta el
proceso creativo del montaje con la intensa participación de la autora, la
directora, los actores y los responsables del montaje escénico y la música, en
un verdadero e intenso trabajo en equipo. En el caso de Soles en la sombra destaca en el libro que los integrantes de la
CNT contaron con “una absoluta colaboración” de la autora para “trabajar el
texto como un elemento dinámico y no como algo cerrado e intocable”. Los
actores, de acuerdo con la directora, investigaron “con absoluta minuciosidad
no sólo la historia y el pensamiento de sus personajes, sino también el
significado de sus palabras”.
El teatral es un fenómeno colectivo, aunque el acto
creativo del dramaturgo sea individual, enfrascado en dar vida en el papel a
personajes que luego existirán a través de los actores. En entrevista reciente,
señaló Estela Leñero: “Un texto para teatro tiene la
fortuna de que es encarnado por actores y tiene la posibilidad de ser
perfectible por su vivencia. Los actores aportan su vida, su interpretación del
personaje, y la dirección conduce toda esta intención, pero siempre a partir de
un texto. Recuerdo la frase de un guionista: ‘¿Dónde estaban todos cuando
estaba la hoja en blanco, cuando no había nada?’”.
De esta forma, actores y directores enriquecen las
obras y establecen un diálogo con los escritores y las circunstancias de la
escenificación. Si es posible que el autor aún viva y acepte incorporar las
adiciones y mejoras propuestas en bien del fenómeno teatral, qué mejor. Pero
hay que dejarlo claro: sin obra no hay teatro. Y en el caso de Soles en la sombra estamos ante una obra
excepcional, con una acertada dirección, llevada a escena por el mejor cuadro
actoral de nuestro país. El público así lo reconoció y de seguro lo seguirá
haciendo cuando se reanude el montaje por parte de la CNT próximamente.
Estela Leñero. Soles en la sombra.
Jus/CNT, México, 2011. 119 pp.
Publicado en la Revista de la Universidad de México, junio de 2011.
Harry Potter o el eterno retorno del héroe
por Guillermo
Vega Zaragoza
A Verónica Murguía, Maricarmen
y Daniela.
J. K. Rowling
¿Cuál es la causa del éxito arrollador de la serie de
libros sobre las aventuras de Harry Potter escritos por la escocesa J. K.
Rowling? ¿Qué les dice a buena parte de los niños de este mundo globalizado que
las miles de horas que han pasado ante las caricaturas de la televisión y las
películas de Walt Disney no les hayan dicho ya? Podría pensarse que se trata de
un fenómeno mercadológico, fugaz e intrascendente, que morirá en cuanto se
acabe la temporada y llegue otro fenómeno y así, sucesivamente, como ha
sucedido y seguirá sucediendo con los productos que pone en el mercado la
industria del entretenimiento.
Pero es de sospecharse que con los
libros de J. K. Rowling no sucederá así. La autora no pensó en sus libros
únicamente como una obra comercial. Desde luego que deseaba tener éxito, como
todo creador que espera que su obra sea conocida y reconocida, pero lo sucedido
con Harry Potter ha rebasado todas las expectativas concebibles, al grado de
que la ha convertido en la segunda mujer más rica de Inglaterra (después de la
Reina Isabel), con una fortuna de más de 1,000 millones de dólares, y, junto
con Stephen King, en uno de los dos escritores que califican como los más
poderosos en el mundo del entretenimiento, de acuerdo con la revista Fortune,
No obstante, lo que más sorprende es que se
trate de un producto que, ante la avalancha multimedia, la Internet y los
videojuegos, se supone es de lo menos atractivo para ser vendido al público
infantil y juvenil: un libro. ¡Y además con puras letras y nada de dibujitos!
