lunes, octubre 10, 2011

Viñetas de una “deseducación” masculina


por Guillermo Vega Zaragoza

Aunque es el padre el que provee de la figura masculina, de ejemplo y modelo de comportamiento al hijo varón, lo cierto es que la madre cumple un papel fundamental en la configuración de la personalidad masculina, ya sea reforzando o contradiciendo lo que los preceptos del padre establecen acercan de lo que significa “ser hombre”. Luego, con el concurso de la escuela, la sociedad y los demás hombres y mujeres, el hijo configurará su propia idea de “lo masculino” para tratar de ajustarse a lo que la sociedad, pero sobre todo las féminas, esperan de él.
Provengo de una familia formada sólo por hombres: mi padre y cinco hijos. Yo fui el menor. Mi madre fue la única figura femenina, además de algunas tías y primas, a partir de la cual configuré en los primeros años de mi vida mi idea de lo que significaba “ser hombre”. Todo ese saber, como sucede en la gran mayoría de los casos, fue transmitido en forma oral y no necesariamente dirigido a mí sino en forma de comentarios que mi madre hacía sobre otras mujeres y la forma en que esas mujeres se relacionaban con los hombres. Mi madre nació en una ranchería de Michoacán, así que muchos de esos comentarios tomaban la forma de dichos o refranes, que a su vez habían sido contados a ella por su madre o su abuela. Se trataba de pautas de comportamiento ancestral transmitido de generación en generación con la fuerza incontrovertible de la sabiduría popular.
Recuerdo, por ejemplo, una frase: “Cuiden a sus gallinas porque mis gallos andan sueltos”, la cual implicaba, desde luego, que es la mujer la que debe cuidarse de las “acometidas” de los hombres, ya que ellos sólo hacen lo que tienen que hacer en su papel de machos: buscar hembras. En esa aparentemente inocente frase se encierra todo un mundo de implicaciones acerca del rol que deben jugar tanto hombres como mujeres al momento de relacionarse.
Mi familia estuvo formada de la manera tradicional: mi padre proveía y mi madre nos atendía en casa. Como hombres educados “tradicionalmente”, a mí y a mis hermanos, no se nos enseñó a realizar “labores del hogar” (lavar, planchar, coser, cocinar, etcétera) y supongo que mi madre las hizo gustosa, aunque a veces se quejara, porque había asumido que ese era su papel, que estaba cumpliendo con el rol que se esperaba de ella. Todo eso estuvo bien hasta que llegó la edad de tener novia y vislumbrar la posibilidad de formar una familia propia.
A la primera novia “seria” que tuve, a los 19 años, ya estando en la universidad le planteé que, de llegar a casarnos, yo quería tener una familia como la mía: es decir, yo trabajaría para mantenerla a ella y a los cinco hijos que tendríamos. Dado que estaba ella estaba estudiando, terminaría su carrera y podría buscarse un trabajo, pero sólo de medio tiempo, ya que en las tardes tendría que atender a los niños. Ah, pero sólo podría trabajar hasta que el más pequeños entrara a la escuela, porque a mí no me gustaba eso de las guarderías (en realidad, a la que no le gustaba era a mi madre o eso había dicho alguna vez).
Esa novia —con la que finalmente no me casé— me miró atónita durante toda mi perorata y me dijo cuando terminé: “¿Pero es que tú estás loco o qué te pasa?”. Ella provenía de una familia donde su madre siempre había trabajado y su padre no sólo proveía sino que compartía las obligaciones de la crianza de los hijos y los quehaceres del hogar, a partes iguales. Ese fue mi primer encontronazo con la posibilidad de que mi modelo de familia no fuera el único, pero sobre todo el primer cuestionamiento acerca de lo que significa “ser hombre” en la sociedad en la que me desenvolvía.
Mucho tiempo después vine a entender que a muchos hombres nos habían educado para ser Pedro Infante, o por lo menos el prototipo de personaje que interpretó este actor en la mayoría de sus películas: el tipo simpático, cantador, galán, encantador con las mujeres, algo tomador y “ojo alegre”, pero enamorado y cumplidor.  Y, como Pedrito, teníamos que salir en busca de nuestra “Chorreada”: la mujer sumisa, comprensiva, abnegada, que asumiera su rol pasivo al lado de “su hombre”.
Y también entendía que se habían acabado las “Chorreadas”, que por lo menos en el medio social en el que me desenvolvía cada vez era más difícil —si no imposible— encontrar una mujer que quisiera formar una familia “tradicional” como en la que yo había sido criado. El camino del “desaprendizaje” de esa concepción acerca de la masculinidad fue ardua y dolorosa, y empezó con el aprendizaje de las cosas más elementales, como, por ejemplo, hacer “labores del hogar”, es decir, aprender a valerme por mí mismo, sin necesidad de una mujer (mi madre o una esposa) que las hiciera por mí. Por eso entiendo que muchos hombres de mi generación, pero también de otras posteriores y no se diga anteriores, no hayan podido hacer frente a ese reto y hayan preferido sucumbir, que vayan de fracaso en fracaso en sus relaciones, acumulando divorcios o, en los casos más extremos, ejerciendo violencia emocional o física a sus parejas, como una forma de desahogar la frustración que les embarga al no poder entender que el modelo de masculinidad que se nos inculcó hoy es totalmente obsoleto. Me atrevo a aventurar la hipótesis de que mucha de la violencia contra las mujeres en nuestro país es consecuencia de esta incapacidad de la sociedad machista de entender estos cambios de roles.
Existe un libro muy bello, escrito por el poeta Robert Bly, titulado Iron John: una nueva visión de la masculinidad, en el que a partir del cuento de “Juan del Hierro” desentraña las vicisitudes de lo que significa “ser hombre” en la actualidad. El principal reto, nos dice Bly, es que el hombre tiene que establecer contacto con su lado femenino, de tal manera que pueda comunicarse en un mundo donde las mujeres han dejado de jugar el papel tradicional de comparsa masculina y reclaman plena igualdad de derechos y obligaciones.
Se trata de un camino arduo, pero no imposible, donde también las mujeres juegan un papel importantísimo, haciendo conciencia de no transmitir inconcientemente esos preceptos ya caducos acerca de la masculinidad a sus hijos y, sobre todo, comprendiendo a los hombres como pareja y compañeros de trabajo, a quienes no les es fácil de ninguna manera ese proceso de “desaprendizaje”.
  
(Publicado en la revista Hysterias núm. 2)

1 Comments:

Blogger Verónica Lozada said...

Oh sí que sí ¿Còmo hacerlo llegar a tantas casas?
A mì me encanta ser ama de casa, me fascina, pero es imposible al no haber presencia masculina en mi hogar.
Gracias Memo

2:12 p.m.  

Publicar un comentario

<< Home