domingo, noviembre 04, 2012
Por Guillermo Vega Zaragoza
Como lo ha señalado la propia
Elena Poniatowska, Leonora es, ante todo, una novela. No se trata de
una crítica de la pintura de la recientemente fallecida Leonora Carrington, ni
es propiamente una biografía. Es una obra basada en una amplia investigación
documental y periodística, en cientos de testimonios, en los libros escritos
por la propia pintora y en otros que se han escrito sobre ella, como el de
Whitney Chadwick (Leonora Carrington,
la realidad de la imaginación), Susan L. Alberth (Leonora Carrington, Surrealismo, alquimia y arte ) o
Julotte Roche (Max y Leonora, relato
biográfico), así como en conversaciones que ambas sostuvieron durante
múltiples encuentros a lo largo del tiempo, desde los años cincuenta, cuando
Poniatowska la entrevistó para el hoy extinto periódico Novedades.
Sin embargo, se trata de una novela biográfica (o
biografía novelada, como quiera llamársele) fuera de lo común, debido a la
propia naturaleza del personaje: Leonora Carrington, talentosa pintora que
desde muy joven obtuvo el reconocimiento a su gran talento, relacionándose
estrechamente con el grupo de artistas del movimiento surrealista en Francia,
que vendría a revolucionar la concepción del arte contemporáneo, rompiendo
tabúes, abriendo caminos y experimentando con nuevas ideas y conceptos.
La novela, que fue galardonada con el Premio
Biblioteca Breve 2011 de Editorial Seix Barral, consta de 56 capítulos, de corta
extensión. Con un narrador en tercera persona, pero siempre cercano al punto de
vista de la protagonista, la prosa de Poniatowska es, en esta ocasión, vibrante
y nerviosa. A grandes pinceladas —precisamente como si la estuviera pintando—,
describe la vida de la volátil y etérea personalidad de Leonora Carrington. A
diferencia de otras novelas, donde se ha tomado su tiempo para describir minuciosamente
el mundo de sus personajes, como en el caso de su celebrada Tinísima, en esta ocasión Poniatowska no
se demora en demasiadas descripciones ni explicaciones: muestra las acciones de
los personajes de manera trepidante y de un momento a otro, de un párrafo a
otro, ya estamos en el siguiente escenario, en la siguiente situación, haciendo
que la acción avance, vertiginosa, como la existencia misma de la mujer
excepcional que fue Leonora Carrington.
A lo largo de su carrera literaria y periodística, Elena
Poniatowska se ha dedicado a contarnos la vida de mujeres admirables, empezando
por la ya célebre Jesusa Palancares, la narradora-protagonista de Hasta no verte Jesús mío (1969),
siguiendo con Angelina Beloff, la pintora rusa protagonista de Querido Diego, te abraza Quiela (1978),
hasta Las siete cabritas (2000),
donde aparecen retratadas Frida Kahlo, Pita Amor, Rosario Castellanos, Nahui
Ollin, María Izquierdo, Elena Garro y Nellie Campobello, sin olvidar la ya
mencionada Tina Modotti en Tinísima.
En todos estos casos, se han tratado de semblanzas entrañables que buscan hacer
justicia a las aportaciones de esas mujeres a la vida, al arte y a la cultura,
además que fueron escritas cuando ellas ya habían muerto, mientras que Leonora fue escrita y publicada en vida
de la pintora.
Sin embargo, en Leonora,
Poniatowska va más allá: la protagonista, una mujer real, verdaderamente
existente, se transmuta en un auténtico personaje de ficción fantástica. Esto
se debe a la forma en que la autora ha decidido contar la historia de esta
pintora singular: internando al lector, directamente y sin mayores preámbulos,
en su rica y desaforada vida interior, que nunca fue común ni corriente, como
se puede entrever con el simple relato de los aspectos más sobresalientes de su
biografía: “Leonora cree en las apariciones, no en las de la Virgen de Lourdes
sino en las de seres que surgen de pronto en la primera esquina y te dan la
mano o te asaltan”, nos cuenta la autora.
Hija de un rico y poderoso aristócrata inglés, Leonora
se destacó desde pequeña por su imaginación desbordada y su carácter indomable,
pues siempre se caracterizaría por romper y las reglas y cuestionar el status quo. Obsesionada por los caballos
(un leit motiv, el de los animales, que
estará presente permanentemente en su vida y en su obra, como símbolo de
libertad e imaginación), la pequeña Leonora se creía ella misma una desbocada
yegua —a night mare, la “yegua de la noche”, como nos recuerda Borges que es
la etimología de “pesadilla” en inglés—, y se convirtió en una verdadera
pesadilla para sus padres, que quisieron, infructuosamente, meterla en el redil
para que fuera una señorita “decente y distinguida”, cosa estaba muy alejada de
lo que quería Leonora, quien desde entonces se abocó a hacer de su vida un
verdadero “manual de desobediencia”. Así, Leonora, nos dice Poniatowska, “transforma su libertad
en una fuerza viva”.
