jueves, enero 26, 2012
Quiero
compartir con ustedes esta conferencia magistral que el filósofo
holandés Rob Riemen impartió en el coloquio organizado por la UNAM en
agosto de 2010 titulado "Valores para la sociedad contemporánea. ¿En
qué pueden creer los no creen?"
Considero
que lo que plantea es de candente actualidad y de obligatoria reflexión
para todos nosotros en las circunstancias actuales del país y del
mundo.
CONOCIMIENTO DEL CORAZÓN*
Por
Rob Riemen **
I
La
invitación a pronunciar la conferencia final en este coloquio, Valores para la sociedad contemporánea. ¿En
qué pueden creer los no creen?, coincidió con la exhibición en mi país, los
Países Bajos, de la película Agora, de Alejandro Amenábar.
¿Fue,
en realidad, una coincidencia? Tal vez no. En la historia, a menudo, preguntas
e ideas importantes están, como solemos decir, "en el aire": cierto
número de personas, independientemente unas de otras, se preguntan sobre un
mismo fenómeno, y comprenden que hay que atender esas preguntas.
Las
preguntas planteadas en este coloquio: ¿existen valores éticos que no están
fundamentados en creencias religiosas?, ¿es posible tener un incentivo para el
comportamiento moral en ausencia de toda justificación metafísica y no
racional? —junto con la urgencia de atender estas preguntas ante el creciente
fundamentalismo según el cual es imposible una ética sin una religión—, estas
dos preguntas y este sentido de urgencia debieron de acosar a Amenábar cuando
decidió filmar su película Agora. Su respuesta a nuestras preguntas no
sólo es un convincente sí, ¡sino que también pone en claro que la vida
se vive mejor sin religión que con religión!
Para
quienes no han visto este impresionante filme, el argumento de Agora se
basa en hechos reales que ocurrieron en el siglo IV en Alejandría, que por
aquel tiempo, con su Biblioteca y su Escuela Platónica y una gran comunidad
intelectual judía, era la capital cultural de Europa. Y, sin embargo, aquélla
era una época de grandes trastornos políticos y sociales. El Imperio romano
estaba en decadencia, y una nueva secta de gente que se llamaba a sí misma
"cristianos" era cada vez más prominente y ya no estaba dispuesta a
aceptar las leyes y el politeísmo de los romanos. De hecho, se estaban
volviendo tan poderosos que la élite romana, temerosa del populacho y ya
perdiendo su poder, casi toda se convirtió a la nueva religión, lo que
significa que debía obedecer a los dirigentes de esta Iglesia: los obispos. En
este entorno histórico encontramos una figura histórica: la de una joven
hermosa y brillante llamada Hipatia. Es filósofa, matemática, astrónoma y
maestra en la Academia Platónica, donde se educa a los futuros dirigentes del
Imperio romano. Hipatia vive la vida del espíritu, y su amor más grande es el
amor a la verdad. Por ello es todo lo que es, y es por su amor a la verdad,
combinado con una profunda inteligencia y con una mente en verdad
independiente, por lo que, siglos antes que Galileo, llega a la conclusión de
que no la Tierra sino el Sol es el centro de nuestro universo. Y como maestra y
filósofa en la tradición platónica, la principal lección que enseña a sus
estudiantes es la de tener fe en la capacidad humana de conocer la verdad
acerca de la vida buena, de la manera recta de vivir.
Obviamente,
con esta actitud, enseñando y desafiando la cosmovisión de una nueva Iglesia,
ella es una amenaza para la autoridad. Cuando se le pregunta en qué cree,
responde con toda sinceridad, pero inapropiadamente: "¡Creo en la
filosofía!" Todos ríen, y el obispo sabe lo que quería: ella es bella,
inteligente, independiente; en pocas palabras: ¡es una bruja y debe morir!
Hipatia es arrestada por un grupo de monjes que la desnudan y con toda
brutalidad la matan, después de haber prendido fuego a la antigua Biblioteca
con sus millares de rollos de sabiduría antigua. Cegados por su fiebre
religiosa, no permiten que exista nada que no forme parte de su religión.
Quienes
hayan visto la película se preguntarán si en realidad es necesario preguntar si
es posible una ética sin religión, siendo que la respuesta es obvia. ¿No
tendría más sentido plantear la pregunta opuesta?: ¿cuán éticos son quienes son
religiosos? Tanto más cuanto que la película es tan poderoso recordatorio de
una historia de cruzadas, colonialismo, pogromos, guerras de religión,
inquisición, antisemitismo y sus horrores en el siglo xx.
También
se debe atender esta pregunta, pero como no queremos cometer el mismo error de
quienes estuvieron cegados por su religión, si queremos honrar la capacidad
humana de pensar, no tenemos derecho a no plantear preguntas y a seguir
simplemente el curso de nuestras emociones o convicciones. Hemos de preguntar y
de saber: ¿por qué? y ¿qué significa? La gran importancia de
coloquios como éste es que son un poderoso incentivo para que muchos sigan
planteándose preguntas tan cruciales como éstas:
·¿Qué quiere decir Hipatia cuando afirma: "Creo
en la filosofía"?
·¿Por qué estamos en busca de una ética?
·¿Cuál es la diferencia entre la ética de la
filosofía y la ética de la fe?
·¿Qué significa "una vida buena"?
·¿Cómo conocemos qué es bueno?
·La vida buena que estamos buscando, ¿es universal, o
deberemos aceptar que la ética es pluriforme?
Estas
preguntas han ocupado el centro de las conversaciones de ustedes, por lo cual
mi conferencia será, en parte, una especie de resumen. Sin embargo, espero
mostrar algunas perspectivas nuevas.
