martes, octubre 24, 2006

Cheever y Ballard: los infiernos de la clase media

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El Mal y el mall
Por Rodrigo Fresán

Domingo, 24 de Septiembre de 2006

http://www.pagina12.com.ar/imprimir/diario/suplementos/libros/7-2006-09-26.html

En Kingdom Come, el nuevo libro de J.G. Ballard, el autor clava su frío bisturí en el corazón del shopping, cuando el consumismo se vuelve rito, ideología y religión.

Tarde o temprano tenía que suceder, cabía esperarlo: el distópico entropista inglés J.G. Ballard iba a dedicarle toda una de sus novelas criminales-territoriales al shopping. Ahora, en Kingdom Come, el mall con minúsculas y El Mal con mayúsculas se presentan como megacerebro todopoderoso sci-fi o casa embrujada que posee a sus clientes o –como pone Ballard en boca de uno de sus protagonistas– “incubadora” a la que la gente “acude para despertar y descubrir que sus vidas están vacías. Por lo que se lanzan a la búsqueda de un nuevo sueño” para intentar, en vano, vencer al “colosal aburrimiento” de días “en los que hasta la realidad tiene la obligación de parecer falsa”. Antes, el protagonista de la novela –el publicista desempleado y poco confiable narrador Richard Pearson– tiene el siguiente diálogo con la sargento de policía Mary Falconer. “El shopping Metro-Centre es tan grande”, dice Pearson. “Esa es la idea”, comenta Falconer mientras toma notas, y agrega: “Aquí nos sentimos pequeños. Así que compramos cosas para que nos hagan crecer”.

Kingdom Come abre con el regreso de Pearson –luego de poner en venta su departamento en el “pueblito de juguete para millonarios” Chelsea Harbour, Londres, escenario de Milenio negro, la anterior novela de Ballard– a Brookland, Surrey, para hacerse cargo de las propiedades de su padre: un distante y jubilado piloto de aerolínea asesinado dentro del centro comercial por un francotirador enloquecido –un outsider que cree en la palabra gratis– que disparó contra una multitud. “Una muerte más apropiada para una calle de Manila, de Bogotá o del Este de Los Angeles”, piensa Pearson. Pero, enseguida, descubre que lo que parecía un caso cerrado está más que entreabierto y, por la rendija de la puerta, comienza a vislumbrar cuestiones inquietantes: patrullas de vecinos neofascistas marchando bajo el estandarte de San Jorge, apaleando a musulmanes y asiáticos (que prefieren los pequeños almacenes) y sonámbulos en busca de la última oferta por un paisaje mental en el que “el consumismo es la única forma de cultura”, “una ideología redentora” y “el único sistema político que cumple lo que promete” y –como le explica, extático, el encargado de relaciones públicas del Metro-Centre– poder “ir de compras es una experiencia religiosa. Como ir a misa todos los días y llevarte algo a casa”. Más adelante, un profesor afirma: “Cuando nos compramos algo, inconscientemente pensamos que estamos recibiendo un obsequio”.