¡Y algunos hasta con 700 páginas! Se ha convertido en leyenda la forma en que
Joanne Kathleen Rowling (su nombre completo, pues la editorial le pidió que lo abreviara,
para que pensaran que era hombre: ¿cómo era posible que una señora, maestra de
secundaria, por demás, anduviera escribiendo historias de magos y brujas?),
escribió el primer volumen de la serie: Harry
Potter y la piedra filosofal (que es como se llama originalmente, pues los
editores norteamericanos pensaron que si un libro para niños contenía la
palabra “filosofal” no les iba a llamar la atención; no fueran a pensar que era
aburridísimo. Por eso le pusieron Harry
Potter y la piedra del hechicero. ¿Se va dando cuenta el lector de la
multitud de prejuicios idiotas que campean el mundo editorial?): madre soltera
con una hija de meses y sin un clavo, se le ocurrió la idea base de los siete
libros durante un viaje en tren. En llegando a Edimburgo, donde reside aún, se
puso a escribir, dejando a su hija dormida en casa mientras ella se iba a
escribir a un cafetín de la esquina. Rechazada por una docena de consorcios
editoriales, finalmente la compró la entonces pequeña Bloomsbury Press, no sin
ciertas reticencias, pues fue hasta que obtuvo el prestigiado National Book
Award del Reino Unido y entró a la lista de los más vendidos en la New York Times Books Review, que empezó
a ser tomada en serio, al grado de que cada uno de los siete libros de la serie
han merecido reseñas profundas y serias en diversas publicaciones literarias,
en lugar de relegarlas a la sección de libros infantiles, donde la crítica es
prácticamente inexistente (lo cual es perfectamente explicable: a los niños les
tiene sin cuidado lo que digan o dejen de decir los críticos literarios). A la
fecha, los libros de Rowling han vendido más de 400 millones de ejemplares en
200 países y se ha traducido a 47 idiomas.
El fenómeno Potter ha causado situaciones
poco comunes, algunas de las cuales ya se encuentran bien documentadas. Por
ejemplo, una niña, desesperada por la tardanza en aparecer de uno de los
volúmenes de la serie, escribió su propia versión y la puso a disposición de
otros fanáticos a través de Internet. Otros niños se desvelaban para terminar
de leer los libros. En Inglaterra, cosa insólita, bajaba el rating de las
caricaturas y series infantiles de la televisión. Me consta, por ejemplo, que
en cuanto uno sacaba a colación el tema de Harry Potter, a la hora de la sobremesa,
los niños se sabían al dedillo las situaciones, los diálogos y los nombres de
cada personaje, al grado de corregir a los adultos cuando alguno cometía la
barbaridad de equivocarse.
El éxito podría atribuirse, entonces, a la
buena factura de los libros. Como apuntó el crítico Charles Taylor: “No creo
que puedas leer 100 páginas de Harry Potter antes de que empieces a sentir ese
inconfundible estremecimiento que te dice que estás leyendo un clásico”. En
efecto, J.K. Rowling sabe escribir y escribe bien. Sus novelas tienen esa
inexplicable fascinación que hace que el lector siga las aventuras de sus
personajes y los deja siempre ávidos, con ganas de saber más y más, después de
cada capítulo y de cada libro.
DECONSTRUYENDO A HARRY
Un análisis de crítica literaria nos
ayudaría a desentrañar los elementos que conforman los libros de J.K Rowling.
Los desarmaríamos y nos daríamos cuenta de los recursos literarios que la
autora ha tomado, aprendido, digerido y aplicado de géneros como el folletín
(cultivado por Alejandro Dumas), de la novela de aventuras (del talante de
Robert Louis Stevenson), la novela gótica y de terror (desde Horace Walpole y
Edgar Allan Poe hasta el mismo Stephen King), la ciencia ficción y de la
subrama de “calabozos y dragones” (desde Ray Bradbury hasta Ursula K. Le Guin),
incluso se podrían rastrear los vasos comunicantes con la novela policíaca y de
suspenso (sobre todo de Dashiell Hammet y Raymond Chandler) y, desde luego,
podríamos analizar su valor de acuerdo con los cánones de la literatura
infantil y juvenil.
En este sentido, cabe resaltar la forma en
que Rowling ha ido tejiendo la historia de Harry, a fin de hacerla atractiva a
medida que se avanza en la lectura de cada libro de la serie. Uno de los
aspectos a destacar es el manejo de la trama. Estos libros, a diferencia de
otras obras infantiles o juveniles, no son de lectura muy sencilla. Demandan
cierto grado de atención, que hace aún más sorprendente que los niños la sigan
con tanto entusiasmo.
En un ensayo titulado “Queremos tanto a
Harry” (aparecido en la extinta revista Viceversa),
una de las más autorizadas “potterólogas” mexicanas, la escritora Verónica
Murguía, ella misma autora de libros dirigidos a niños y adolescentes, afirmó
que “mientras la serie avanza en el tiempo y los personajes maduran, la trama
se vuelve más complicada y a veces terrible. Es como si la autora hubiera
concebido desde el principio cada paso que da cada personaje, y las
consecuencias de cada acción. Nada es azaroso en este mundo complejo y abigarrado”.