Las preguntas importantes nunca son nuevas, y estas
preguntas son tan antiguas como Atenas, símbolo de la filosofía, y como
Jerusalén, símbolo de la religión.
Volvamos por un momento a Atenas, la ciudad de Sócrates
y de Platón, quien, tras la muerte de su amado mentor, fundó la primera
academia para continuar las lecciones del maestro, la escuela en que, 800 años
después, Hipatia recibió su educación de filósofa y continuó enseñando según la
tradición platónica.
¿Qué aprendió Hipatia de Sócrates y de Platón, y qué
les habrá transmitido a sus discípulos que le pareció tan peligroso al obispo
cristiano, que éste quiso matarla?
El don de "Atenas': el don de la cultura griega
y de Sócrates en particular, se llama paideia. Por desgracia, su
traducción, "educación liberal", no se aproxima siquiera a lo que
Sócrates tenía en mente.
Paideia es el llamado a ser hombre, a llegar a ser quienes
deberíamos ser, por medio de la educación por la cultura. Para Sócrates,
la cultura no es un concepto antropológico (descriptivo), sino un
instrumento normativo. Nosotros, los seres humanos, nacemos con los mismos
instintos que los animales, estamos equipados con muchos deseos egoístas,
podemos ser dominados por toda clase de caprichos; y, sin embargo, por medio de
la paideia, podemos crear un mundo en que haya verdad y sabiduría, en
que los hombres "estén unidos por camaradería y amistad, y por orden,
templanza y justicia" (Gorgias, 508a).
Fue allí, en Atenas, donde nació la idea de
humanismo. No como la idea de que el individuo es de importancia absoluta,
¡sino como la idea del hombre! La dignidad del hombre: eso es lo que la
humanidad debería cultivar, y puede cultivar, mediante la formación del
espíritu humano, mediante la formación del carácter humano.
Al reconocer la diferencia entre quienes
somos y quienes deberíamos ser descubrimos la necesidad de la ética, de un ethos,
del carácter que necesitamos tener para llegar a ser lo que deberíamos ser.
Esta realización de la ética, la formación de nuestro carácter verdadero como
expresión de nuestra dignidad, en una palabra, esta paideia, no es un
simple conjunto de principios, sino un modo de vida, y un esfuerzo a largo de
toda la vida.
Colocar
al hombre y no a los dioses en el centro de nuestra reflexión, plantear
preguntas y pensar, en lugar de obedecer mitos y a dioses: eso fue lo que hizo
Sócrates cuando formuló una pregunta crucial: "Así, ¿qué es el ser
humano?" (Alcibíades, 129c). La respuesta que encuentra es:
"El alma humana": eso es lo que nos distingue de todas las demás
creaturas. Si queremos hacemos justicia, lo más importante es cuidar de
nuestras almas. Como lo explica Sócrates al término del juicio en que fue
sentenciado a muerte:
Si
todos vosotros, señores del jurado, me decís ahora: "Sócrates... te
declaramos absuelto; pero es a condición de que cesarás de filosofar y de hacer
tus indagaciones acostumbradas': os respondería sin dudar: atenienses, os
respeto y os amo, pero mientras yo viva, no dejaré de filosofar y de
preguntaros cómo siendo atenienses y ciudadanos de la más grande ciudad del
mundo por su sabiduría y por su valor, ¿cómo no os avergonzáis de no haber
pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y honores, y
despreciáis los tesoros de la verdad y la sabiduría, y no os esforzáis para
hacer vuestra alma tan perfecta como pueda serio? (Apología, 29c, 30b).
Si
el cuidado del alma es lo más esencial, entonces ¿qué es el cuidado del
alma? ¿Cómo podemos atender al alma?
En la idea socrática de paideia es
fundamental su argumento de que nuestra alma es inmortal (Pedro, 21Sc).
Inmortal porque es la fuente de la vida y por tanto exige ser alimentada y
cuidada de la mejor forma posible. Lo mejor es lo que es verdadero, porque lo
que está privado de verdad no puede permanecer y perecerá. En cada alma humana
hay un anhelo de vivir en la verdad: lo que significa que nuestra alma sólo
participe de lo que tiene un valor real, y que practiquemos las virtudes
necesarias para vivir tal vida. Los valores y las virtudes que son verdaderos y
por tanto atienden a nuestra alma se llaman areté: excelentes. La paideia
es una educación en todo lo que es excelente. Excelentes son todos los
valores y virtudes que tienen una cualidad dadora de vida. Para ser justo, la
justicia es el valor último, porque el hombre nunca vive solo sino que siempre
forma parte de una sociedad, y sólo por medio de la justicia puede haber
armonía en una sociedad, puede una sociedad florecer. La más elevada forma de
armonía, la más justa vida o manera de vivir juntos, es la amistad. Y no hay
amistad sin verdadero amor; es decir: amor a otra alma humana, no al cuerpo (Alcíbiades).
Paideia también significa educación en la valentía, pues necesitamos ser
valientes para vivir de acuerdo con los más altos valores, para poder ignorar
el "qué dirán", y obedecer tan sólo a la verdad. La paideia también
es siempre una educación en la piedad, toda vez que debemos respetar nuestro
cosmos y vivir en armonía con él.
Más que nadie, Sócrates tuvo conciencia de la brecha
que hay entre nuestra realidad (nuestras vidas gobernadas por afanes, deseos,
emociones, temores, ignorancia) y la verdadera imagen del hombre.
