La imagen idealizada del poeta,
preso de la "inspiración" y la pura voluntad.
Me he tomado el atrevimiento de reproducir aquí este ensayo del maestro Sandro Cohen, porque lo considero especialmente autorizado, fundamentado y esclarecedor para poner los puntos sobre las íes de una vez por todas en cuanto al abierto rechazo de ciertos "poetas" jóvenes (pero no sólo ellos) al estudio y dominio de los aspectos técnicos "formales" de la composición poética, aduciendo una supuesta "libertad creativa" y "espontaneidad". Nada más lejos de eso. Los dejo, pues, con el maestro Cohen.
El verso no tiene la culpa: para abrir apetito o ponerse a dieta (cuestión de enfoques)
por Sandro Cohen
Tomado de Caja de Resonancia.
EN LA LITERATURA, las nociones de modernidad
e innovación son resbalosas por relativas: hay obras contemporáneas que
nos parecen envejecidas, y textos antiguos que siempre se antojan frescos. No
soy el primero en señalar esta paradoja, ni tampoco seré el que logre definir lo
moderno en la literatura o especificar el papel de la innovación.
Pero me parece necesario reflexionar sobre el tema porque parecería que los
mismos literatos han perdido el rumbo en este sentido, sobre todo los creadores
jóvenes.
Estamos tan obsesionados con la idea de la
novedad que nos hemos cegado a valores artísticos más discretos y, al mismo
tiempo, sustanciosos; según este criterio, tanto influencias —lo que uno tiende
a ocultar— como homenajes —donde manifestamos conscientemente nuestras
influencias— repercuten necesariamente de manera negativa: ningún conjunto de
obras debe parecerse entre sí. ¿Cuál de las dos representa novedad? Para
ilustrar esta pregunta, ofrezco seis más que no tienen que aceptarse, de manera
obligatoria, como retóricas:
1. Si ha habido innovaciones
recientes en la literatura, ¿lo son aún?
2. ¿Cómo se anquilosa la innovación?
3. ¿No se trata, en el fondo, de
cambios de matiz o de enfoque?
4. ¿Es cierto que todo buen arte fue
revolucionario en su tiempo? [Bach]
5. ¿Estaremos hablando únicamente
del aspecto formal?
6. ¿Puede haber una revolución
de temas, inquietudes o trasfondo humano?
En México se ha librado una batalla
estética en torno a la poesía que algunos han reducido a una supuesta pugna
entre el formalismo y el versolibrismo. Si permitimos que la
problemática se plantee de esta manera, lo más seguro será que nada saquemos en
claro, y si algunos críticos lo han planteado así, se debe a su ignorancia de
la evolución de la literatura.
Ciertos poetas sienten una verdadera fobia
por los aspectos formales de su arte; como todas las fobias, esta se debe
seguramente a alguna crisis personal del escritor en cuestión, algún miedo a
reconocer sus propias deficiencias como creador, y —para no reconocerlas— niega
que existan; invoca a la modernidad y nos asegura que Esas son cosas
del pasado… ya no se escribe así. Pero, así ¿cómo? He aquí la pregunta que
difícilmente podrán contestar, porque estos escritores, al encontrarse frente a
frente con un poema no escrito en verso libre, se paralizan y no pueden ver más
allá del hecho de que posee una métrica regular o alguna rima. Su modernidad
no se lo permite porque, según ellos, Han superado la tradición; la
verdad es otra: no la conocen o no la entienden.
Lo que más impresiona es la rabia
mesiánica con que una serie de críticos ha arremetido en contra de los pocos
poetas (en realidad, no son muchos) que se han dedicado a comprender y asimilar
el fenómeno del soneto, por ejemplo. Y no sólo se trata del soneto sino del
verso blanco, la octava real, la décima, la lira y formas nuevas que han
surgido de la exploración de aquellas. Hay pasiones creadoras y otras que
buscan negar la del prójimo.
Forma, sin forma, informe: “Nosotros, los
buenos / Reaccionarios, ustedes"
El planteamiento de una poesía formalista
y otra libre no descansa en ninguna base histórico-literaria. La
división no puede hacerse de esa manera, en primer lugar porque formalismo
implica observación por la forma en sí, y no su empleo afortunado; en
segundo lugar, porque el calificativo libre es sumamente vago. La
libertad, sobre todo en el arte, no es por fuerza una virtud. Es más: como en
otros aspectos de la vida, sin el control adecuado puede resultar
contraproducente. De todos modos, me parece que la confusión es reciente, hija
de un siglo XX que se vio a sí mismo como un crisol de vanguardias que debían,
a ultranza, desterrar lo viejo, lo que oliera a viejo o lo que pareciera
viejo.