En efecto, la misma Rowling ha reconocido J.K.Rowling vista por J.K.Rowling,
escrito por Linsey Fraser (R.BA., 2001) que
“si tuviese que incluir en los libros
cada uno de los detalles de la vida de los personajes, no me bastaría ni
la Enciclopedia Británica. Sin embargo, no es necesario que el lector sepa todo
lo que yo sé. Sirius Black es un buen ejemplo: me he imaginado toda su infancia,
pero el lector no lo sabe. Yo siempre necesito saber mucho más acerca de ellos,
puesto que soy quien los hace mover sobre las páginas”.
Podríamos continuar deconstruyendo a Harry,
pero seguiríamos sin poder desentrañar el por qué de su éxito, de la misma
manera que desarmando el avión y mirando las piezas desperdigadas en el suelo
no nos permite descubrir el por qué, si las juntamos adecuadamente, pueden
hacer que una mole de cientos de toneladas emprenda el vuelo. Hay algo en ese
amasijo de influencias y recursos que han hecho el milagro de que las aventuras
de un niño mago le interesen y le digan algo a millones de niños adultos en
todo el mundo. En mi opinión, una de las razones del éxito de la serie de Harry
Potter se debe a que, como todas las grandes obras literarias, desde La Ilíada, pasando por Hamlet hasta Cien años de soledad, en sus libros J.K. Rowling ha logrado entrar
en contacto con el Mito (así, con
mayúscula) y plasmarlo en historias para compartirlo con quien lo necesite.
LA NECESIDAD DEL MITO
Rollo May
De acuerdo con Rollo May, en su libro The Cry for Myth (1991), el mito es “una
forma de dar sentido a un mundo que no lo tiene. Los mitos son patrones
narrativos que dan significado a nuestra existencia”. Estos patrones tiene una
utilidad fundamental: “Mediante sus mitos, las sociedades sanas facilitan a sus
miembros un alivio para sus neuróticos sentimientos de culpa y su excesiva
ansiedad”. Una sociedad sin mitos fuertes, como lo era la antigua Grecia,
provoca en sus miembros sentimientos de frustración, que desembocan en la
destrucción y una búsqueda solitaria de la identidad interna. “Los mitos son la
autointerpretación de nuestra identidad en relación con el mundo exterior. Son
el relato que unifica nuestra sociedad. Son esenciales para el proceso de
mantener vivas nuestras almas con el fin de que nos aporten nuevos significados
en un mundo difícil y a veces sin sentido. Ciertos aspectos de la eternidad —tales
como la belleza, el amor y las grandes ideas— aparecen en el lenguaje del
mito”.
El mito, pues, “se refiere a la
quintaesencia de la experiencia humana, al significado y sentido de la vida
humana”. Es un drama que empieza como acontecimiento histórico y adopta su
especial carácter como forma de orientar a la gente hacia la realidad, pues
lleva consigo los valores de la sociedad: mediante él, encuentra el individuo
su sentido de identidad.
El mito se transmite de una generación a
otra en forma de narración. Grandes narraciones míticas las tenemos por
montones: la Biblia, el Corán, el Popol Vuh, el poema de
Gilgamesh, Beowulf, etcétera. Pero,
además, los escritores se han encargado de perpetuar el mito, reinterpretándolo
y convirtiéndolo en obra de arte. De esta forma, nos dice Lillian Feder, “el
mito es una forma de expresión que revela una forma de pensamiento y
sentimiento: la conciencia y respuesta del hombre ante el universo, sus
congéneres y su existencia individual, es una proyección en forma concreta y dramática
de miedos y deseos imposibles de descubrir y expresar de cualquier otra forma”.
Sin embargo, la transmisión del mito en la
sociedad contemporánea ha entrado en crisis, por lo menos después de la primera
mitad del siglo XX. Anteriormente, las instituciones que aportaban estas
narraciones de autointerpretación eran la familia, la moral, la escuela, la
Iglesia y el Estado. Pero, con el advenimiento del racionalismo y el
positivismo en el siglo XIX, todo esto se empezó a considerar como superstición
y superchería. El mito se convirtió en sinónimo de mentira, a pesar de que es,
como dijo Thomas Mann, “una verdad eterna en contraste con una verdad
empírica”.