Brillantemente, lo comprendió y declaró: "Mirad, soy tan ignorante como
vosotros acerca de lo que es bueno y lo que es la verdadera sabiduría. No
pretendo conocer esas cosas. Pero por ello las buscaré y mi vida será una
búsqueda. No soy sabio pero soy un philo-sophos, soy amante de la
sabiduría. Y os apremio, mis conciudadanos de este cosmos, a vivir de este modo
también".
¡La búsqueda empieza, siempre empieza, con el
autoexamen! Sólo planteando incesantemente preguntas, por medio de la
autocrítica y aprendiendo a hacer distinciones, seremos capaces de saber
quiénes somos, podremos conocer el estado de nuestras almas y el ethos que
nos es necesario.
El auto examen, la investigación crítica de todas
las respuestas dadas, el cuestionamiento y la refutación de nuestras propias
ideas en la conversación con otros, además de un profundo anhelo de vivir la
vida en la verdad, que es la verdadera actitud de la práctica de la paideia,
vivir una vida basada en el amor a la sabiduría, la verdad y la justicia.
En pocas palabras: ser filósofo.
Mientras
tanto, nos enfrentamos a una paradoja crucial que tiene implicaciones
fundamentales para el conocimiento de lo que es bueno. Porque, por una parte,
está la afirmación de Sócrates de que sólo sabe que no sabe, que está enamorado
de la verdad y que va en busca de ella, pero que no posee la sabiduría
y, por otra parte, está la idea de la paideia, de la educación que nos
permite llegar a ser quienes debemos ser, que está basada en la idea de que
podemos conocer lo que es bueno y que todo ser humano puede hacer suyo este
conocimiento. Pero, ¿cómo podemos conocer lo que es bueno?
Resulta
interesante que Sócrates no tenga mucho que decir al respecto. Sólo explica que
el bien, esta esencia que hace bueno todo aquello en que se manifiesta, siempre
será bueno: ¡de otro modo no puede ser bueno! Bueno es lo que permanece, lo
que tiene una calidad real; lo que es realmente bueno será siempre. Y, por
definición, lo que es bueno es verdadero y bello.
¡Esto
es todo lo que podemos "saber" sobre lo más importante que hay que
conocer! Como ya lo he dicho, es importante pero no tanto. Empero, Sócrates no
puede dar ni da una definición y, para colmo, ¡hasta cuestiona si este
conocimiento se puede enseñar! (Menón, 93b). ¿Por qué? ¡Porque este
conocimiento del bien no es racional, y ni siquiera se debería escribir acerca
de él! Precisamente por esta razón, Platón vuelve a contar las
conversaciones que Sócrates sostuvo con sus amigos y sus enemigos, pero él, Platón,
se niega a escribir un tratado sobre "cómo ser bueno". En su célebre
Séptima carta a Dion, explica por qué:
Ciertamente,
no he compuesto ningún manual ni un tratado al respecto, ni lo haré jamás en el
futuro, pues no hay manera de ponerlo en palabras como en otros estudios. Su
conocimiento deberá llegar, antes bien, tras un largo periodo de atención a la
instrucción en el tema mismo y de Íntima compañía, cuando, de súbito, como un
fuego encendido por una chispa, se genera en el alma y al punto se SOStiene por
sí solo (Platón, Carta 7, 341c = en Ned., 344c).
Al
término del Simposio, en el diálogo sobre el significado del amor -único
tema que Sócrates dice conocer-, encontramos la siguiente y notable
observación:
Lo
que dice [Sócrates] parece, a primera vista, enteramente grotesco [...] el que
no está habituado a su estilo lo tomará, naturalmente, por simple sin sentido.
Pero que se abran sus discursos, que se examinen en su interior, y se
encontrará desde luego que sólo ellos están llenos de sentido, y en seguida que
son verdaderamente divinos, y que encierran las imágenes más nobles de la
virtud (Simposio, 221e/222a).
Estas
observaciones son por demás penetrantes si queremos comprender la epistemología
de Sócrates. En su búsqueda del conocimiento del bien, de las cosas que
necesitamos conocer para ser excelentes, para vivir la vida éticamente,
comprende que el lenguaje en que se comunica este conocimiento no es el
lenguaje de la ciencia y de la racionalidad, ¡porque la verdad no se puede
comunicar por medio de definiciones y fórmulas!
El
conocimiento de la ética no religiosa no puede encontrarse por medio de la
racionalidad y la ciencia tales como las conocemos, porque ¡sólo puede
conocerse por medio de la experiencia! Lo que argumenta Sócrates es que hemos
de experimentado con nuestras almas y en ellas ... Cuando se expresa esta
experiencia, sólo podremos comprender esta expresión si somos capaces de hacer
nuestro el significado íntimo de estas palabras. Y para ello no necesitamos un
gran cerebro, sino otra cosa: una mente poética, una sensibilidad poética.
Al
final de mi conferencia volveré a las importantes consecuencias de esto último.
II
Gustave
Flaubert escribió una vez, en una carta: "Justo cuando los dioses habían
dejado de ser, y Cristo aún no había llegado, hubo un momento único en la
historia, entre Cicerón y Marco Aurelio, en que el hombre se encontró a solas':
Es la época de la Estoa, periodo en que, en mitad
del desorden y la decadencia política, del surgimiento de sectas y del
fundamentalismo, los filósofos, siguiendo las huellas de Sócrates y de Platón,
son los sabios que sostienen la bandera del humanismo, que abogan por un Estado
diseñado para proteger el bien común, que hacen todo lo que pueden para
mantener viva la idea de la dignidad humana, de los valores universales y de la
ética universal.
