martes, marzo 15, 2011

Tentación

Photobucket

por Guillermo Vega Zaragoza


Para Nora Dea

Estoy solo en mi departamento. En el estéreo de alta fidelidad suena el Beautiful Maladies de Tom Waits, lo mejor de su segunda etapa en la disquera Island. Me encanta esa canción que dice: “Todo está hecho de sueños, el tiempo está hecho de lenta dulzura y miel; sólo los locos saben de lo que hablo; tentación, tentación, tentación…” La verdad es que soy un nostálgico: compré el CD aunque bien podría haberlo bajado de Internet en unos cuantos minutos y cargarlo en mi iPod, pero me gustan las cosas genuinas, originales.

Noche de viernes. Llegué de la oficina a las 11:37. Demasiado tarde como para ir a cenar con alguna de mis amigas, ejecutivas exitosas de empresas multinacionales. A estas horas deben estar igual de molidas que yo, después de aguantar tanta mierda durante el día, soportando a los jefes que no tienen ni la más peregrina idea de cómo llevar su negocio y todo te lo endosan, para que se los resuelvas mientras se van al club o al golf o al demonio.

Compadezco a mis amigas porque las conozco. Me encuentro a Patricia en el Messenger. Hace apenas tres años era una verdadera reina: muslos poderosos, tetas orgullosas, labios prometedores. Hoy ya no es ni la sombra de eso: flaquísima, rehén de Mía y Bea; flácida, ojerosa; en resumen, una calamidad. Su lap se conecta automáticamente (lo sé porque la deja encendida toda la noche, y si no entiendes por qué lo sé, eres un idiota), así que puedo apostar que se encuentra respondiendo mails del trabajo, no importa que sea casi media noche. Le mando un mensaje obsceno y burlón, pero no me responde. Estoy tan solo que estaría dispuesto a soportarla, pero sé que eso es imposible.

Entonces prefiero navegar por las páginas de hi5.com, viendo y bajando fotos de ninfetas: niñas que ya se sienten mujeres, pero todavía no saben lo que es ser mujer; conocer hombre, pues, como se decía antes. Me encanta leer lo que ponen en sus perfiles. Se sienten muy cabronas, como si fueran todas unas vampiresas. Ah, pero cómo les encanta tomarse fotos: son todas unas seductoras. La gran mayoría de las fotos se las toman desde arriba, con sus camaritas digitales, para que se les vean unos senos inmensos, aunque en realidad apenas les estén saliendo. Pantalones ajustados, caritas inocentes. Algunas dicen que tienen 18 años, pero difícilmente llegarían a los 15 ó 16. A ésas por lo general las descarto. No me gusta meterme en problemas. Después de ver la película ésa de Hard Candy (donde una ninfeta le da una sopa de su propio chocolate a un i-stalker), yo mejor paso.

Pero la noche está floja. Aparte de un escritor gay que siempre se la pasa conectado a la caza de mancebos, sólo está una niña de 19 años que dice llamarse Gwen y cuyo estado se lee: “I believe in a thing called love”. Tiene una lista de 1,724 amigos y 358 fotos en su perfil, muchas de ellas con sus cuates en fiestas, en la escuela, en centros comerciales, en situaciones cotidianas, haciendo caras locas. Pero tiene una carpeta con fotos únicamente de ella, tomadas en la intimidad de su recámara, algunas en baños de antros (intuyo) o de casas a donde ha ido a fiestas. Me encantó la foto de su perfil: lente oscuros, pelo ensortijado, blusa negra ajustada estrujando sus pechos (imagino) apenas intocados. En el sistema de sonido sigue la voz cascada de Tom Waits (suena como si hubiera hecho gárgaras con un vaso rebosante de whiskey, clavos y vidrio molido): “Parece que mis amigos prefieren cosas que antes no querían. Vivir es lo único que vale la pena hoy. Voy a hacerle un hoyo a mi aparato de TV. No quiero crecer”.

Le mando un mensaje a Gwen. Me responde casi de inmediato en el chat. Quedamos en que yo pasaría por ella. Me da su dirección y salgo en mi Cirrus negro. No es el que merezco, pero aguanta hasta que pueda comprarme el BMW. En el iPod suena una selección de Chuck Berry (dudo que Gwen sepa quién es). La letra de “Sweet Little Sixteen” suena muy apropiada: “Parece modelo de portada de una revista, pero es tan guapa que ni parece de 17”.

Llego a la dirección indicada. Le marco por el cel. Sale por la puerta de un condominio. No se ve muy exclusivo, pero está preciosa de todos modos. Está igualita a sus fotos en hi5. En la muñeca izquierda porta una serie interminable de pulseras de plástico (lo que hace unos años se llamaban goomies y usaba Madonna en su video de “Like a virgin”). Me mira con sus grandes ojos marrones. Le llaman la atención mis lentes Salvatore Ferragamo. “Están bien bonitos”, comenta. Claro, niña, cuestan seis mil pesos, pienso. “¿A dónde vamos?”, pregunta. “A un lugar bonito”, le susurro, y se arrellana en el asiento de cuero que aún huele a nuevo.