Varios fenómenos contribuyeron a la crisis
mítica de nuestra sociedad: la familia nuclear entró en crisis y la moral
cambió aceleradamente, la escuela se volvió un desastre que no cumple su
función, la Iglesia ha revelado su verdadera naturaleza terrenal más que
espiritual y el Estado está en franca retirada como elemento regulador y
aglutinador de la sociedad.
En las sociedades primitivas, al terminar
el día, la comunidad se reunía alrededor de la fogata, al aire libre, para
escuchar a los más viejos contar historias y leyendas de cómo se había formado
su pueblo, qué le había pasado a aquél que no respetó la ley, de dónde venía el
hombre y a dónde iba. Había un sentido plenamente comunitario en la transmisión
del mito de una generación a otra, que permitía que el mito quedara
indeleblemente grabado en la mente y el alma de las personas, otorgándoles un sentido
sólido de identidad y de unidad personal y social.
¿Qué es lo que sucede en la actualidad? Nos
sentamos ante el televisor a ver y escuchar las noticias (casi siempre malas),
sin ninguna explicación convincente, sin entender bien a bien por qué suceden,
en voz de charlatanes incultos, cuya única gracia es tener la facilidad de
hablar ante un micrófono, sin ninguna experiencia ni conocimiento vitales que
les dé autoridad, pero que pontifican acerca de lo que está bien o está mal, de
acuerdo con las leyes del rating.
Por ello, el hombre moderno tiene que
emprender por sí mismo la búsqueda de orden y coherencia al flujo de las
sensaciones, emociones e ideas que acceden a su conciencia desde el interior o
el exterior. Algunos emprenden la búsqueda a través de nuevos cultos y pseudoreligiones
New Age, Feng Shui y demás patrañas. Otros se refugian en las drogas. Otros
deciden sumergirse en el trabajo y renuncian a la vida personal para no tener
que pensar en ella. Otros se suicidan. Dice May, categórico: “Sin el mito somos
como una raza de disminuidos mentales, incapaces de ir más allá de la palabra y
escuchar a la persona que habla”.
No obstante, el cine se convirtió en el
gran reciclador de mitos del último siglo; sin embargo, por su mismo carácter
de masas, el star system y la
mercadotecnia, la mayoría de las películas fallan a la hora de establecer la
vinculación adecuada con los individuos en términos míticos para trascender su
carácter de “entretenimiento”. De los otros medios de comunicación,
especialmente la televisión, ni hablar: se trata de meras fábricas de productos
culturales totalmente desechables, sin raíces ni profundidad, aunque habría que
hacer una mención aparte de ciertas caricaturas japonesas de gran popularidad,
que sí aportan los elementos míticos a sus infantiles audiencias.
Para resumir, de acuerdo con May, el mito
tiene cuatro funciones básicas: 1) confiere sentido de la identidad personal al
responder a la pregunta ¿Quién soy?, 2) hace posible nuestro sentido de
comunidad, al vincularnos con aquellos con quien lo compartimos; 3) afianza
nuestros valores morales, lo cual es fundamental en una época como la nuestra,
secuestrada por el cinismo y la hipocresía, y 4) constituye una forma de
enfrentarnos al inescrutable misterio de la creación.
A través de Harry Potter, J. K. Rowling ha
aportado al mundo un nuevo mito, aunque en realidad no es totalmente nuevo,
como veremos a continuación, mediante el cual a sus pequeños lectores (y muchos
no tan pequeños) les revela un hilo conductor que les permite descubrir su
identidad, adquirir sentido de comunidad y respeto a quienes son diferentes,
reforzar ciertos valores (tales como la lealtad, el honor y la búsqueda de la
verdad), además de enfrentarlos a misterios más profundos, como la magia misma
y ciertas fuerzas que todavía escapan al entendimiento humano.
Todas estas aportaciones no son asuntos
menores en estos tiempos. En su interesantísimo libro Hombres de hierro (Planeta, 1990), el poeta Robert Bly afirma que
el hombre contemporáneo ha dejado de tener contacto con su lado instintivo (el
del “hombre natural”, el de la masculinidad) en aras de una supuesta
“civilización”; ha intentado renunciar a su naturaleza violenta para reconocer su lado “femenino”, pero no
se le ha dado nada a cambio que pueda suplir esa renuncia.