Para hacer esto, explica Cicerón en sus Cuestiones
tusculanas, necesitamos educación, y es aquí donde Cicerón introduce, por
vez primera en nuestra historia intelectual, el término de cultura. La
educación auténtica es cultura animi: ¡el cultivo del alma! ¿Por qué es
el alma el objetivo primario de la educación? Porque todos formamos parte del
cosmos, y el cosmos, este universo del cual somos una parte minúscula, está
gobernado por el logos, por un espíritu vital, por una Supra-Alma que se
encuentra, parcialmente, en todos nosotros. Si nuestra alma, nuestra razón,
vive en armonía con las leyes de la naturaleza, si vivimos con justicia y en
armonía con nuestros conciudadanos del cosmos, viviremos una vida armoniosa y
significativa.
Zenón, Cicerón y Séneca son los grandes filósofos
del modo de vida estoico, pero el ejemplo más impresionante y, a la vez, el más
conmovedor, de lo que significa ser sabio nos lo ofrece el emperador Marco
Aurelio en sus Meditaciones, sus reflexiones sobre tratar de vivir
rectamente la vida.
En sus Meditaciones nos recuerda Marco
Aurelio, como Sócrates, que lo más importante es atender nuestra alma, nuestro
espíritu vital como él lo llama, no perdiendo el tiempo, no buscando todo lo
que es vano y puramente material, no dejándonos distraer por la alegría o el
dolor, no exigiendo de los demás que nos hagan felices, no juzgando a los
demás, sino siendo justos, razonables, viviendo en la verdad. Y no hay excusas
para no vivir así la vida, porque esto no requiere un talento especial:
"Sacad lo que está por entero en vuestro poder, dignidad, resistencia,
trabajo, rechazo del placer, contentamiento con vuestra suerte, necesidad de
poco, bondad, libertad, vida sencilla, reserva en el hablar, magnanimidad"
(Medit., V. 5).
En nuestras vidas, ¿encontraremos gente maligna,
experimentaremos la desilusión y la tragedia? Muy probablemente, sí. Pero Marco
Aurelio y los estoicos nos recomiendan aceptar la vida tal cual es, larga o breve,
y nos enseñan que, como lo han aprendido de Sócrates, "más vale sufrir el
mal que hacerlo", porque lo peor que se puede hacer es dañar la propia
alma (Gorgias, 469c).
Una vez más, es decisivo que comprendamos que en
esta época de nuestra historia, cuando el hombre, como tan bellamente lo dijo
Flaubert, realmente se encontró a solas, hombres valerosos y sabios como
Cicerón y Marco Aurelio consagraron sus vidas a una ética universal que estaba
al alcance de toda la humanidad. Y el bien por el que se afanaban no es
obra del hombre, no es igual a "lo que me gusta, lo que quiero, mi
opinión". Es, como era para Sócrates, un bien dado, eterno, parte de la
naturaleza. Para conocerlo, hemos de emplear nuestro logos, que se
traduce correctamente como nuestra razón: siempre que no lo confundamos
con nuestro concepto de la racionalidad, porque logos también significa
¡alma, espíritu vital, y palabra! ¡Conocemos lo que es recto, cierto, bueno y
bello sólo por medio de nuestra… alma!
El esfuerzo más serio y más impresionante que se
haya hecho en nuestra época por resucitar la tradición de Sócrates y de la
Estoa, por tener una ética que no dependa de la revelación, de una Iglesia, de
las religiones organizadas, es la Ética de Baruch de Spinoza: a quien ni
siquiera se le permitió publicarla durante su vida. Spinoza rechazó la
autoridad de la Biblia hebrea, porque notó en ella afirmaciones
contradictorias, restos de prejuicios antiguos y brotes de una imaginación
desatada, y no podía creer en todos esos milagros. Al mismo tiempo, comprendió
que para vivir en la verdad, uno debería obedecer sólo a la verdad y no a la
autoridad de una tradición religiosa. Para vivir con dignidad, se debe ser
libre. Según Spinoza, la verdadera libertad no es hacer lo que uno quiere, sino,
antes bien, lo opuesto: no dejarse poseer por deseos, riquezas, poder o temor,
sino ser capaz de apropiarse de lo que es duradera y realmente bueno. ¿Cómo?
Mediante el uso de la razón, y viviendo de acuerdo con este conocimiento de la
razón.
Otra vez, sin embargo, hemos de tener presente que
para Spinoza el más alto conocimiento de nuestra razón es lo que llama
[intuición! El conocimiento intuitivo (Ética, I1, 40, opm. 2). Y
Spinoza, como Sócrates, sostiene que el espíritu humano es eterno (Ética, v,
23), y que el objetivo más alto y la virtud más grande del espíritu humano
es tener un entendimiento de la verdad, de lo que es justo, de la justicia,
¡por medio de nuestra intuición! (Y. 25). Sólo esto nos dará la
verdadera libertad y la felicidad de nuestra alma (V. 36). Sin embargo, todo
esto no es una suscripción de la vida fácil: "Todas las cosas excelentes
(una vida que, de acuerdo con el amor de Sócrates a vivir en la verdad, se
esfuerza por hacer nuestro todo lo que es excelente) son tan difíciles como escasas"
(Ética, v, 42).
Damas y caballeros:
De Sócrates a Spinoza hemos oído el llamado al
humanismo, a honrar nuestra dignidad humana, a vivir en armonía con el cosmos
teniendo el valor de vivir en la verdad, de practicar la justicia, de hacernos
eternos, lo que significa: alimentar nuestra alma con todo lo que tiene un
valor eterno, porque tiene una calidad dadora de vida, como el amor, la
amistad, la compasión, la piedad, la sabiduría, la verdad, la bondad, la
belleza.
