viernes, octubre 21, 2011

El infierno de todos los días



El infierno de todos los días
Por Guillermo Vega Zaragoza

(Prólogo a El infierno es una caricia, antología de realismo sucio, compilada por Arturo Terán y Juan Carlos Valdovinos, publicada por Editorial Fridaura, 2011)

El concepto de “realismo sucio” fue originalmente una etiqueta un tanto artificial acuñada por el crítico inglés Bill Buford, en una antología de la revista Granta en 1983, para describir el trabajo de un grupo de escritores norteamericanos como Frederick Barthelme, Raymond Carver, Bobbie Anne Mason, Jayne Anne Phillips, Richard Ford, Elizabeth Tallent y Tobias Wolff. Algunos despistados —incluso así lo definen en diversos “estudios” académicos y hasta en la Wikipedia— le llaman “movimiento”, cuando en realidad los autores mencionados ni se conocían entre sí y mucho menos tenían idea de que lo que escribían tuviera algo de “sucio”. Como se sabe, a los estirados ingleses muchas cosas que hacen los estadounidenses —y en general cualquier persona que no haga la hora del té y no coma fish and chips— tiende a parecerle ocurrente y extravagante, cuando no decididamente degeneradas y perversas (como si para el resto del mundo no fuera suficientemente extravagante y degenerado tener una familia real que no gobierna y sólo es carne de cañón para los periódicos amarillistas).
Así, para Buford, la obra de los autores mencionados es “una ficción que podría ser de cualquier parte: es gente perdida en un mundo lleno de comida chatarra y de los detalles opresivos del consumismo moderno”. Además, “existe una falta de acción en los cuentos de los escritores norteamericanos que buscan, en vez de ello, la revelación de un ambiente o de un momento y un lugar histórico”, por lo que su prosa está “dedicada al detalle local, al matiz, a las pequeñas distorsiones en el lenguaje y el gesto”.
A pesar de la vaguedad de sus argumentos, la etiqueta de de Buford tuvo un éxito inusitado y los críticos se abalanzaron en tropel a rastrear los orígenes del “movimiento” y nombraron a Charles Bukowski “el padrino del realismo sucio”. Algunos han ido más allá y han mencionado entre sus antecedentes a J.D. Salinger e incluso a Ernest Hemingway. Para no quedarnos atrás, en México y Latinoamérica también se ha recurrido a esta etiqueta para clasificar la obra de autores como el mexicano Guillermo Fadanelli (quien en sus inicios prefería calificar lo que escribía como “literatura basura”) y el cubano Pedro Juan Gutiérrez, a quien algunos ocurrentes se han atrevido a llamar “el Bukowski de La Habana”. Si a ésas vamos con el facilismo y me apuran un poco, podríamos decir que José Revueltas es el “abuelo” del realismo sucio en la literatura mexicana y hasta algunas cosas de José Agustín entrarían en el saco.
Ya en serio. ¿De qué hablamos cuando hablamos de “realismo sucio” (parafraseando desde luego a Carver)? Los más ingenuos asocian el término con lo pornográfico, lo “cochino” y lo “guarro”, con la violencia, el machismo y el sexismo, y hasta con cierta tendencia a lo políticamente incorrecto, todo ello encaminado a épater le bourgeois, escandalizar a los biempensantes y suscitar infartos en las almas impresionables.
De entrada, algo hay de cierto en el espíritu “iconoclasta” de ciertos escritores, sobre todo en los más jóvenes —y otros no tanto— que se formaron literariamente con obras provenientes del catálogo de la editorial Anagrama (que publicó en español a Bukowski, Carver y Ford, entre muchos otros de talante parecido): la intención de romper con la solemnidad y “cuadradez” de la literatura dominante, de contradecir la supremacía de lo “exquisito literario” y traer a las letras el lenguaje de la calle, del infierno de lo que le sucede todos los días a las personas comunes y corrientes en un mundo a veces despiadado y a veces sumamente aburrido.
Eso es por lo que respecta al “ánimo”, pero no se queda sólo en eso, sino que también exige ciertos parámetros estilísticos que —y ahí no le erraron tanto los críticos— proviene del mejor Hemingway y de los novelistas hard boiled, de la novela negra policiaca, primordialmente de Raymond Chandler y Dashiell Hammet: en principio, una pronunciada tendencia a la sobriedad, la precisión y una parquedad extrema en el uso de las palabras en todo lo que se refiera a descripción. Por otro lado, los objetos, los personajes y las situaciones se hallan caracterizados de la manera más concisa y superficial posible. Se utilizan al mínimo los adjetivos y los adverbios, dado que debe ser el contexto el que sugiera el sentido profundo de las situaciones, los estados de ánimo y las atmósferas. Es decir, se recurre a cierto “minimalismo”, a la utilización mínima de recursos estilísticos para provocar una sensación de alejamiento hacia los personajes y hechos narrados, sin importar que sean los más triviales y cotidianos, o los más atroces y emotivos.
Así, en esta colección de relatos, compilada por Arturo Terán y Juan Carlos Valdovinos, tenemos a 18 autores —un tercio de ellos del sexo femenino—, en su mayoría jóvenes, algunos con un recorrido razonable en su carrera literaria, otros con apenas unas cuantas publicaciones, pero todos vinculados por esta tendencia escritural—que es preferible a decir que se trata de un “movimiento”, un género o un estilo.
A continuación podrán leer lo mismo historias descarnadas, grotescas, violentas, plenas de un intenso y extraño erotismo, que los descarnados avernos de lo cotidiano, de la fatuidad existencial, del encabronamiento de personajes que se juegan el todo por el todo por una cerveza, por un popper, por una caricia o por el amor eterno.
Más allá de las etiquetas, en El infierno es una caricia hay una buena muestra de la narrativa de lo que se escribe desde el aquí y el ahora, de personajes inmersos aferrados a los últimos reductos de humanidad que les permite una sociedad despiadada, enajenada por el consumismo y los medios de comunicación, por el egoísmo y la avaricia de un sistema que a veces parece arrastrarnos inexorablemente a la catástrofe.
Paradójicamente, en estos personajes desahuciados, sin mayores expectativas que la propia sobrevivencia, es posible que el lector encuentre un atisbo de esperanza para soportar su propio e insoportable infierno de todos los días.