por Guillermo
Vega Zaragoza
Aunque es el padre el que provee de la figura
masculina, de ejemplo y modelo de comportamiento al hijo varón, lo cierto es
que la madre cumple un papel fundamental en la configuración de la personalidad
masculina, ya sea reforzando o contradiciendo lo que los preceptos del padre establecen
acercan de lo que significa “ser hombre”. Luego, con el concurso de la escuela,
la sociedad y los demás hombres y mujeres, el hijo configurará su propia idea
de “lo masculino” para tratar de ajustarse a lo que la sociedad, pero sobre
todo las féminas, esperan de él.
Provengo de una familia formada
sólo por hombres: mi padre y cinco hijos. Yo fui el menor. Mi madre fue la
única figura femenina, además de algunas tías y primas, a partir de la cual
configuré en los primeros años de mi vida mi idea de lo que significaba “ser
hombre”. Todo ese saber, como sucede en la gran mayoría de los casos, fue
transmitido en forma oral y no necesariamente dirigido a mí sino en forma de
comentarios que mi madre hacía sobre otras mujeres y la forma en que esas
mujeres se relacionaban con los hombres. Mi madre nació en una ranchería de
Michoacán, así que muchos de esos comentarios tomaban la forma de dichos o
refranes, que a su vez habían sido contados a ella por su madre o su abuela. Se
trataba de pautas de comportamiento ancestral transmitido de generación en
generación con la fuerza incontrovertible de la sabiduría popular.
Recuerdo, por ejemplo, una frase:
“Cuiden a sus gallinas porque mis gallos andan sueltos”, la cual implicaba,
desde luego, que es la mujer la que debe cuidarse de las “acometidas” de los
hombres, ya que ellos sólo hacen lo que tienen que hacer en su papel de machos:
buscar hembras. En esa aparentemente inocente frase se encierra todo un mundo
de implicaciones acerca del rol que deben jugar tanto hombres como mujeres al
momento de relacionarse.
Mi familia estuvo formada de la
manera tradicional: mi padre proveía y mi madre nos atendía en casa. Como
hombres educados “tradicionalmente”, a mí y a mis hermanos, no se nos enseñó a
realizar “labores del hogar” (lavar, planchar, coser, cocinar, etcétera) y supongo que mi madre las hizo gustosa, aunque a veces se quejara,
porque había asumido que ese era su papel, que estaba cumpliendo con el rol que
se esperaba de ella. Todo eso estuvo bien hasta que llegó la edad de tener
novia y vislumbrar la posibilidad de formar una familia propia.
A la primera novia “seria” que
tuve, a los 19 años, ya estando en la universidad le planteé que, de llegar a
casarnos, yo quería tener una familia como la mía: es decir, yo trabajaría para
mantenerla a ella y a los cinco hijos que tendríamos. Dado que estaba ella
estaba estudiando, terminaría su carrera y podría buscarse un trabajo, pero
sólo de medio tiempo, ya que en las tardes tendría que atender a los niños. Ah,
pero sólo podría trabajar hasta que el más pequeños entrara a la escuela,
porque a mí no me gustaba eso de las guarderías (en realidad, a la que no le
gustaba era a mi madre o eso había dicho alguna vez).
Esa novia —con la que finalmente no me casé— me miró atónita durante toda mi
perorata y me dijo cuando terminé: “¿Pero es que tú estás loco o qué te
pasa?”. Ella provenía de una familia donde su madre siempre había trabajado y
su padre no sólo proveía sino que compartía las obligaciones de la crianza de
los hijos y los quehaceres del hogar, a partes iguales. Ese fue mi primer
encontronazo con la posibilidad de que mi modelo de familia no fuera el único,
pero sobre todo el primer cuestionamiento acerca de lo que significa “ser
hombre” en la sociedad en la que me desenvolvía.
Mucho tiempo después vine a
entender que a muchos hombres nos habían educado para ser Pedro Infante, o por
lo menos el prototipo de personaje que interpretó este actor en la mayoría de
sus películas: el tipo simpático, cantador, galán, encantador con las mujeres,
algo tomador y “ojo alegre”, pero enamorado y cumplidor. Y, como Pedrito, teníamos que salir en busca
de nuestra “Chorreada”: la mujer sumisa, comprensiva, abnegada, que asumiera su
rol pasivo al lado de “su hombre”.
Y también entendía que se habían
acabado las “Chorreadas”, que por lo menos en el medio social en el que me
desenvolvía cada vez era más difícil —si no imposible— encontrar una mujer que
quisiera formar una familia “tradicional” como en la que yo había sido criado.
El camino del “desaprendizaje” de esa concepción acerca de la masculinidad fue
ardua y dolorosa, y empezó con el aprendizaje de las cosas más elementales,
como, por ejemplo, hacer “labores del hogar”, es decir, aprender a valerme por
mí mismo, sin necesidad de una mujer (mi madre o una esposa) que las hiciera
por mí. Por eso entiendo que muchos hombres de mi generación, pero también de
otras posteriores y no se diga anteriores, no hayan podido hacer frente a ese
reto y hayan preferido sucumbir, que vayan de fracaso en fracaso en sus
relaciones, acumulando divorcios o, en los casos más extremos, ejerciendo
violencia emocional o física a sus parejas, como una forma de desahogar la
frustración que les embarga al no poder entender que el modelo de masculinidad
que se nos inculcó hoy es totalmente obsoleto. Me atrevo a aventurar la
hipótesis de que mucha de la violencia contra las mujeres en nuestro país es
consecuencia de esta incapacidad de la sociedad machista de entender estos
cambios de roles.
Existe un libro muy bello, escrito
por el poeta Robert Bly, titulado Iron
John: una nueva visión de la masculinidad, en el que a partir del cuento de
“Juan del Hierro” desentraña las vicisitudes de lo que significa “ser hombre”
en la actualidad. El principal reto, nos dice Bly, es que el hombre tiene que
establecer contacto con su lado femenino, de tal manera que pueda comunicarse
en un mundo donde las mujeres han dejado de jugar el papel tradicional de
comparsa masculina y reclaman plena igualdad de derechos y obligaciones.
Se trata de un camino arduo, pero
no imposible, donde también las mujeres juegan un papel importantísimo,
haciendo conciencia de no transmitir inconcientemente esos preceptos ya caducos
acerca de la masculinidad a sus hijos y, sobre todo, comprendiendo a los
hombres como pareja y compañeros de trabajo, a quienes no les es fácil de
ninguna manera ese proceso de “desaprendizaje”.
(Publicado en la revista Hysterias núm. 2)
1 Comments:
Oh sí que sí ¿Còmo hacerlo llegar a tantas casas?
A mì me encanta ser ama de casa, me fascina, pero es imposible al no haber presencia masculina en mi hogar.
Gracias Memo
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