Éste fue, asimismo, el ideal por el que la hermosa
Hipatia, la joven pero sabia maestra de Alejandría en el siglo IV, vivió hasta
que fue asesinada por monjes cristianos embriagados te su propia
religión, temerosos de todo el que tuviese una mente autónoma y estuviera en
busca de la verdad y la sabiduría.
III
Por
desdicha, el conocimiento de que hay un modo de vivir una vida buena y ética
sin religión no basta para hacer que toda la humanidad viva la vida de la paideia,
para que todo ser humano se esfuerce por emplear su razón como una brújula
vital para vivir en la verdad. No lograremos ningún progreso para convertir
nuestro mundo en un sitio donde la verdad y la justicia encuentren un hogar si
no comprendemos en qué tipo de sociedad vivimos de hecho, qué valores
cultivamos de hecho y, ante todo, por qué la religión y hasta el
fundamentalismo siguen siendo una fuerza tan dominante.
Así
pues, ¿cuál es la historia de "Jerusalén", y en qué difiere de
"Atenas"?
Si
en Atenas el más alto objetivo para sus habitantes era ser filósofo y volverse
sabio, en Jerusalén lo es volverse un zaddik, un hombre justo que ama a
Dios y atiende a su alma siguiendo los mandamientos de Dios al ser justo,
mostrar compasión, practicar la justicia social, cuidar de los pobres y dar
amor. Ya no hay necesidad de una búsqueda, porque Dios nos ha dicho lo que
debemos hacer. Como lo expresó el profeta Miqueas: "Se te ha declarado,
hombre, lo que es bueno, lo que Yahveh de ti reclama: tan sólo practicar la
equidad, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios" (Miqueas, 6:
8).
Como
todos los seres humanos son creaturas de Dios, todos son iguales a los ojos de
Dios. No habrá ya amos y esclavos, no se definirá ya la propia identidad por el
hecho de ser hombre o mujer, rico o pobre, poderoso o débil. .. Lo único que
cuenta a los ojos de Dios es: ¿has vivido tu vida en la verdad y la justicia,
no has abandonado tu fe en Dios?
La
vida nunca es sencilla y fácil para nadie. También para el hombre/la mujer de
fe habrá tragedias y tentaciones. A la verdadera fe se la pone a prueba. Thomas
Mann nos ofrece un magnífico ejemplo de ello en su novela José y sus
hermanos, en la escena en que Iacob se entera de la temprana muerte de su
amada Raquel.
Escribe
Mann: "Por primera vez en su vida, Iacob planteó la pregunta: 'Señor, ¿qué
me estás haciendo?' En estos casos nunca hay respuesta. Sin embargo, la
grandeza del alma humana está en no dudar de Dios por Su silencio, sino
experimentar la majestad de lo incomprensible y madurar por ello':
El espíritu de "Atenas" veía con optimismo
la capacidad humana de descubrir la dignidad de la vida y apropiársela. El
espíritu de optimismo de "Jerusalén" se basa en la idea de que no hay
necesidad de aceptar el destino de la vida, de que para Dios todo es posible,
de que habrá redención y de que el amor y la vida son más fuertes que la muerte
... mientras tengamos fe y cumplamos con los mandamientos de Dios.
Aquí, la pregunta clave es: ¿este punto de vista es
diferente del que se tenía en Atenas? En muchas formas lo es. Pero es imposible
pasar por alto las similitudes en términos de aquello que más nos interesa: ¡la
ética! ¡El llamado a la justicia de Isaías o de Cristo no difiere del de
Sócrates y Spinoza!
No deberá sorprendemos que, en la tradición del
humanismo europeo, estén representadas tanto "Atenas" como "Jerusalén";
que haya un humanismo secular y otro basado en la fe, pertenecientes ambos a la
misma familia. Y, obviamente, ha habido muchos humanistas de origen judío y
cristiano que han tratado de unir el helenismo con su fe: Filón de Alejandría,
Petrarca, Pico della Mirandola, Erasmo, Moses Mendelsohn. Por otra parte,
humanistas seculares como Goethe, Lessing, Thomas Mann, Camus, Primo Levi y
Ioseph Brodsky, no creyentes, mostraron el mayor respeto a la fe monoteísta y
su ética.
Los humanistas no sólo comprendieron que Sócrates y
los profetas bíblicos tenían muchas cosas en común con su ética, sino también
que tenían un enemigo común, el mismo enemigo al que los humanistas han tenido
que enfrentarse una y otra vez: ¡la religión!
Judaísmo y cristianismo se basan en el llamado a
tener fe: no ¡a ser religioso! De hecho, ambas tradiciones son un ataque a la
conducta religiosa. Esto ya empieza con la pugna entre dos hermanos: Moisés el
profeta, y Aarón, el sacerdote. Moisés sólo tiene un compromiso: con Dios, con
la Verdad. Aarón, el sacerdote, está comprometido con el poder y necesita
satisfacer las necesidades de la multitud; y, así, le da, para que lo adore, el
Becerro de Oro. Muy a menudo, tener fe es lo opuesto de ser religioso. Como una
vez escribió un rabino: el hombre de fe es solitario, pero la gente religiosa
nunca está sola. La fe de los profetas, como la búsqueda del bien por Sócrates,
siempre es difícil, es un acto de confianza, una lucha, un enfrentamiento, un
ejercicio de crítica, de autocrítica. Es una búsqueda de conocer lo Absoluto:
sin saber nunca con certidumbre lo que eso es. Los dioses de las religiones
son, por definición, extensiones de la propia imaginación del pueblo; siempre
servirán de confirmación, no de crítica de su modo de vida. Doquiera que haya
religión se encontrará conformismo, intolerancia contra críticas y dudas,
autoritarismo, conocimiento perfecto de Dios, el Absoluto, la Verdad y, con
este conocimiento perfecto, una justificación para hacerlo todo en nombre de
... Las religiones son expertas en emplear normas dobles: los que mueren por
causa de su fe son mártires, pero si matan a otros en nombre de su fe, ¡es
porque los otros son herejes! Su fe es fe, la fe de otros es superstición. La
religión es colectivismo, dogmatismo, intolerancia y sinrazón; y tanto en el
judaísmo como en el cristianismo existe una crítica fundamental de esta actitud.