De acuerdo con Bly, tanto hombres como
mujeres necesitan nacer dos veces: primero, el nacimiento biológico; segundo,
el nacimiento espiritual, en que se reafirma su identidad y pertenencia al
grupo. El segundo nacimiento es una iniciación, que anteriormente se realizaba
en forma ritual. “Las sociedades antiguas creían que un niño se transforma en
hombre únicamente a través del rito y el esfuerzo, únicamente a través de la
intervención activa de los hombres más viejos”. Es decir, por ejemplo, un
chamán, con cantos y conjuros, introducía al discípulo, cuyo nacimiento
atestigua, ahora como hombre, en presencia de los demás hombres que lo
aceptaban como un igual.
“En nuestra cultura tal momento no existe.
Los niños de nuestra cultura tienen una permanente necesidad de iniciación en
el espíritu masculino, pero los hombres mayores, por lo general, no se la
ofrecen. El sacerdote a veces trata, pero él está demasiado comprometido con la
aldea corporativa”. Antes, los abuelos y tíos vivían en la misma casa y
socializaban intensamente con los más pequeños, a través del trabajo, juegos o
deportes, aprendían los conocimientos del alma y el espíritu masculinos. Ahora,
los niños viven en departamentos, los mayores trabajan todo el día en lugares
apartados y el único compañerismo que experimentan es el de otros chicos de su
misma edad, igual de desorientados que ellos, y “quienes desde el punto de
vista de los antiguos iniciadores, no saben absolutamente nada”, apunta Bly.
La desaparición del importante rito de
iniciación se debe también al ascenso del mito de la eterna juventud, que
inicia en los años 20 del siglo pasado, pero se consolida en la posguerra, con
el advenimiento del rock and roll y la cultura pop. Desde entonces, asistimos a
la dictadura de lo joven y lo novedoso. Nadie quiere envejecer, todos quieren
seguir luciendo como quinceañeros o veinteañeros, eternos niños y adolescentes,
por la magia del ejercicio, los productos light y, si no hay remedio, la
cirugía plástica. Asistimos a espectáculos donde orondos sesentones siguen
cantando cosas como: “Espero morir antes de volverme viejo” o “No puedo obtener
satisfacción”, y al mismo tiempo el objeto de deseo de chicos y grandes es una
adolescente descerebrada, con cuerpo y actitudes sexualmente provocativas, pero
que se declara inconsciente (y por lo tanto irresponsable) de las pasiones que
provoca (“Ooops, te la hice de nuevo”). Vemos programas de televisión donde un
vetarro arrugado se viste de pantaloncitos cortos y habla como retrasado mental
(que no como niño) y un casi cuarentón usa gorra con la visera hacia atrás, y
se comporta y hace guarradas como un adolescente jarioso de 14 años, que además
todos celebran como si se tratara de un gran genio. Se ha impuesto el modelo de
la juventud eterna porque el anhelo es seguir siendo inocente e irresponsable
por los siglos de los siglos, pero también para permanecer como un consumidor
eterno, dócil y acrítico, de los productos de la industria del entretenimiento.
Ante esta situación, el hombre moderno
tiene que ir reconstruyendo, como puede, estos ritos de iniciación. Una obra
que ejemplifica fehacientemente este esfuerzo, hasta ahora fallido de
reconstrucción, es la novela (y después película) Fight Club, de Chuck Palahniuk (Vintage Books, 1996), donde el
esquizofrénico personaje se crea una personalidad alternativa, que se convierte
en su propio chamán iniciador de los misterios de la masculinidad, y que ha
tenido que crear una cofradía donde cada noche se cosen literalmente a golpes
para recuperar la virilidad que le ha escamoteado la pasteurizada vida
corporativa.
No es la intención de este texto detallar
pormenorizadamente las de por sí intrincadas tramas de las novelas de Rowling.
Quienes quieran conocerlas pueden pedir prestados los libros a sus hijos o
sobrinos y salir de dudas por sí mismos. El interés reside, pues, en destacar
el contenido mítico de las historias de Rowling y subrayar su aportación literaria
a la mitología del nuevo siglo.
