martes, octubre 30, 2012
Tomado del libro Novela familiar. El universo privado del escritor, de Blas Matamoro (Páginas de Espuma, 2010).
"En
1946, Alfredo Bryce Echenique (1939) cuenta a sus compañeros de colegio —una
escuela para mujeres a la cual lo ha mandado su familia— que su padre no es el
marido de su madre sino Arnaldo Alvarado, famoso automovilista peruano apodado “el
rey de las curvas”. La madre aparece luego, para confirmar la noticia. Es
decir, que los nombres civiles del hijo son naturalmente falsos, una mentira que habilita a Alfredo a
convertirla en la mentira que siempre dice la verdad, o sea, la literatura. La
vida se le transforma, entonces, en una fuga en busca de la identidad como herencia,
que su padre formal, derogado de su realidad paterna, no puede proveerle. En el Perú es
abogado y la ley no le da acceso al padre prohibido. Huye como quien es
perseguido,
acaso por el
padre formal que no acepta su bastardía: París, ciudades de Alemania, Bélgica, Holanda, la Cuba del
castrismo,
una larga temporada
entre Barcelona y Madrid. La innombrable madre se convierte en mujeres enormes
y admirables.
Al publicar
su primer libro, Huerto cerrado, muere su padre y esta desvinculación
padre/escritura no pare- ce casual. “Él ya nunca sabría que su hijo, educado para ser banquero y abogado, acababa
de descubrirse escritor impreso”.
"La
madre siempre apoyó su vocación literaria, a pesar de que al principio sólo
firmaba como Alfredo Bryce y luego incorporó a su firma el apellido materno. La
madre,
por su parte, fue quien le consiguió trabajos de
traductor y periodista. Siete años esperó Alfredo el permiso paterno, de modo
que ese padre permitido (el verdadero estaba interdicto) sirvió de prohibición
y estímulo. Esta dualidad del poder —prohibir y admitir— lo condujo a buscar la
aprobación de los poderosos, de izquierda o derecha (jefes de gobierno que lo
admiten como a un niño regalón), los honores, reconocimientos oficiales, un cortejo
de viajes, hoteles, fiestas. La búsqueda de la permisión es lo inverso de la
radical prohibición que hace al origen de su vida y el nombre del escritor se
independiza de toda herencia. No importa quiénes sean mis padres. Admitido o
tachado, importo yo como firmante de mi obra".
Después de Lucía… viene el gandallismo
Por Guillermo
Vega Zaragoza
El bullying
o abuso escolar (o mejor: el gandallismo) no es un fenómeno nuevo ni mucho
menos. Siempre ha existido, pero en estos tiempos, en efecto, se ha recrudecido
y ha adquirido nuevas formas, más crueles y más violentas. Entre hombres, el
enfrentarse al maltrato del gandalla del salón era un rito de iniciación por el
que casi cualquier niño o adolescente tenía que atravesar en algún momento de
su vida. Generalmente, todo se arreglaba con un “tirito” a la salida de la
escuela. El solo hecho de enfrentar al gandul hacia que se neutralizara el
abuso y el maltratado lograra el respeto de los demás. Y no se diga si se le
daba una buena tunda al abusador: el respeto era aún mayor.
Pero estoy idealizando el tiempo pasado, cuando los
niños y jóvenes eran más inocentes y la sociedad no se encontraba en esta
espiral de violencia que permea hoy todos los ámbitos de la vida social: la
familia, la escuela, el trabajo, la política, los medios de comunicación, el
entretenimiento…
El gandallismo escolar se ha
convertido en un problema social, o por lo menos así es percibido por la
sociedad a través de lo que transmiten los medios masivos de comunicación,
sobre todo la televisión. Y, en efecto, el asunto ha adquirido nuevas formas,
que van más allá de lo físico y que suelen resultar más perniciosos: ahora tiene
que ver con la reputación social, los chismes e insultos públicos y los videos
transmitidos por Internet.