El Libro de Job es la más devastadora crítica de esa gente excesivamente
piadosa que cree saber lo que desea Dios, que es exactamente la misma forma de
piedad por la que Sócrates criticó a Eutifrón. La prédica de Jesús es una crítica
al conformismo, a la pereza, a la vaciedad del legalismo religioso. Cuando Pico
della Mirandola, el gran humanista que escribió Discurso sobre la dignidad del hombre, quiso publicar sus 900 (¡)
declaraciones para probar que no hay diferencia entre la ética de Sócrates y la
de la Biblia, los cardenales no se lo permitieron.
Uno de los ejemplos más
claros de esta crítica de la religión basada en la fe es la que escribió en
1925 el teólogo antinazi Karl Barth·
No
hay medios más seguros de prevenimos contra el grito de alarma de la conciencia
que la religión y el cristianismo. Una maravillosa sensación de seguridad se
establece contra la injusticia cuyo poder sentimos a nuestro alrededor [...] Es
una ilusión maravillosa si somos capaces de reconfortamos con la idea de que,
en nuestra Europa, junto al capitalismo, la prostitución, la especulación
inmobiliaria, el alcoholismo, el fraude fiscal y el militarismo, la
proclamación y la ética de la Iglesia, la "vida religiosa", siguen su
camino ininterrumpido. ¡Seguimos siendo cristianos! Maravillosa ilusión, pero,
de todos modos, ilusión, ¡autoengaño!... (Barth, Die Gerechtigkeit Gottes, cit. en
McCormack, Karl Barth: Critical Realistic Dialectical1heology, p. 132).
La
religión, empero, no es la única amenaza y hasta peligro para la paideia, el
amor a la sabiduría, el deseo de llegar a ser el hombre excelente y virtuoso
descrito por Sócrates, o el de ser zaddik; el hombre justo, de fe
bíblica.
Otro peligro, opuesto al humanismo, es el fanatismo,
que también puede manifestarse en ideologías políticas que afirman que la
felicidad humana o el recto modo de vida es un problema político. Una
política que promueve la idea de una sociedad perfecta con un pueblo perfecto,
ignora la condición humana, niega los aspectos trágicos de la vida, las
limitaciones del hombre, el hecho de que nosotros, los humanos, somos seres con
preguntas que no encontrarán respuesta. Se olvida que el pensamiento político
no está nunca en posición de resolver las cuestiones vitales. Es Thomas Mann el
que, en su novela La montaña mágica —la última novela de la tradición
del humanismo europeo—, nos recuerda: "Sólo cuando los seres humanos
honran sus preguntas eternas, el enigma eterno de la existencia humana, pueden
mantenerse receptivos a los valores y significados trascendentales sin los que
no hay dignidad humana".
El tercer peligro es la fe ciega en la ciencia. La
razón, en el sentido en que de ella hablan Sócrates, los estoicos y Spinoza, es
algo totalmente distinto de la racionalidad y el empirismo de los positivistas.
Grandes mentes científicas como Pascal y Wittgenstein comprendieron esto
perfectamente y nos advirtieron contra ellimitar nuestro entendimiento del
significado de la vida a aquello que podemos demostrar, definir, ver, o contra
el discutir que la cuestión del significado es irrelevante.
Pascal
tiene razón: el corazón tiene sus razones que la razón no puede comprender; y
la razón humana (en el sentido de racionalidad) no puede conocer el valor, tan
sólo puede comprender y explicar hechos.
Wittgenstein
tiene razón cuando en su Tractatus afirma: "Sentimos que aun si
fuera posible dar respuesta a todas las preguntas científicas, los problemas de
la vida no habrían sido siquiera tocados" (Tractatus
Logico-Philosophicus, 6: 52) y aunque Dostoievski no fue científico,
comprendió esto: "La razón nunca ha sido capaz de definir el bien y el
mal, o siquiera de separar el bien del mal, ni aun aproximadamente; por lo
contrario, siempre los ha mezclado de la manera más lamentable y absurda" (Los
endemoniados II, Noche, p. 257).
¡La
verdad es que Sócrates y Spinoza estarían de acuerdo! Según Spinoza, la forma
de conocimiento más elevada es el "conocimiento intuitivo", y para
Sócrates lo más esencial que puede conocerse no se puede explicar ni demostrar,
y ni siquiera se debería escribir al respecto.