La moda actual que se llama erróneamente verso
libre no es novedosa. Algunos consideran los versículos hebreos una especie
de verso libre, aunque para sus autores se trataba simplemente de poesía:
aún no conocían los sistemas métricos que los griegos ya habían aportado. Lo
importante es reconocer que era verso, que ya poseía una forma gracias a
sus cadencias características que, más tarde, darían lugar a otro tipo
de forma. De este modo, negar que el verso libre sea una expresión formal
resulta un disparate: en rigor, ningún verso puede ser libre si pretende
ser verso.
La poesía griega se impuso con sus formas
peculiares, su práctica de combinar los pies poéticos —cuya
conformación era bastante flexible— en cantidades prefijadas. Podían ser regulares,
como en el verso homérico, o irregulares, con base en la combinación de versos
de diferentes extensiones. Los romanos asimilaron el sistema griego, lo
adaptaron a las necesidades y exigencias de la lengua latina, y así
—transformado, enriquecido, vulgarizado, puesto al día— fue trasmitido
a todos los países que estuvieron bajo el dominio del Imperio. Las nuevas
lenguas románicas, por sus sistemas sintácticos particulares, no podían
aprovechar tal cual los esquemas de la métrica latina: el oído de los que
hablaban estos nuevos idiomas había evolucionado según otra lógica.
Un lector avezado, al zambullirse en los
primeros poemas que pudiéramos considerar de lengua castellana, se da cuenta de
que su métrica es aún titubeante. En la tradición juglaresca medieval, por
ejemplo, se utilizaban hemistiquios de variadas expresiones: 5, 6, 7, 8 y hasta
9 sílabas. Por otro lado, todavía estaba muy presente la noción de los pies
antiguos, la repetición de ciertas cadencias, a pesar de que ya había
desaparecido el criterio de las sílabas largas y breves en favor de una
cantidad fija de sílabas acentuadas y sin acento. La poesía juglaresca cedió al
romance, y en él empezó a regularizarse el metro en versos de ocho sílabas y
con asonancia alterna: abcbdbeb, etcétera. Pero ya existía desde el siglo XII
el heptasílabo que haría falta para poder asimilar con más naturalidad el
endecasílabo que los españoles importarían de Italia durante el Renacimiento.
Tal vez fue el canto lo que imprimió
cierta regularidad al verso popular castellano, el que dio lugar a la
versificación culta, ya muy cuidada en su aspecto formal. Esto, sin embargo, no
puede negar el origen primitivo de nuestra poesía, ese verso irregular
que no se ajustaba a la medida fija. El canto popular inspiró al poeta culto,
pero este fue quien pudo salvarlo para nosotros, gracias a su oficio; logró
universalizarlo al brindarle una forma que rebasara cada expresión regional sin
quitarle el alma: estos fueron, quizá, nuestros primeros poetas que además de
pasión, poseían oficio. No solo les interesaba el mensaje de alegría, dolor,
explotación o trascendencia religiosa que sentían como seres humanos y que
experimentaba paralelamente su pueblo. Les preocupaba brindar al contenido
humano la forma adecuada que le sirviese de vehículo expresivo capaz de
sobrevivir lo inmediato en términos tanto temporales como geográficos.
No les interesaba mayormente ser
originales: tomaban temas de la antigüedad, tópicos pastoriles y tradiciones
orales para hacerlos suyos. Aprovecharon formas importadas como el soneto para
expresar mensajes de muy diversa índole. Góngora adoptó la octava rima para
recrear la fábula de Polifemo y Galatea: un poema simultáneamente épico y
amoroso, pero sobre todo espectacular en su construcción eufónica y
sintáctica que predispone al lector para recibir el aluvión de imágenes con las
que el poeta decidió hilar su creación. El soneto era aprovechado para expresar
sentimientos amorosos, burlescos y metafísicos; los poetas de los Siglos de Oro
lo utilizaban tanto para lisonjear como para denostar; para trasmitir en una
cápsula cristalina de 14 versos su ternura o su desesperación. La forma no se
imponía a la temática; tampoco podía dictar el tono o el tratamiento de la
sintaxis. En breve: el hecho de elegir una forma x para escribir poesía
no debe coartar de ninguna manera al escritor; esto no incide en el plan
ideológico, sino que ofrece un medio que funciona expresivamente. Es una caja
de resonancia. Existen otras, desde luego, pero hay que saber escoger; hay que poder
escoger.