LA TRAMA HEROICA
Joseph Campbell
En un artículo aparecido en la London Review of Books, titulado “Spot
the source: Harry Potter explained” (“Detecta la fuente: Harry Potter explicado”),
la especialista en mitología comparada Wendy Doniger afirma que “los mitos
sobreviven por siglos, en una sucesión de reencarnaciones, porque están
disponibles y porque son intrínsecamente carismáticos. Rowling es una maga en
el arte del bricolage: nuevas historias armadas a partir de piezas recicladas
de viejas historias. Cuando empecé a leer los libros, mi niño interior, como le
dicen, se encontró con los clásicos infantiles, unió fuerzas con mi yo adulto,
una mitologista comparada, y me encontré incapaz de resistirme a jugar el juego
de ‘¿Puedes detectar la fuente?’, una variante filológica del viejo juego de
niños ‘¿Cuántos animales puedes encontrar en este dibujo?’”
En efecto: es posible detectar
múltiples influencias en la obra de Rowling, pero quizá la más sobresaliente es
la más sencilla. Se trata del relato de las aventuras de un héroe, que a final
de cuentas es lo que es Harry Potter, y que como veremos es el vehículo por
excelencia para la transmisión del mito. Desde la mitología griega, pero aún
más allá, como lo ha demostrado Joseph Campbell en El héroe de las mil caras: psicoanálisis del mito (FCE, 1959) el
ciclo del héroe se repite una y otra vez: la partida, la iniciación y el
regreso. “El héroe es el hombre o la mujer que ha sido capaz de combatir y
triunfar sobre sus limitaciones históricas personales y locales y ha alcanzado
las formas humanas generales, válidas y normales”.
Todas las mitologías cuentan con sus
héroes, la tradición griega clásica, la de mayor influencia en la civilización
occidental, está plagada de héroes: Protemeo, Teseo, Perseo, Hércules, Ulises…
De todos ellos, es Edipo, sin duda, el héroe que marca la civilización
occidental, sobre todo desde que Sigmund Freud bautizó con su nombre uno de los
complejos fundamentales de su teoría psicoanalítica. La pregunta primordial de
Edipo es “¿Quién soy?” y es la que desata su tragedia. En este sentido, Harry
Potter también se hace esa pregunta. Recordemos que a este pequeño héroe lo
conocemos cuando tiene diez años de edad, es huérfano y vive con unos parientes
que lo maltratan y desprecian. Un buen día le llegan miles de cartas para
informarle que ha sido aceptado en la Escuela Hogwarts de Magia y Hechicería.
Una vez allí empezará a desentrañar la incógnita acerca de su identidad.
No obstante, Edipo no es el único
mito con el cual es posible identificar a Harry Potter. De alguna forma está
más relacionado con ciertos aspectos de la vida de Hércules, sobre todo en
aquellos que se refieren a que ambos nacieron con poderes especiales,
concedidos por los dioses, pero perseguido por determinado sino, al que se
deben enfrentar y tienen que pasar varias pruebas para demostrar su fuerza y
ocupar el lugar que le corresponde en el mundo. (Para seguir detalle a detalle
la vida de Hércules y, en general de todos los héroes clásicos, conviene
consultar Los mitos griegos, de
Robert Graves, en Alianza Editorial, y la Enciclopedia
de los Mitos, de Nadia Julien, en Editorial Océano).
De acuerdo con el psicólogo Fabián
Flaiszman, en el mito de Hércules se manifiesta el proceso de individuación, entendido
éste como “el proceso a través del cual el individuo se va diferenciando,
haciéndose individual e integrando los opuestos en el Sí-mismo”. Para lograrlo,
el individuo debe atravesar ciertas pruebas o experiencias personales para que,
al igual que Hércules, pueda definir si pertenece al reino de los mortales o de
los dioses. De la misma manera, Harry Potter va cumpliendo, conforme avanza su
saga, con diversas tareas que lo van enfrentando con su lado oscuro y
desconocido.
Sin embargo, a diferencia de Hércules,
Harry no basa su poder en la fuerza física, sino en otras habilidades, que irá
descubriendo poco a poco. En este sentido, “Harry, huérfano, inseguro y
travieso, es un personaje que
acepta con reticencia su destino de héroe”, afirma Verónica Murguía. Lo
anterior de alguna manera emparenta a Harry con otro héroe libresco que por
estos días también estará muy de moda (pues se habrá estrenado la primera
película de la trilogía basada en los libros): Frodo Baggins, el protagonista
de El señor de los anillos de J. R.