El
cuarto y último peligro que debe identificarse es la negación de significado:
no hay significado, no hay verdad; por tanto, no hay ni bien ni mal, sólo hay
lo que está "más allá del bien y del mal". Ésta es, obviamente, la
opinión de Nietzsche, el gran profeta del nihilismo. Su crítica no sólo va
dirigida al cristianismo, sino también contra Sócrates y Spinoza. En forma
lúcida, brillante y a veces hasta graciosa, no deja de decir y de explicar: no
hay trascendencia, no hay valores trascendentales, no hay verdad, no hay una
verdadera imagen del hombre. El humanismo es un ideal elevado; pero se basa en
un error. No se puede tener ninguna forma de ética, no se debería esforzarse en
tenerla, porque no existe brecha entre realidad y verdad: ¡no hay verdad! Hay
lo que hay, sólo nosotros, humanos brutales, con nuestros instintos, viviendo
una vida privada de todo significado superior, sin la obligación de transformar
nuestras vidas ni de elevar nuestros espíritus y nuestras almas.
En
un mundo nihilista, la ética y el significado son remplazados por la utilidad y
el interés. Utilizando el ejemplo de Dostoievski (Los endemoniados), ya
no estaremos interesados en Shakespeare sino en zapatos nuevos, no en Rafael
sino en el petróleo. Y el viejo aristócrata que decide desafiar esta
cosmovisión de los jóvenes nihilistas de su pueblo grita:
Y
yo sostengo que Shakespeare y Rafael son más elevados que la emancipación de
los siervos, más elevados que el nacionalismo, más elevados que el socialismo,
más elevados que la generación joven, más elevados que la química, más elevados
que casi toda la humanidad, pues son fruto de toda la humanidad, acaso la más
alta fruición que pueda existir [ ... lla humanidad puede seguir adelante sin
ciencia, sin pan, pero no puede seguir adelante sin belleza (Los
endemoniados, III, La fiesta, primera parte, p. 483).
Dostoievski
supo que el nihilismo terminaría siendo un culto del resentimiento. Ya no se
rebelará la gente a causa de la injusticia ni luchará por un valor espiritual
más alto, sino sólo porque desea una ilimitada licencia de satisfacer sus
instintos y sus deseos. Será una sociedad en que reine la fuerza bruta: como
aquí, ahora, en México, en el mundo de los cárteles de la droga, que es
profundamente nihilista, pues carece de toda ética, dignidad y significado.
Albert
Camus no era creyente, pero sí un atento lector de Dostoievski. Durante el
decenio de los cincuenta, en su gran ensayo El hombre rebelde -en el que
analiza las causas y las consecuencias del nihilismo europeo-, llega a la misma
conclusión que Dostoievski: si queremos recuperar nuestra dignidad humana,
necesitamos la belleza. "Al sostener la belleza, allanamos el camino
al día de regeneración en que la civilización otorgará el lugar de honor -muy
adelante de los principios formales y de los degradados valores de la historia a
esta virtud viva en la que se fundamenta la común dignidad del hombre y del
mundo en que vive" (Camus, El hombre rebelde, p. 277).
"Sólo
la belleza puede salvar al mundo", es la célebre declaración de
Dostoievski en El idiota, y la repite de muy diversas maneras en todas
sus obras. Sin belleza no puede haber ética, no puede haber idea sobre el recto
modo de vivir. Tras los horrores de dos guerras mundiales, tras Auschwitz y el
gulag como las consecuencias más brutales del nihilismo puro, Albert Camus,
incrédulo declarado, afirma, como Dostoievski: para ser virtuosos, para poder
vivir en una sociedad civilizada, ¡necesitamos la belleza! No la fe, no la
razón, sino la belleza.
¿Por
qué?
Permítase
me tratar de responder a esta pregunta con algunas observaciones finales.
IV
Espero
que recuerden ustedes por qué comenzamos nuestra búsqueda de una ética sin
religión. La necesitamos a causa de la brecha existente entre la realidad de
quienes somos, y de quienes debiéramos ser para ser fieles a nosotros mismos.
Sabemos quiénes somos pero, como de costumbre, esto
está insuperablemente resumido por Montaigne en sus Ensayos: somos seres
caracterizados por irresolución, indecisión, inseguridad, tristeza,
superstición, preocupación por las cosas venideras, ambición, codicia, envidia,
agresividad, mentiras...
Si ésta es una buena descripción de nuestra
naturaleza, nuestro destino ha quedado inmortalizado en el célebre "Canto
de Ulises", en el canto XXVI del Infierno, de Dante, cuando Ulises
advierte a los hombres, sus congéneres:
Considerad
[...] vuestra ascendencia:
Para
vida animal no habéis nacido,
sino
para adquirir virtud y ciencia.
He
hablado del hombre de fe como del "hombre solitario': en oposición a la
gente religiosa. Su ética es digna de admiración, y sin embargo su fe, su
verdadera fe, es, en sentido literal, un asunto absolutamente privado entre el
creyente y su Dios.
Lo que aquí nos preocupa es saber si en un mundo
secular puede haber una ética para descreídos, que los apremie a ser los seres
humanos que deberían ser. Y de hecho en Sócrates, en los estoicos y en Spinoza
hemos encontrado una ética que es igualmente admirable, y por la cual tanto
Sócrates como Hipatia de Alejandría sacrificaron sus vidas.
Si esto es verdad, ¿por qué no se vive generalmente
de acuerdo con esta ética de Sócrates y de Spinoza en el mundo secular? ¿Por
qué no hay muchos amantes de la sabiduría, gente educada en, y viviendo
conforme a, la paideia?
He mencionado cuatro peligros, cuatro amenazas que
de diversas maneras desempeñan sus propios papeles en nuestra sociedad. Pero al
lado de estas amenazas existe un difundido y profundo malentendido intelectual
que nos hace imposible el modo de vida de Sócrates. En el mundo secular, el tipo
de conocimiento que busca Sócrates es profundamente mal interpretado.