Se sabe que Ballard –desde siempre más un manipulador del presente que un imaginador del futuro– comenzó escribiendo catástrofes naturales y que, de un tiempo a esta parte, parece sentirse más que cómodo narrando catástrofes artificiales en ecosistemas más o menos cerrados que pueden ser los hospitales, las autopistas, los edificios torre, las colonias para jubilados, los enclaves recreacionales para ejecutivos y los barrios residenciales donde los acomodados habitantes se convierten en incómodos animales de presa, o los niños que asesinan a sus padres. De ahí que cada una de sus novelas –las últimas en especial, cuyo poder residual y acumulativo parece potenciarse con cada nueva “entrega”– suele presentarse como variaciones de un aria central que es siempre la misma, como uno de esos motivos musicales tan delicados como disciplinados de Erik Satie. La característica prosa quirúrgica y cromada y esterilizada al vacío de Ballard (a la que aspira Bret Easton Ellis, acaso su mejor alumno) y no la trama (apenas el envoltorio metalizado que envuelve al paquete, que apenas nos separa del regalo) es lo que aquí importa. El argumento insiste en inescapables constantes ballardianas: el no frígido pero sí refrigerado interludio sexual de rigor y el obligatorio y fallido intento de hacer volar al “héroe” por los aires contados como si se trataran exactamente de lo mismo, la figura mesiánica que aquí es el sonriente locutor del canal de cable del Metro-Centre, David Cruise (ah, la perversa elección de ese apellido) diciendo cosas como “el consumismo es más importante que el comprar cosas, porque se trata de una forma tribal para expresar nuestros valores y nuestros sueños compartidos”, y la casi zombi transformación final pero nunca definitiva del “héroe” durante uno de los muchos posibles finales de un mundo. Lo que vale es el modo en que Ballard va enumerando y acumulando ideas en el carrito de la compra. Lo que impresiona es cómo, a la hora de “leer” los códigos de barra, descubrimos que Ballard nos ha vuelto a engañar –víctimas del “poder adquisitivo vibrando a través del éter”–, pero sin mentirnos. Porque la repetición de sus motivos y obsesiones es, también, parte inseparable del tema de una novela, donde consumir equivale a consumar y pagar la cuenta “es un ritual de afirmación colectiva” y “algo mucho más trascendente que la libertad de expresión, porque la mayoría no tiene nada que decir y lo sabe; en cambio, cualquiera puede expresarse comprando”.

A diferencia de los últimos thrillers corporativos de Le Carré, Ballard no denuncia, no se siente indignado por el estado de las cosas, ni pide explicaciones a los responsables. Tan sólo se limita a sostener esas cosas en sus manos, contemplarlas para que las veamos y, a veces, preguntar el precio. Y, sí, suelen costar muy caro. Sátira sin risas, diatriba sin exaltaciones, novela de ideas en trance, Kingdom Come –lo sospechamos desde su ominosa portada con escaleras mecánicas, lo intuimos desde la primera página, cuando se nos anuncia que “los suburbios tienen sueños violentos” y que “aguardan pacientemente las pesadillas que los despertará convertidos en mundos más apasionados”– culmina con la obligatoria y ya habitual espiral de violencia, con una explosiva catarsis social, con un juicio final que ha perdido el juicio, con una exhibición de atrocidades, con un crash. Una liquidación total hasta agotar existencias que no admite devoluciones y que durará hasta que Ballard escriba otra novela –¿crucero de lujo?, ¿estudio de televisión?, ¿morgue?, ¿equipo de fútbol?, ¿Palacio de Buckingham?–, afortunadamente, muy pero muy parecida a ésta.

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John Cheever: angeles y demonios de la clase media
POR JULIETA GROSSO

Reseña en El diario de Paraná (Argentina)
Martes 3 de octubre, 2006
Tomado de http://cheeverblog.blogspot.com

La flamante publicación de los Cuentos Completos del escritor norteamericano en dos volúmenes, supone un acontecimiento para volver a apreciar una de las obras más sólidas e influyentes de la literatura del siglo XX, que plantea los avatares de una serie de personajes signados por la difusa confluencia de lo angelical y lo demoníaco.

Caracterizar a John Cheever (1912-1982) no es tarea sencilla: no basta con presentarlo como una de las voces más desencantadas del american way of life, ni como el hombre que se aferró a la literatura y al alcohol para exorcizar los peores demonios de la existencia, ni siquiera como el artífice de las mentiras más brillantes que pueda cobijar un relato de ficción.

Su narrativa ofrece las mismas contradicciones —y acaso la misma sensación de invulnerabilidad— que su persona: esquiva e inasible, casi imposible a la hora de identificar las certezas que sustentan esa leyenda construida a base de expulsiones —del colegio, de la vida académica— y rebeldías continuas.