Un día, la pequeña Leonora le comunica a la madre
superiora del colegio de monjas en el que la han recluido sus padres, que acaba
de levitar y le pregunta que si podría llegar a ser santa si entra al convento a
hacer sus votos. La monja, escandalizada, le responde: “¡Imposible que una niña
fantasiosa y desobediente como tú sea una santa!”. A lo que Leonora, muy
quitada de la pena, le espeta: “Juana de Arco es mi inspiración, ardo como
ella”. Más adelante, le dirá a su madre Maurie: “No quiero que los esqueletos
me asfixien; yo soy mi propia madre, mi propio padre. Soy un fenómeno aislado”.
De esta forma, como señaló Elena Urrutia en una semblanza de la pintora: “En
vez de someterse, aceptar y responder a las expectativas convencionales que se
cifraban en ella, su ira se convirtió en rebeldía que la empujaba a volcar esa
enorme energía en una rica vida interior”.
Expulsada de cuanto colegio la inscribían sus padres,
siendo apenas una adolescente Leonora consiguió que su padre la dejara viajar a
París para estudiar pintura. Allí conocería al pintor alemán Max Ernst, quien
le lleva 26 años de edad. El flechazo es instantáneo. Ernst la introduce al
círculo de la élite surrealista, que de inmediato reconoce su talento y admira
su belleza.
Se codea con André Breton, Pablo Picasso, Salvador
Dalí, Marcel Duchamp, Joan Miró: la crema y nata del grupo que se encargaría de
dinamitar el mundo del arte a principios del siglo XX. Apunta Poniatowska: “A
las pintoras surrealistas nadie las reconoce. Lo que en los hombres es
creatividad, en ellas es locura”. Sin embargo, debido a su genio libre e
independiente, Leonora se ganaría el respeto del mismísimo Breton —quien la
incluiría en su Antología del humor negro
(1940) —, aunque (contrariamente a la creencia común y que ha sido repetida
hasta el hartazgo por los medios de comunicación al dar a conocer su deceso) nunca
se consideraría parte del grupo ni suscribiría abiertamente los postulados del
movimiento surrealista, a pesar de que en su vida y en su obra fuera
absolutamente consecuente con ellos, pues, como se ha señalado acertadamente,
Leonora Carrington “parece haber sido invitada al planeta sólo para encarnar al surrealismo”.
Sin embargo, la
realidad de la guerra se encargaría de separar a la pareja. Por su origen
alemán, Max Ernst fue detenido y encarcelado en Francia durante la Segunda
Guerra Mundial. Desquiciada, inmersa en el infierno de la locura, Leonora huyó
a España. En Santander, a instancias de su familia, fue recluida en un hospital
psiquiátrico y sometida a infames tratamientos de “curación”. Alguna vez le
dijo André Breton, según nos cuenta Poniatowska: “El miedo a la locura es la
última barrera que debes vencer. Las mentes heridas son infinitamente mejores
que las sanas. Una mente atormentada es creativa”.
Sería gracias a un encuentro
salvador en una sala de baile de Madrid con el poeta Renato Leduc, con quien se
casaría, que Leonora pudo escapar junto con él, vía la embajada mexicana en Portugal.
Y de la mano de Peggy Guggenheim, Leonora conquistaría Nueva York con sus
pinturas, para convertirse en una de las más grandes artistas del orbe. En
1943, Leonora llega a México, donde encuentra a las que se convertirían en sus
amigas inseparables, la pintora Remedios Varo y la fotógrafa Kati Horna. Se
casa con el fotógrafo húngaro Emérico “Chiki” Weisz, con quien concibe a sus
hijos Gabriel y Pablo. Por cierto, los niños aparecen en uno de sus cuadros, “Y
entonces vimos a la hija del Minotauro”, de 1953. Convive con los artistas e
intelectuales mexicanos, que no dejan de verla como una extraña, un fenómeno,
no sólo por la inmensidad de su talento sino por su personalidad libre e
iconoclasta, que no parece encajar en la sociedad mexicana, aunque la belleza
del país la subyuga y la hace decidir quedarse para siempre.
Leonora no pretende ser —no puede serlo— una exhaustiva biografía de Leonora
Carrington. Muchos aspectos de su vida ya los había contado ella misma en sus
libros y gran parte de su agitada vida estaba ampliamente documentada. Sin
embargo, la novela, como lo ha señalado la propia Poniatowska, es no sólo un
acto de amor, sino “un homenaje a la vida y a la obra de esta mujer que ha
hechizado a México con sus colores, sus palabras, sus delirios, sus arranques,
sus historias”.
1 Comments:
Muy buena reseña de este frondoso libro, reseña que va más allá del límite de este libro interesante porque nos da a conocer de manera bastante íntima esta indomable y genial artista.
Acabo de escribir sobre Leonora, una reseña que transmito aquí:
http://pasiondelalectura.wordpress.com/2013/04/15/leonora-de-elena-poniatowska/
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