jueves, febrero 24, 2011

Se puede ser un perfecto cabrón con libros o sin ellos

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¿Dijeron políticas de lectura?

por Juan Domingo Argüelles

(Tomado de Campus)

Hace cosa de cinco años, el escritor José Saramago dijo que “leer libros siempre ha sido y siempre será cosa de una minoría y no vamos a exigir a todo el mundo la pasión por la lectura”.

La ministra de cultura de Portugal se declaró sorprendida ante tales declaraciones, porque Saramago, en ese entonces, había aceptado formar parte de un programa para incentivar la lectura entre los jóvenes.

El escritor, por su parte, respondió que su voluntarismo a favor de la lectura no le impedía mirar la historia y realidad como eran, y añadió: “mal andan las cosas si resulta necesario estimular la lectura, porque nadie necesita estimular el futbol”.

Explicó: “leer puede ser una necesidad, pero no tiene por qué ser algo obligado, y no voy a ser yo el que diga si leer es bueno o es malo, pues cada quién tiene que elegir su propio camino”.

Con esta declaración, Saramago dinamitó su monumento. Y todo porque, con gran incorrección política, contradijo la Verdad Cultural que ha venido animando por décadas el discurso voluntarista de la lectura y lo que los gobiernos han dado en llamar las “políticas públicas de lectura” que, en general, no son otras cosa que simple política o, peor aún, demagogia.

La ministra portuguesa de Cultura y otros funcionarios se mostraron políticamente escandalizados y culturalmente defraudados, pero Saramago dijo lo que pensaba y valoró menos la comodidad que la verdad.

Lo que dijo no era otra cosa que esto: todos podemos leer libros, pero no todos nos convertiremos en lectores; todos podemos escribir, pero no a todos se nos dará la vocación de escritores.; leer libros es estupendo y puede ser necesario, pero no por ello vamos a hacer de la lectura de libros una rotunda obligación.

Alessandro Baricco y Alberto Manguel, entre otros ilustres escritores-promotores del libro, ya lo habían dicho también, casi con las mismas palabras de Saramago. Baricco aconsejó a los jóvenes leer pero no vivir en “el adentro” de los libros, sino en la realidad palpitante, y Manguel sentenció que los lectores de libros han sido siempre minoría y que probablemente lo serían también en el siglo 32, aunque planteó esta ironía: “los lectores son una élite, pero una élite a la cual todo el mundo puede pertenecer”.

Lo que pasa es que los políticos (incluso los que se ocupan de las carteras de Educación y Cultura) casi no leen o sólo leen las cosas que les afectan. Sartre dijo que los artistas, escritores y lectores autónomos no se convierten fácilmente en ministros de Cultura, a menos que crean de verdad que pueden aportar más como políticos que como artistas, escritores e intelectuales. En México, indudablemente, tales fueron los casos de José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet, aunque decir esto no sea de gran corrección política.

Desde hace años he venido sosteniendo, en mis libros y artículos, puntos de vista más cercanos a los de Saramago, Baricco y Manguel que a los de los ministros de Educación y Cultura, pues considero necesario que la lectura, como tema, deje de ser utilizado con fines exclusivamente políticos, administrativos y estadísticos, y recupere su sentido de realidad.

Voy al grano. Todos los gobiernos inoperantes o fallidos se agarran como de un clavo ardiendo de las estadísticas triunfales o triunfalistas para tratar, así sea inútilmente, de mejorar su imagen aunque no mejoren su país.

En el caso de los gobiernos que presentan un más que evidente fracaso en la educación, de lo primero que echan mano es de lo intangible (que convierten en estadístico) para presumir mejoría de indicadores, aunque la realidad diga lo contrario.

El Problema de la Lectura (con las mayúsculas de rigor), por su carácter noble y porque conmueve mucho en general a los intelectuales, es de las primeras cosas que apañan, para mejorar, dicen, sus índices, y siempre mencionando como modelos e ideales a seguir a naciones como Francia, Japón, Canadá y, especialmente, ya como lugar común, a Finlandia.

Aunque suene estridente decirlo, me temo que a estos países los alcanzaremos cuando en Francia, Japón, Canadá y Finlandia aparezcan cuarenta ejecutados por día, veinte descabezados y uno que otro colgado de los puentes vehiculares. ¿Es terrible? Claro que sí, pero no por lo que digo, sino por lo que dice, todos los días, la realidad.