Tal vez una de las pocas verdades que dejó Cheever es la dimensión de su convicción literaria: “No poseemos más conciencia que la literatura (...). La literatura ha sido la salvación de los condenados, ha inspirado y guiado a los amantes, vencido la desesperación y tal vez en este caso pueda salvar al mundo”, escribió cierta vez.

Con una producción escueta que incluye siete libros de cuentos y cinco novelas, el escritor no sólo se convirtió en uno de los más influyentes de su generación, sino que incluso se ganó el reconocimiento de Vladimir Nabokov y Truman Capote, conocidos por examinar con una mirada poco piadosa la obra de sus colegas.

IRÓNICO CRONISTA.

Los relatos de Cheever, considerado el cronista más sensible e insidioso de la vida norteamericana en las zonas residenciales, fueron publicados por el sello Knopf en 1978 bajo el título de Relatos de John Cheever, y le valieron el Premio Pulitzer de Literatura un año después.

La iniciativa alcanzó un gran éxito de ventas y supuso también el reconocimiento definitivo de la crítica hacia un autor que tardó en consolidar su merecido puesto entre los grandes.

Nacido el 27 de mayo de 1912 en Quincy, los relatos de Cheever hablan de las ironías de la vida contemporánea en Estados Unidos y pueden considerarse comedias de costumbres, sutil y elegantemente elaboradas, preocupadas por el empobrecimiento espiritual y emocional de la clase media: en esa línea, sus personajes son por lo general simbólicos, y las situaciones que describe realistas y detalladas.

Los cuentos (Relatos I y Relatos II) que acaba editar el sello Emecé en dos volúmenes de 518 y 499 páginas, fueron publicados en importantes revistas —como The New Yorker— y a partir de 1930, se publicaron en varios volúmenes: Cómo viven algunas personas (1943), El enorme aparato de radio (1954), El ladrón de Shady Hill (1958), El brigadier (1964) y El mundo de las manzanas (1973).

“La idea del escritor como generador de todo un universo, como arquitecto reconocible de un paisaje que sólo le pertenece a él, no es algo nuevo y suele ser uno de los rasgos más reconocibles de la Gran Literatura. Pensar en Charles Dickens o en Antón Chejov o en Marcel Proust o en J. G. Ballard; todos ellos escritores que no se limitan a marcar un territorio sino que, además, lo habitan”, explica Rodrigo Fresán desde las páginas del epílogo incluido en el segundo tomo.

“El caso de John Cheever, sin embargo, goza de una particularidad atendible. Sobre todo en sus relatos. Cheever no se limita a ser el Deus Ex Machina del asunto sino que, además, se pone en la piel del pecador. Cheever es víctima y victimario, confesor y penitente, máscara y enmascarado”, detalla.

VÉRTIGO.

En general, sus cuentos empiezan vertiginosamente y ofrecen un ritmo rápido y muchos desplazamientos: “El primer principio de la estética es el interés o el suspenso. Usted no puede esperar comunicarse con nadie si es un tedioso”, solía decir al respecto.

La lista continúa, a tono con la multiplicidad temática: los momentos más oscuros del matrimonio, la polaridad entre carne y espíritu, la pugna entre la memoria y el olvido, y la capacidad de la naturaleza de redimir los aspectos falibles del ser humano, completan un espectro hilvanado por el afán de la mentira.

“Los relatos aquí contenidos abarcan, a la vez que trascienden, toda categoría espiritual o cósmica, realista o fantástica sin por ello negar la presencia de una inteligencia y de un amor más allá de nuestra comprensión y aun así... los relatos aquí son sucesivos Big Bangs apocalípticos. Finales del mundo por el solo placer de que, a vuelta de página, tenga lugar un nuevo Génesis, otra posibilidad, un había otra vez”, analiza Fresán.

Estos dos volúmenes no reúnen la totalidad de las ficciones breves de Cheever, ya que existen sesenta y ocho relatos más, de los que apenas trece se reunieron en forma de libro.

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