Por el rabillo del ojo, observo cómo acaricia y se regodea en el contacto de su piel con la piel del auto. El buen Chuck ya se retiró y ahora suena el mismísimo Rey, la versión original de “A little less conversation”. Se interesa cuando identifica que la utilizaron en un comercial. “Claaaaaaro, en uno de Converse”, asegura. No, de Nike, corrijo. “Es igual, son tenis”, se justifica y se pone a jugar con los botones de la ventana. Arriba, abajo. Arriba, abajo. Arriba, abajo. Ya estuvo bien, le llamo la atención. Gwen hace un puchero infantil y se cruza de brazos, se queda en silencio hasta que llegamos a un antro de moda que vi en una revista. Antes de bajar, le pregunto si su nick es real. “Claro, me llamo Gwendoline, como la canción”, y me da un beso en la mejilla.

El antro está a reventar y es insoportable. Jóvenes apiñonados en los balcones y la pista atiborrada de gente empeñada en bailar con apenas cinco centímetros de espacio vital. A Gwen le parece fabuloso (“cool” es la palabra exacta que utiliza). Se despoja de la breve prenda que traía sobre los hombros y queda su torso al descubierto: joven, blanco, tierno, hermoso. Voy a la barra por las bebidas mientras ella se balancea al ritmo de Gorillaz. Regreso y le acerco la botella de cerveza, pero al momento dudo: “¿Puedes?”, le digo. “Ya estoy aquí, ¿no?”, y me arrebata el recipiente. Apura el líquido con avidez, casi con desesperación. Le escurren unas gotas por la comisura de los labios. Se acerca a mí, su cuerpo núbil junto al mío. “Vamos a bailar”, me invita al oído e introduce la lengua en el caracol de mi oreja. Suena una canción que no había oído antes, pero la voz del cantante me parece hipnótica, totalmente demencial.

La música va subiendo de intensidad y Gwen baila y se pega a mi cuerpo, hasta que las luces y las notas de la melodía estallan en mi cabeza y sólo puedo pensar en ella, en Gwen, en poseerla, en tenerla, en hacerle el amor ahí mismo, y penetrarla, mancillarla, ensuciar su sonrisa, en erradicar para siempre su inocencia. Entonces coloca su pulgar sobre la boca de la botella y la agita, el líquido sale expulsado violentamente y el chorro nos empapa, al igual que a los demás parroquianos que nos rodean. En mi rostro se mezcla el sudor salado con el agrio sabor de la cerveza, y ella se acerca y lame mi cara, mientras balancea su cuerpo y fricciona sus senos contra mi pecho. Puedo sentir la juventud de su carne y la urgencia de su deseo, de mi deseo. Con una mano aprisiono su barbilla y acerco su rostro al mío: hundo mi lengua en su boca, la penetro con mi lengua, y penetra mi boca con la suya, penetramos nuestras humedades, la música es sólo un retumbar de sonidos, los latidos de nuestros corazones, la adrenalina de su cuerpo jovencísimo.

En un arranque intempestivo, agito la botella que sostengo en la otra mano y vierto el contenido sobre su cabeza, el chorro es como una inmensa y violenta eyaculación. Recibe el brebaje como un elixir sagrado, se relame los labios, se acaricia los pechos por debajo de la blusa. Me abraza, besa, lame, muerde. La música y las luces retumban en los oídos.

Y de repente, primero uno, luego otro y más adelante todos. Todos esparcen el contenido de sus botellas sobre Gwen. Ella gime, agita los brazos, grita que no, manotea, pero le siguen cayendo chorros y chorros de líquido sobre sus cabellos rizados, ahora empapados. Cae al suelo, toda ella una fuente de alcohol, una antorcha húmeda lista para arder. Hincada frente a mí, acciono el cierre del pantalón. La erección es dolorosa, urgente, y la boca de Gwen joven y jugosa. Entro en ella, empapo de mí su cuerpo, su cabello rizado, una luz que la invade.

Ahí se interrumpe el recuerdo. Después ya no supe más de mí. Sólo me acuerdo del golpe y de un ardor insoportable en la cabeza. Cuando volví en mí, en la cama del hospital, me enteré que a los pocos minutos llegaron los policías, que aquello se volvió un verdadero aquelarre, gritos, golpes, botellazos; que Gwen apenas logró salir con vida, con la ropa desgarrada y, milagrosamente, con unos rasguños.

Gwen ya dio de baja su perfil en hi5. Yo ya tengo 2,367 amigas.

**************************************

(Publicado en el libro Palabras Malditas. Antología de Cuentos. Editorial Efímera, 2009)

4 Comments:

Blogger Héctor Anselmo said...

Este es uno de los textos más chingones de esa antología... de hecho, para mí, es el mejor.

1:59 p.m.  
Blogger Guillermo Vega Zaragoza said...

Gracias Héctor. Un abrazo.

2:15 p.m.  
Blogger Maya said...

Me encanta entrar por aquí y encontrarme con textos como éste, tan tuyos que ya voy reconociendo la huella en ellos... ¡Un abrazo, Guillermo! Espero que nos encontremos pronto ante otra taza de café. ¡Saludos!

12:12 a.m.  
Blogger Guillermo Vega Zaragoza said...

Hola Maya:

Gracias por leer. Y sí, ya amerita otro encuentro. Tú dime cuándo puedes.

Besos.

1:22 p.m.  

Publicar un comentario

<< Home