En el asunto de la lectura hemos llegado a simplificaciones realmente tontas. He escuchado decir a no pocos colegas escritores, varios de ellos de gran nivel intelectual y gente que quiero y admiro, que los que cortan cabezas es porque no leyeron un buen libro a tiempo. Esto es confundir las cosas, vivir en la luna y no saber distinguir las causas de las consecuencias. El problema del crimen organizado no es un problema de lectura, sino de descomposición social. Y es algo gravísimo como para andar con estas metáforas de falso lirismo.

El Pozolero, El Mochomo, La Barbie, el Jota Jota y demás no son consecuencias directas de la falta de lectura, sino de la ausencia de un Estado de derecho eficaz y de una verdadera democracia en la que son sin duda importantes la educación, la cultura y la lectura, pero tanto o más importantes otros aspectos (económicos, políticos, sociales, etcétera) que quienes viven fuera de la realidad (por vivir todo el tiempo dentro de los libros, especialmente de ficción) no advierten.

Es una torpe ingenuidad pensar que la lectura de un libro a tiempo hubiera librado a la sociedad mexicana de estos delincuentes. Es obvio que en un país de estructuras sociales, económicas, políticas y educativas sólidas no estaríamos hablando de El Pozolero, sino quizá de un buen profesionista o de un buen técnico que, por lo mismo, no podría imaginar siquiera que, en otra vida, y en medio de otra realidad, hubiera podido convertirse en El Pozolero.

Lo que ocurre con muchos escritores e intelectuales mexicanos es que viven fuera de la realidad: en su torre de marfil, escribiendo y leyendo. Y sólo ponen un pie fuera de su torre cuando toman un avión para ir a recibir un premio, dictar una cátedra como profesores visitantes o asistir a un congreso de escritores en Londres, París, Berlín, Barcelona, Madrid, etcétera. Confunden la realidad con su idealidad.

Hay quienes, aparte de escribir y leer libros, no hacen ninguna otra cosa, y sobre todo no hacen una cosa fundamental: pensar por sí mismos y desarrollar un espíritu crítico e impugnador de la triste realidad de su país. Viven en una irrealidad. “Tal es el caso de muchas personas muy cultas —escribe Schopenhauer—. Acaban siendo incultas de tanto leer”. Es verdad: en muchas de estas personas, la lectura ha reemplazado el pensar, hasta que gradualmente pierden la capacidad de decir algo si no es a partir de la invocación de autoridades librescas. De seres humanos pensantes hemos pasado a seres humanos leyentes. Curiosa involución de la inteligencia: la escuela está empeñada en enseñar a leer, pero no le apura demasiado enseñar a pensar, porque enseñar a pensar desarrolla, entre otras cosas, una natural oposición al poder, la mentira y el autoritarismo.

La verdad es que los secuestradores, asesinos, sicarios y criminales en general no es que lo sean, directamente, porque no acudan a la librería Gandhi a comprar el último libro de Carlos Fuentes o el más reciente de Gaby Vargas, ni porque sean ajenos de los círculos de lectura. Son secuestradores, asesinos, sicarios y criminales porque constituyen el fiel reflejo de un país atrasado, o arrasado, no sólo en educación, cultura y lectura, sino también en economía, política, trabajo, equidad, etcétera. Una nación que tiene a más de veinte millones de compatriotas en el exilio estadunidense, por falta de trabajo en su tierra, no puede estar mejor en educación ni en lectura.

En México, desde hace mucho tiempo, pero especialmente desde que llegó la tecnocracia al poder, se quieren mejorar las cifras sin que cambien las estructuras sociales. Se desea fabricar lectores en serie sin que lo demás (y no digo sólo la educación) se modifique.

Ahora las autoridades educativas, lo mismo federales que locales, han salido con el discurso de que la descomposición social y la ruptura de la convivencia armónica se deben, en gran medida, a que la gente no lee y al hecho de que los padres de familia no atienden a sus hijos o no los “acompañen” en su proceso formativo. Lo dicen y lo repiten incansablemente, como una forma de resbalar la responsabilidad o, para ser más precisos, la irresponsabilidad gubernamental.

Ya es habitual que amigos y conocidos de Monterrey, Chihuahua, Ciudad Juárez, Tampico, Cancún, Chetumal, la Ciudad de México, etcétera, te refieran que han sufrido directamente la negra experiencia de haber sido no ya digamos asaltados (que ahora es lo de menos), sino levantados, extorsionados y secuestrados, o relatan el secuestro o el asesinato de algún familiar o amigo, o te dicen que conocen a personas que han tenido que huir del país por temor a que los asesinen. Los que pueden irse, desde luego. Los otros se quedan aquí.