Históricamente hablando, en español por lo
menos, el verso irregular surge primero. No digo libre porque dudo que
exista; como señalé antes, si es enteramente libre, no es verso sino
prosa. Pretender, primeramente, que el verso falto de medida fija sea algo
novedoso inventado por Baudelaire, Laforgue y Whitman significa pecar de miope.
Lo rescataron, entre otros, y fue popularizado a lo largo de este siglo. En
segundo término, el verso irregular —mal llamado libre— no carece de
sentido formal: posee una forma, obedece a las reglas de la
expresión poética, aunque estas no sean tan evidentes como en el soneto. El
verso sin medida fija es una forma entre muchas, una sola de las que
dispone el autor. Si este solo sabe manejar lo que llama verso libre, su
autoimpuesta limitación resulta castrante en extremo, como si un compositor
supiera maniobrar únicamente en la escala de si bemol mayor y que de ahí no
pudiera salir.
Es más: si el poeta no domina la
versificación liberal, si no sabe manejar toda clase de verso, dudo
sinceramente que sea capaz de escribir un buen verso irregular, libre o
el que fuera: el poema cuyos versos fluctúan caprichosamente es el más difícil,
y no lo digo simplemente para repetir el lugar común de los versificadores
convencidos, sino porque en el verso libre el canto se desafina con
facilidad; su caja de resonancia no se halla a prueba de los años; se trata de
una cuerda floja en constante movimiento; el riesgo de deslizarse a los
terrenos de la prosa es enorme, y hace falta un poeta con un oído sumamente
desarrollado para no precipitarse al abismo. Los inexpertos difícilmente
salen bien librados; tienen sus momentos brillantes, sus giros afortunados y
sus hallazgos indudables. ¿Pero cuántos libros maestros hemos escrito en
verso libre en México? Y antes que el lector elabore su lista, que se asegure realmente
de que se trate de verso libre: que carezca de regularidad en la cadencia, la
extensión del verso y que no recurra a lo que sucede con más frecuencia cuando
pensamos hallarnos ante un caso de una composición libre: combinaciones
de versos tradicionales o que estos se dividan en dos versos o más.
Por ejemplo: un endecasílabo italianizante
en dos versos, de siete y cuatro (o un sáfico en uno de cinco y otro de seis);
un heptasílabo seguido por un endecasílabo en una sola línea (Neruda y Vallejo
eran adeptos a este truco que nos hacía creer que eran partidarios de la libertad
en verso). Este tipo de composición puede mezclarse con heptasílabos o
pentasílabos a secas, o pueden unirse en un solo verso un eneasílabo inicial y
después un heptasílabo. No hay arbitrariedad alguna; las respiraciones
impuestas por el poeta —aparentemente naturales— van marcando las cesuras
(no se trata de hacer una contabilidad amañada). Existe lo mismo en Sabines,
Paz y Huerta.
Por supuesto: las combinaciones no tienen
que ser necesariamente impares, ni siquiera tienen que ser necesariamente
impares, ni siquiera deben ser de uno u otro tipo: muy popular entre los
supuestos versolibristas ha sido el verso de seis combinado con el de ocho y
diez. El alejandrino es híbrido: siete más siete son catorce, y este se lleva
muy bien con el de once, nueve y siete. Los encabalgamientos, por otra parte,
hacen milagros matemático-sonoros y posibilitan combinaciones que producen muy
variados efectos rítmicos parecidos a los que se buscan en un verso libre,
sin sacrificar la solidez estructural del poema.
A los poetas que han vuelto a explorar los
caminos tradicionales han sido acusados de anticuados y hasta reaccionarios de
la poesía. Por otro lado, y según los acusadores, los que han abandonado valientemente
lo que ellos consideran técnicas superadas representan a los buenos,
al ala progresista de la poesía en México. Disiento.
Representan tan solo a la ignorancia
triunfante; sus oídos atrofiados ya no captan los matices del verso y así lo
confunden con la prosa. Se creen a la vanguardia, cuando en realidad se han
acomodado en un facilismo recalcitrante desde su posición de repetidores
inconscientes de una poética cuyo modelo es el ahí se va en lugar
de encontrarlo en el trabajo, la investigación, la superación constante. No se
los puede tomar en serio como poetas, pero editan libros como si de veras lo
fueran, y el público lector que impera —desafortunadamente— acepta a los
gatos como si fueran liebres.