R. Tolkien. Sin embargo, nos advierte Murguía, “Harry carece de la gravedad
heroica resignada de Frodo y posee en cambio una vena de rebeldía creativa que
reconocemos en héroes más antiguos y cercanos al mito, como Pulgarcito o Juan
sin Miedo”. En efecto, Harry no es nada más un mago famoso: “es un adolescente
a quien le da miedo bailar en pareja, que se enamora y nunca se atreve a
dirigir la palabra al objeto de su amor, que se pelea con su mejor amigo, que
padece la antipatía de algún maestro y que, a veces, a pesar de su fama, se
siente solo”. Todo lo cual lo hace más vulnerable y, por lo tanto, mucho más
cercano y entrañable para los niños de hoy.
La ya mencionada Wendy Doniger
detecta por lo menos tres tradiciones, géneros o temas míticos en la saga de
Harry Potter:
1) El “romance familiar” o “la
fantasía del niño cambiado por otro”, que se resume en la historia del patito
feo, el niño que se sabe diferente a su familia o que no se reconoce en su
entorno, lo mismo que sucede con Edipo y con Moisés, para más señas.
2) Los relatos de “días de escuela”,
sobre todo, de las escuelas inglesas de los años 30, pero que en la historia de
Harry se materializa en la mencionada escuela de magia Hogwarts, y
3) La llamada “banalidad de la
magia”, donde los poderes mágicos no se utilizan para grandes cosas sino para
cuestiones vanas, cotidianas.
Sobre estos dos últimos rubros cabe
hacer un comentario. La serie sería inconcebible en un lugar que no fuera
Inglaterra, por la simple y sencilla razón, de que el sistema educativo inglés
tiene particularidades muy específicas, y además en Inglaterra la tradición
mágica y brujeril tiene mayor raigambre que en Estados Unidos, por ejemplo. En
su Historia de la brujería. Hechiceros,
herejes y paganos (Paidos, 1998), Jeffrey B. Russell afirma que, a
diferencia de lo que acontecía en el continente, en las Islas Británicas, la
brujería nunca se asoció a cuestiones satánicas, sino que permaneció siempre
relacionada con la hechicería. “En Inglaterra no había Inquisición ni derecho
romano, sino tan sólo una tradición herética bastante débil”, por lo que
“brilló prácticamente por su ausencia el concepto de brujería como culto al
diablo”.
Uno de los casos más
sonados de brujería en el siglo XVI, el de las brujas de Essex, mostraba el
abismo que separaba la práctica brujeril inglesa de la continental: no volaban
ni se reunían para celebrar orgías; no bailaban ni hacían bacanales ni se
entregaban a perversiones sexuales. “Y, nótese bien, no firmaban ningún pacto
con el diablo ni lo adoraban”, dice Russell Desde luego, que después se
prohibió la práctica de la brujería, pero se consideró un delito civil y no
eclesiástico, razón por la cual a las brujas se les ahorcaba en el patíbulo
como a cualquier delincuente en vez de quemarlas en la hoguera. Por ello, una
escuela de hechicería y brujería como Hogwarts sería inconcebible en Brooklyn.
Los hubieran quemado vivos en leña verde, tanto a maestros como alumnos, desde mucho
tiempo atrás.
Por otra parte: ¿qué mejor ambiente para
los ritos de iniciación y el autoconocimiento que la magia y la hechicería, que
son los fenómenos rituales por
excelencia? En este sentido, habría que cuestionar la aseveración de Doniger en
relación con que la magia es abordada de manera superficial. Muy al contrario,
con sus intrincadas reglas y fórmulas, es la que le otorga orden y sentido
(diferente al que conocemos, pero orden al fin de cuentas) al mundo de Harry y
sus amigos.
¿Cuánto tiempo perdurará el fenómeno de
Harry Potter? Es difícil saberlo. Sería altamente deseable que toda la parafernalia
publicitaria que se desató con sus películas, sobre todo , ahora que está
próxima a estrenarse la última, sirviera para que los niños se acerquen a los
libros y no para que permanezcan alejados de ellos. Por lo menos es buen signo
seguir encontrando en las librerías enormes pilas de volúmenes de Harry Potter
en espera de los diminutos (y otros no tanto) fanáticos que busquen revivir en
su imaginación las aventuras de este moderno héroe.
Publicado en la Revista de la Universidad de México, mayo de 2011.