Seguramente, todos estos abusos los cometen, en general, personas que no han leído a Platón ni a Shakespeare. Pero éste no es el problema. El problema no es la falta de Platón ni la falta de Shakespeare, no nos hagamos tontos. El problema es la falta de justicia en un país del sálvese quien pueda. En estas circunstancias, lamento decirlo, leer o no leer a Platón y a Shakespeare resulta lo de menos.

Lo curioso es que incluso en el caso de la lectura hay contradicciones e ironías que nos dejan helados. Los que encuentran las motivaciones del crimen organizado en la falta de lectura o en la falta de educación, tendrían qué explicar los extremos terribles a los que hemos llegado en México en este terreno. Recientemente, la policía capturó a un profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana (maestro en Comunicación) que, en complicidad con cuatro alumnos universitarios de Psicología, Química e Ingeniería, se dedicaba a los delitos de pedofilia y pornografía infantil. En este caso, mucho tendría que explicar un sistema educativo que ha privilegiado las destrezas, las habilidades y el conocimiento, pero no la ética ni el humanismo.

Pero, siendo sinceros, lo más escandaloso del asunto es que tampoco resultaría muy sorprendente que el profesor pornógrafo infantil fuese un profesor de ética, porque en el sistema educativo mexicano podemos sacar diez en ética y ser, al mismo tiempo, unos cabrones, o bien sacar diez en lectura sin que seamos lectores. Esta es la desgracia de un sistema educativo que persigue cifras y no realidades.

Los discursos y la propaganda ennoblecedora, a propósito de la educación y la lectura, ya son la vacuidad total, sin la falta de sustento en nada. Veo a mis hijos y a mis sobrinos y a los hijos de mis amigos, y a muchos otros adolescentes y jóvenes, hartos realmente de los discursos ennoblecedores sobre lectura y de la coacción para que lean lo que no desean leer o para que lean y lean y lean en lugar de hacer otras cosas. Y veo que muchos programas y campañas a favor del libro acaban convirtiéndose en acciones de la Campaña Nacional de Vacunación Contra la Lectura. Creer que todo se resuelve con spots y con lemas es una de las mayores desgracias de este país. Todo el tiempo, y para todo, nos ponen una espotiza: lo mismo para votar que para leer.

No debemos generalizar, pero es el caso que, desde hace al menos cuarenta años, estamos con el mismo discurso de la falta de hábitos lectores y lo primero que se nos ocurre es enfatizar la lectura como deber, sin tomar demasiado en cuenta que nuestros escasos niveles lectores provienen, en gran medida, como lo diagnosticó Jorge Ibargüengoitia, de una cultura de la obligación. En estos tiempos la realidad es peor y, sin embargo, seguimos con la misma canción.

Es natural que todos hagamos proselitismo de nuestras aficiones y, a veces, casi religión de nuestras convicciones. Lo hacen los cinéfilos, los músicos, los pintores y por supuesto los lectores. Pero, en el caso de la lectura y la escritura, hemos perdido de vista que lo fundamental no es ser cada vez mejores lectores ni cada vez mejores escritores, desde un punto de vista técnico, sino cada vez mejores personas en medio de una realidad que, por desgracia, no favorece la formación de mejores personas.

Ser más cultos (cualquier cosa que esto signifique) no es un gran adelanto si no somos capaces de comprender la realidad y a los demás. Hay lectores que confunden la inteligencia con el conocimiento; lectores ávidos y sagaces, eruditos incluso, que acumulan mucho saber, pero que no parecen muy conscientes de que ciertas actitudes y acciones contradicen su muy sólida inteligencia. Personas que creen que, porque leen libros (o porque tienen los más altos títulos académicos), son siempre mejores seres humanos, aunque siempre den prueba de lo contrario.

La verdad es que se puede ser un perfecto cabrón con libros o sin ellos. Pero si decimos que leer nos mejora siempre, tenemos la obligación de dar muestra de ello siempre. Porque si bien podemos comprender que un no lector se comporte con patanería, después de entonar nuestro libresco discurso de mejoría humana estamos impedidos nosotros de hacerlo.

Por todo ello, hay que dejar de vivir en la luna y aterrizar en la realidad. Leer libros no es una panacea para resolver los graves problemas que enfrenta actualmente el país, porque antes que cualquier cosa lo que la realidad nos muestra es que la escasa lectura de libros es el menor nuestros problemas. Alguna vez lo dije y hoy lo repito: para leer mejor es necesaria una realidad mejor. No le carguemos los muertos a la falta de lectura y ni siquiera toda la culpa a la educación. En México, la educación y la lectura no podrían estar mejor que todo lo demás.