miércoles, enero 09, 2008

¿Dejar de ser mexicanos?

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Nosotros queriendo dejar de ser mexicanos y a estas güeritas se les hace chistoso disfrazarse de "mariachas"
(grupo musical australiano realmente existente llamado las "Kanga Kepers")

Ayer que regresaba a casa, venía platicando con el taxista sobre el desmadre del transporte en la ciudad (¿de qué más puede hablar uno cuando viaja en taxi?), y el hombre me contó que él había sido trailero y que una vez conoció a otro chofer que "se vestía como si fuera narco": ropa cara, cadenas y esclavas de oro, relojote, botas vaqueras, e infaltablemente acompañado por mujeres muy guapas.

Una vez le preguntó a este tipo de dónde sacaba el dinero para tanto lujo si el sueldo a él apenas le alcanzaba para mal mantener a su familia.

Y el tipo le espetó: "Nel, maestro. Lo que pasa es que por eso no progresas. Sigues pensando como mexicano. Vas a dejar de estar jodido cuando dejes de pensar como mexicano".

Ya no pude continuar la charla porque habíamos llegado a mi destino, pero me causó extrañeza que apenas el domingo había leído un razonamiento parecido en la revista Proceso, en el artículo de Denise Dreser, que aquí les convido y que creo que tiene algo de razón (y que conste que no soy fan de la susodicha ultraliberal y bienpensante señora):

Alta traición

por Denise Dresser


Tomado de la revista Proceso

“Habrá que volverse un país extranjero. Porque lo más autóctono que hay en este país es la jodidez, la pobreza. Odio este país jodido y atrasado, lo quiero suprimir; quiero volverlo otro. Quiero hacerlo un país poderoso, un país próspero. En eso seré traidor a la patria. Quiero que nuestro país sea un país extranjero: otro país.”

Santos Rodríguez, personaje en la novela de Héctor Aguilar Camín La conspiración de la fortuna.

Difícil describir a México en el albor de su Bicentenario. País partido en un montón de pedazos, preguntándose quién es, de dónde viene, hacia dónde se dirige. País que alberga a quienes compran en Saks Fifth Avenue e ignora a quienes piden limosna en los camellones a unos metros de allí. País que preserva su pasado pero también lo habita. Orgulloso de la modernidad que ha alcanzado pero impasible ante los millones que no la comparten. Paraje peleado consigo mismo, impulsado por los sueños del futuro y perseguido por los lastres del pasado. El México nuestro. De rascacielos y chozas, Jaguares y burros, internet y analfabetismo, murales y marginados, plataformas petroleras y ejidos disecados, riqueza descomunal y pobreza desgarradora. País sublime y desolador.

Hoy, a punto de ser celebrado con la rehabilitación de 200 plazas y 100 jardines. Con la instalación de 200 placas conmemorativas por toda la República. Con la publicación de biografías, historias regionales, diccionarios, almanaques, atlas, guías, antologías diversas, crónicas y catálogos. Con “actos cívicos, ceremonias y concursos de oratoria y declamación, certámenes y exposiciones sobre los símbolos patrios y premios al mérito civil”, dice el responsable de la Comisión Organizadora de la Conmemoración del Bicentenario, Rafael Tovar de Teresa. Con la construcción de una nueva sede para el Archivo General de la Nación y la rehabilitación del Palacio de Bellas Artes y un montón de actividades más. Doscientos años de historia examinados, diseccionados, diseminados. En México, el pasado está en todas partes: omnipresente, abundante, tangible, heredado.

Ese pasado al cual México se aferra porque piensa que le provee de identidad. La seguridad de lo que fuimos ofrece certezas sobre lo que somos. El pasado –dicen– imbuye a los mexicanos significado, sentido, valor, memoria. Y habrá muchos que aplaudirán lo logrado en dos siglos: el aumento de la población, la urbanización, la erradicación de la viruela, el descenso del analfabetismo, la emisión de la moneda, el ingreso per cápita de casi 8 mil dólares. Logros sin duda, pero demasiado pequeños ante el tamaño de los retos que el país enfrenta. Democracia. Equidad. Buen gobierno. Justicia. La posibilidad de un México capaz de soñar en grande.

Quizá la mirada retrospectiva debiera servir para que los mexicanos evaluaran a su país y a sí mismos con más honestidad. Sin las anteojeras de los mitos y los intereses que buscan minimizar los problemas. Porque el pasado no sólo ayuda y deleita; también obstaculiza. Las generaciones que se recuestan en el polvo de sus padres corren el riesgo de dormir, de quedar aletargadas, sin levantarse de allí. Un pasado demasiado alabado o estrechamente abrazado socava el sentido de propósito, de urgencia. La obsesión con los momentos heroicos del pasado desplaza la preocupación ante los imperativos modernizadores del futuro. Como escribió Dickens, “si el pasado captura tanto nuestra atención, el presente puede escapársenos de las manos”.