Los puntos sobre las íes: la poesía es la
poesía, y ya
Las generaciones nacidas en las décadas de
los 40 y los 50 llegaron al mundo bajo el signo de la rebeldía. Eso de tener
que aprender a versificar les parecía odioso (hacía falta mucha práctica y se
trataba de publicar cuanto antes). Sus miradas piadosas se dirigieron hacia
nuevos dioses de la vanguardia que, en su búsqueda de libertad, habían
rechazado los viejos cánones. Desgraciadamente, muchos de los nuevos dioses
resultaron falsos: sus caminos no llevaban a ninguna parte más allá de la
ruptura. Por lo menos ellos —los surrealistas, simbolistas e imaginistas—
se rebelaron con un claro conocimiento de causa: dominaban a la perfección el
oficio antes de lanzarse a la aventura. Quienes nacieron a partir del medio
siglo, en cambio, no lo aprendieron de manera natural. Les enseñaron que había
que ser libres y que fueran indulgentes con su yo. Que se
expresaran espontáneamente. Los burros cuando dan de patadas también se
expresan de este modo, pero la riqueza de esa expresión queda en tela de
juicio.
Seamos honestos: aunque el surrealismo,
por ejemplo, no nos dejó ninguna Divina comedia —ni siquiera una Piedra
de sol o Muerte sin fin (por mencionar solo dos libros nuestros que
nada tienen que ver con el verso libre pero que ya se han convertido en
clásicos— nos abrió muchas puertas retóricas. Eso son, porque estamos
hablando de arte, no de enchilameotra: quien piense que la
espontaneidad lo es todo se equivoca. La poesía debe amanecer fresca en cada
lectura, y para lograr ese fin el poeta requiere de mucho colmillo, necesita
echar mano de cuanto truco conoce y pueda aprender. La sinceridad del poeta
tiene que trasmitirse a un público que él no conoce; debe universalizar su
expresión y no perderse en el cuento superficial. Las formas —las que sean—
se comportan —ya lo hemos visto— como vehículos expresivos, y esto incluye a la
versificación irregular, libre o llámese como se quiera. La poesía es un
arte, y ningún arte se domina por equivocación o azar; tampoco en tres días. El
poeta que no tiene oficio es un dilettante, y tener oficio implica
versatilidad, un amplio manejo de recursos artísticos y la dedicación que
conlleva un gran respeto. Este respeto entraña —a su vez— la obligación de
asimilar sus lecciones; si no, estaremos condenados al descubrimiento del
eterno hilo negro.
Creo que lo anterior es demostrable a la
luz de la experiencia que hemos acumulado colectivamente durante los últimos 50
años. Si los repetidores incautos de la supuesta poética versolibrista hubiesen
comprendido a sus maestros, se habrían dado cuenta de que no se trataba de
verso libre. ¿Cuántos Efraín Huerta chiquitos hay en México ahora?
¿Cuántos Jaime Sabines? ¿Cuántos Octavio Paz? Y, para colmo, si uno ensaya la
forma cerrada o el verso blanco, es un imitador de lo passé; como
si el endecasílabo fuera propiedad de Gilberto Owen, Rubén Bonifaz Nuño o
Garcilazo de la Vega, y no un verso (como ellos lo llamarían) democrático.
El verso libre, por otra parte,
puede resultar tan o más ampulosamente retórico que cualquier soneto
renacentista. El que no puede ver más allá de la forma —verla por lo que es—
no es más que un ciego literario. El crítico que califique un verso u otro de sobado
peca de ingenuidad (a estas alturas, no hay verso que sea virgen ni remotamente
sin mancha). Si un verso o una forma más elaborada persiste, será porque aún
funciona. ¿Los endecasilabos de Othón son menos sobados que los de Paz o
Pellicer? Los versos, por sobados que sean, no pierden su validez. Lo
que sí la pierde son las actitudes fijas que no pueden con un mundo cambiante.
Si la forma sofoca al poema, no es
problema de la forma sino del poeta. Esto quiere decir que aún no ha llegado,
que no ha dominado su oficio. Puede ser cuestión de tiempo si el talento
existe, pero este vale poco sin el oficio, o en el mejor de los casos se
desperdicia. Triste situación la nuestra cuando se elogia a la ignorancia, y a
la excelencia se le teme. Yo le apuesto a la disciplina, el talento y la pasión
de los que se han molestado en formarse de manera sólida; a los que le hacen al
bluff social, creyendo que así se harán poetas de veras, el tiempo les
asignará su rincón en la historia.
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