domingo, abril 06, 2008

El sueño de Jaime Casillas

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por Héctor Rivera

Tomado de Milenio Diario

Tan vital, tan inquieto, tan lleno siempre de proyectos. Cuesta trabajo imaginarlo en el fondo de una caja de muerto. Quise ir a la funeraria a despedirme de él, pero no pude. Lo siento. Y siento mucho, muchísimo, su partida inesperada. Jaime Casillas era un tipo verdaderamente genial, lleno de una energía envidiable.

Tenía un aire de anarquista español, una vehemencia de revolucionario de la vieja época, un humor a veces surrealista. Con los largos cabellos canosos, un rostro enjuto envuelto en una espesa barba igualmente blanca, se enojaba mucho con ciertos temas. Se ponía furioso en verdad. Bufaba, resoplaba y su rostro se tornaba cenizo, moviéndose a los lados, enredado en el humo del cigarro, en actitud de negar con énfasis.

Pocos lo recordaron en el momento de su muerte, ocurrida el martes pasado, y se quedó en el olvido su papel heroico en defensa del cine mexicano hace 20 años, mientras ocupaba la presidencia de la Comisión de Premiación de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas. En esos años, la crisis que devino en crónica en el cine mexicano comenzaba a echar raíces, alimentada por una producción vulgar y barata que se resistía por sistema a la calidad y a la dignidad, pero más al respeto al espectador.

El 7 de diciembre de 1987 en la Cineteca Nacional, durante la entrega de los premios Ariel, frente al entonces presidente Miguel de la Madrid, Jaime, quien fungía entonces también como secretario del interior de la Sección de Autores del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica, puso el dedo en la llaga y arremetió contra los productores privados, “empeñados en el mundo del comercio absoluto y en la satisfacción de las bajas pasiones de un público indefenso y analfabeta”. Y no sólo eso. También le pidió públicamente al presidente que defendiera la sobrevivencia de los estudios cinematográficos nacionales y, más aún, que fueran declarados propiedad cultural de México.

Pocas veces en la historia de la cinematografía nacional ha habido tanta claridad y coherencia en un cineasta. Con su discurso, Jaime libró una batalla inédita contra los poderosos dueños del dinero, propietarios también de buena parte de una industria que consideraban prácticamente de propiedad privada.

Aquel sexenio no podía ser más desolador para los cineastas mexicanos, con el Instituto Mexicano de Cinematografía en manos de Enrique Soto Izquierdo. El periodo más árido en la historia del cine mexicano.

Tres días después de su aguerrido discurso, Jaime fue convocado a una reunión en la oficina del adusto secretario de Gobernación, Manuel Bartlett. Fueron citados también siete productores privados: Alfonso Rosas Priego, Gregorio Wallerstein, Raúl de Anda, Fernando Pérez Gavilán, Juan José Ortega, Carlos Amador y Jacobo Feldman. De alguna manera, en esa reunión les torcieron la mano para que aportaran cada uno 100 millones de pesos de los de entonces para financiar una docena de proyectos fílmicos.

El acuerdo que comprometía a los mercaderes del cine mexicano con la producción de películas de calidad corrió como el viento entre los cineastas con el nombre de “Plan Casillas”, casi al modo de un documento histórico. Era como ligar el agua con el aceite, como obtener una flor de un jardín imposible.

O, mejor dicho, un espléndido sueño que no tardó en desbaratarse a punta de patadas de la más contundente realidad.

Unas cuantas semanas después, la Asociación de Productores y Distribuidores de Películas Mexicanas, con Alfonso Rosas Priego al frente, decidió en pleno y por unanimidad romper con la Academia.

Y no sólo se largaron con sus películas comercialotas. También se echaron para atrás en el compromiso asumido ante el secretario de Gobernación. “Mientras Jaime Casillas permanezca al frente de la Academia no cuenten con nosotros”, dijeron.

Y cumplieron su promesa, llenos de indignación. Al año siguiente no había ninguna película de producción privada en las ternas de los premios Ariel de la Academia. Entre poco más de 20 películas presentadas por las instancias fílmicas estatales e independientes, incluidas las universitarias, resultó triunfadora Mariana, Mariana, de Alberto Isaac. Poco después cayó la cabeza de Jaime Casillas.

“Sí siento alivio; me siento muy aliviado, me he quitado un peso de encima”, me dijo suspirando al abandonar la Academia, concluida su gestión de dos años. En su denuncia sobre la basura que producían los privados no había mala intención. Sólo la claridosa verdad, inevitablemente recibida por los señalados como insulto. “Yo me retiro sin ningún rencor; no ataqué a nadie personalmente; hubo momentos difíciles en los que hubiera renunciado, pero eso hubiera sido tanto como decir que nos habíamos equivocado, y ese no era el punto.”

Poco después de su salida, la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas fue reestructurada a la medida de las necesidades e intereses de los productores privados, que regresaron de inmediato a la fiesta de los arieles.

Flaco y algo encorvado, vistiendo siempre con discreta elegancia, Jaime vio cómo su plan, que buscaba el financiamiento de los ricos para que los pobres hicieran películas, se hundía lentamente en las turbias aguas del olvido.

“No llegamos a ningún acuerdo; todo quedó como estaba; hubo un desprecio total hacia nosotros, pero yo no tomo en cuenta sus insultos. Aquí no pasó nada”, decía lleno de dignidad y de resignación.

Hoy, Jaime es sólo un puñado de cenizas arrojadas al viento. También es un ejemplo para muchos.