Todo esto viene a cuento por la
película Después de Lucía, dirigida
por Michel Franco, que ha obtenido notoriedad por haber sido premiada en la
sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes, por ser la representante de
México para los premios Goya y Oscar y por contar con el inusual apoyo de una
campaña encabezada por Televisa y los exhibidores nacionales, que nunca han
sido así como que digamos muy generosos a la hora de impulsar el cine mexicano.
Antes que nada, Después de Lucia es una película y como
tal debe ser analizada y valorada primera y fundamentalmente en términos
cinematográficos, ya después se podrá poner a discusión todo lo que la rodea.
En principio, se trata de un pulcro, cuidado ejercicio de estilo. Franco
decidió que la cámara fuera testigo de la historia que viven los personajes.
Filmada totalmente con cámara fija, sin movimientos de cámara ni acercamientos
o alejamientos; con únicamente cortes directos, sin disolvencias de ningún
tipo, tomas largas y pausadas, casi sin diálogo, la película se va
desarrollando poco a poco, muy lentamente, por lo menos en pantalla, porque en
cuanto a intensidad dramática el asunto es una bomba de tiempo que estalla sin
clemencia en el ánimo del espectador hasta llegar al desenlace de la historia.
Esto tiene que ver con el contrapunto
logrado en el guión y, sobre todo, la interacción de los dos actores
principales: la impresionante y joven actriz Tessa Ia como Alejandra y Hernán
Mendoza como su padre. La historia es sencilla: Ale llega a una nueva escuela
en la Ciudad de México proveniente de Puerto Vallarta, luego de que su madre (la
Lucía del título) ha muerto en un accidente automovilístico. Ale es una adolescente
discreta y hasta cierto punto inocente que trata de encajar en su nuevo
entorno, mientras que su padre es un hombre impulsivo que hace un gran esfuerzo
para controlar el dolor que le ha provocado la pérdida de su esposa. Un día Ale
tiene relaciones con uno de sus nuevos amigos, quien graba el momento en su
celular y después lo distribuye por correo electrónico a toda la escuela. Ahí
empieza la espiral infernal del abuso en contra de Alejandra, que va adquiriendo
niveles cada vez más violentos. Sin embargo, ella no le cuenta nada a su padre;
trata de huir pero no puede, y termina por no oponer resistencia, por lo que todo parece conducir a un desenlace
trágico para ella.
Con un tema así, de por sí
polémico, Franco parece no querer alimentar el tremendismo. Es sumamente
discreto y parco en la utilización de sus recursos dramáticos. Es casi seguro
que en manos de otro director, la historia habría caído en otro registro y no
hubiera tenido la contundencia que logra Franco. Por momentos, puede parecer
muy rígido, casi sin estilo, con encuadres muy by the book, pero en realidad, una vez que termina la película, se
puede ver que es un director de mano firme, con mucha claridad sobre lo que
quiere contar y cómo conseguirlo.
Precisamente por esa lograda
parquedad, que consigue conmocionar intensa y genuinamente al espectador, llama
la atención que la película haya sido utilizada como instrumento para impulsar
una campaña de “concientización” sobre el gandallismo escolar, encabezada nada
menos que ¡por Televisa!, la empresa que se ha encargado de deformar la mente y
el alma de la gran mayoría de la población a través de programas de pésima
calidad que fomentan la violencia verbal y física, los prejuicios y los peores
estereotipos sociales, y culpable también de desperdiciar un medio tan poderoso
como la televisión para informar con veracidad a la población sobre los
problemas que la aquejan, distrayéndolo con futbol, telenovelas y reality shows.
Y sin embargo, todo eso está más
allá del fenómeno meramente cinematográfico que es Después de Lucía. Se trata de una excelente película, que muestra
una problemática actual con un enfoque universal, precisamente porque no aspira
a meterse en los vericuetos de “la conciencia nacional” ni que se vea “muy
mexicana”, sino que simplemente consigue contar muy bien una historia con
personajes entrañables a través de actuaciones notables. Y eso no es cosa menor
en el alicaído cinito nacional.
Publicado en el semanario Trinchera núm 678.