La reverencia al pasado que tantos mexicanos despliegan contribuye a inhibir el cambio, a embargar el progreso, a coartar la creatividad. Convierte a los hombres y a las mujeres del país en espectadores, postrados por la devoción a una historia que necesitarán trascender si es que desean avanzar. Esa historia aprendida del país estoico, valiente, resistente. Esa historia memorizada de tragedias ineludibles, conquistas sucesivas, humillaciones repetidas, traiciones apiladas, héroes acribillados. Esa historia oficial, fuente de actitudes que dificultan la conversión de México en otro tipo de país. Actitudes fatalistas, resignadas, conformistas, profundamente enraizadas en la conciencia nacional.

Actitudes compartidas por quienes asocian el cambio con el desastre y perciben la estabilidad como lo máximo a lo que se puede aspirar. Actitudes desplegadas por los apologistas que obligan al país a cargar con el fardo del pasado mientras lo glorifican. Incapaces de comprender que “todo eso que elogian es lo que hay que desmontar”, en palabras de Sebastián, el personaje modernizador de la novela de Aguilar Camín. Incapaces de enderezar lo que la Revolución y el PRI y la reforma agraria y el corporativismo y la corrupción enchuecaron. Incapaces de entender que parte de México se ha modernizado a expensas de sus pobres. Incapaces de reconocer que la idea del gobierno como receptáculo del interés público es tan ajena como lo era en la época colonial. Que las familias poderosas buscan proteger sus feudos tal y como lo han hecho desde la Independencia. Que la línea divisoria entre los bienes públicos y los intereses privados es tan borrosa como después de la Revolución. Que el ejido proveyó dignidad a los campesinos, pero no una ruta para que escaparan de la pobreza. Que el PRI creó instituciones pero también pervirtió sus objetivos. Que los políticos hábiles, fríos, camaleónicos cruzan de una pandilla a otra como lo han hecho durante décadas. Que la república mafiosa continúa construyendo complicidades con licencias y contratos y concesiones y subsidios. Que la vasta mayoría de los mexicanos no puede influir en el destino nacional, hoy como ayer. Que la falta de un gobierno competente está en el corazón de nuestra historia. Que México ha cambiado en doscientos años, pero no lo suficiente.

Y por todo ello, la consigna del Bicentenario no debiera ser la celebración de lo logrado, sino la honestidad ante los errores cometidos. El reconocimiento de lo mucho que falta por hacer. El entendimiento de que el pasado es esencial e ineludible, pero no puede seguir siendo un pretexto. El culto a la preservación y la manía por las raíces, con demasiada frecuencia centra la mirada en donde no debiera estar: México ensalza reliquias en vez de construir derechos; México celebra legados en lugar de garantizar oportunidades; México imbuye de virtud histórica a la perpetuación de los vicios. La tarea pendiente después de dos siglos es la de tomar al país por asalto, liberarlo de las cadenas que gobierno tras gobierno le han colocado, sacudirlo para cambiar su identidad morosa, obligarlo a parir mexicanos orgullosos de la prosperidad que han logrado inaugurar. Y convertir a cada mexicano en un traidor a la patria; en alguien capaz de imaginar otro México, otro.

3 Comments:

Blogger dèbora hadaza said...

ay... es dificil sabes? yo se que Mexico es un paìs de contradicciones, muy grandes muy fuertes, pero... tengo que pensar mas que responder, no puedo estar no orgullosa de mi historia, aunque no estoy orgullosa de toda, y tambièn si estoy muy admirada de mis raices y no creo que el problema sea no traicionar a la patria sino no entender la necesidad de ser algo mas que un mero expectador comodo y miedoso de la vida que estamos haciendo diario, pero bueno te digo tengo que pensar, por lo pronto esta vieja escritora me cayo algo mal, y bueno necesito mas argumentos que me cayo del nabo...

9:57 p.m.  
Blogger Gregorovivs said...

Se traiciona aquello en que se cree, a aquellos en quienes se confía, se da la espalda a lo conocido, a lo que 'era propio'.

Pero no se puede traicionar a algo que no es perfectamente identificable. Empezando por el nombre, 'México', vivimos en un país que no existe. Porque yo no vivo en México, ese país imaginario que no aparece ni en los atlas ni en enciclopedias ni en los mapas, yo sigo viviendo en los Estados Unidos Mexicanos.

Y canto un himno que no me sirve para nada, con una letra de la que no entiendo ni comparto apenas quizá el 50%.

México como tal es incapaz de sentirse a sí mismo. Y pensar como mexicano es precisamente pensar como alguien que 'no se es'. Pensar como si tuviéramos una historia grandiosa, un pasado heróico, una política magnífica, una educación envidiable, una vida económica magnífica. Depende de con quién nos comparemos. Eso de tener a Estados Unidos de Norteamérica 'encima' de nosotros y a los demás países 'jodidos' de 'Latinorteamérica' tampoco ayuda mucho.

En fin, aunque no me gusta cómo escribe la Denisse, el qué escribe me parece acertado.

Muy acertado, por desgracia.

1:15 p.m.  
Blogger Gregorovivs said...

Corrijo, quise escribir:

"...y a los demás países 'jodidos' de 'Latinoamérica' a nuestros pies tampoco ayuda mucho."

1:29 p.m.  

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