Cuando Sócrates habla de la razón, interpretamos
este término como "la mente racional': como lo que puede ponerse en
fórmulas y definiciones. También pensamos que este humanismo significa que los
valores son obra del hombre: yo soy el centro del universo. Pero ésta es una
interpretación profundamente errónea, que ha tenido devastadoras consecuencias
¡como la pérdida de la verdadera ética!
No es el "yo" el centro del universo para
Sócrates, sino la idea del hombre, nuestra auténtica imagen, el objeto de la paideia
y de su humanismo.
La
verdad, los auténticos valores y todo lo que realidad es excelente no son cosas
hechas por el hombre, porque esto implicaría que son subjetivos, cambiables,
instrumentales, dependientes de nosotros. Lo cierto es lo opuesto. La verdad y
todo lo que es excelente (en el significado griego del término) son absolutos,
lo que significa que tienen un valor universal y que son verdaderos para todos,
en todo tiempo y en todo lugar. En la terminología de Sócrates, de los estoicos
y de Spinoza: cuidar de nuestras almas significa vivir en armonía con todo lo
que da sentido a la vida, porque estas cualidades, estos excelentes valores y
virtudes, son una fuente de vida: la justicia, la amistad, el amor, la verdad,
la valentía, la bondad, la sabiduría. Éstas son las que Sócrates llama las
leyes espirituales del cosmos. Y explica al protonihilista Calicles: "Los
sabios, Calicles, dicen que los cielos y la tierra, los dioses y los hombres,
están unidos por la camaradería y la amistad, el orden, la justicia y la templanza;
y por esta razón, a la suma de las cosas la llaman el universo 'ordenado', y no
el mundo del desorden o del motín" iGorgias, S08a).
Tanto
para Sócrates como para Spinoza, es obvio que todos conocemos estas leyes
espirituales de la naturaleza, porque nosotros y el cosmos estamos conectados
por lo que los griegos llaman logos. Esto puede traducirse como
"ser" pero, significativamente, también puede traducirse como
"palabra". Significativamente, porque implica que ellogos no
es una fuerza ciega sino una expresión de significado. En cada palabra
se revela el significado verdadero.
En
la epistemología de los griegos, la verdad, el significado y la expresión van
unidos, y doquiera que haya una expresión significativa, tiene que ser
verdadera, y nosotros encontraremos la verdadera belleza. Es la experiencia de
la belleza la que despierta, eleva, recuerda y alienta al alma a buscar,
encontrar y apropiarse lo que es excelente; es decir, lo que es realmente
significativo.
Todo, cada expresión de la verdadera belleza,
hablará, hablará siempre, porque su ser es el que habla, el logos.
No
es de sorprender que otra traducción de logos sea: vida, vida eterna. ¡La
verdadera belleza es la expresión de una vida significativa que habla siempre!
La
grandeza del ser humano es que todos oímos el llamado a vivir en la verdad, a
hacer justicia, crear belleza, porque sólo entonces seremos libres, viviremos
con dignidad, inmortalizaremos nuestras almas.
El
conocimiento que necesitamos para actuar así no es el conocimiento de los
racionalistas, sino el conocimiento intuitivo de Spinoza, el espíritu vital de
los estoicos, el alma de Sócrates; en pocas palabras: necesitamos un
conocimiento del corazón.
La
verdadera sabiduría es un conocimiento del corazón. Lo que es justo o injusto
es conocido por el corazón.
La
verdadera belleza es creada con el corazón.
La
paideia, la formación del carácter, el alimento de nuestras almas, es la
apertura de nuestros corazones.
Lo
que tiene vida y lo que está muerto, lo que permanecerá y lo que perecerá es
conocido por el corazón.
Ana
Ajmátova, gran poeta, gran mujer, tan independiente y valerosa como Hipatia de
Alejandría, ha resumido en unos cuantos versos todo lo que hemos tratado de
decir:
Ahora,
a casa; llevadme con toda rapidez Pasando la Galería Cameron
Al
misterioso parque helado
Donde
las cascadas no hacen ruido,
Donde
los Nueve me recibirán con regocijo,
Con
la misma alegría que antes llenó vuestro corazón Pasando el parque y la orilla
de la isla
No
nos veremos como antaño
Con
ojos antes no empañados.
¿No
me dirás, no repetirás
La
palabra que causa la derrota de la muerte y resuelve el acertijo de mi vida?
(Ana
Ajmátova, Poema sin héroe, cap. 3)
La palabra que causa la derrota de la muerte, que
otorga vida, vida eterna, porque es vida, esta palabra por demás
verdadera que da bondad y belleza, este término significativo e inexpresable,
porque está más allá de las palabras: el amor sólo es verdadero y sólo será
oído cuando lo hable el corazón.
*
La traducción es de Juan José Utrilla con excepción de las citas de Dante que
fueron tomadas de la versión que hizo Ángel Crespo en Comedia. Infierno, Barcelona,
Seix Barral, 1973; y de Platón, en la que se utilizó la interpretación que
realizó Patricio Azcárate en Obras completas de Platón, Buenos Aires,
Ediciones Anaconda, 1946. Alvaro Uribe revisó la traducción.
**
Es maestro en teología por la Tilburg University y se le considera uno de los
filósofos más destacados de Europa. Es fundador y actual codirector del Nexus
Institute de Holanda. Entre
otros libros, es autor de The Paradox of Democracy (2005) y A Passion
for Faith, Death, and Freedom (2009).
1 Comments:
No encuentro las palabras para agradecerte el post.
Saludos.
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