La opinión pública, "esa furcia avejentada"
Opiniones
Por Javier García-Galiano
Milenio Diario
Miércoles 24 de Mayo de 2006
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A falta de ideas, muchas personas construyen opiniones. Es una manía que simula profundidad y que a veces da forma a eso que solemos llamar "opinión pública"
Entre las cosas que le han sido dadas al hombre pueden contarse la risa, la palabra, la música, el secreto y pocas, muy pocas ideas. A pesar de que cada ser tiene escasas iluminaciones reales en el transcurso de su vida, se permite, sin embargo, mantener muchas creencias y pergeñar con frecuencia opiniones abundantes. Menos un arte que una compulsión, el acto de opinar anima la existencia de tertulias, parlamentos, periódicos, escritores, cantinas, cafés, talleres mecánicos, haciendo que quien lo practica se sienta, por un momento, inteligente y original.
Hay acontecimientos que producen anécdotas, recuerdos, lecciones e irremediablemente opiniones. Esos sucesos no siempre son comunes. Un terremoto, el hundimiento de un barco o una guerra incitan a la creación de numerosos comentarios raras veces atinados o memorables. Suele tratarse de frases hechas, que quien las profiere cree que se le han ocurrido a él. En cambio, otros hechos que suscitan comentarios espontáneos son consuetudinarios y acaso ocurren para que la gente pueda explayarse sin temor, con la seguridad que da la ignorancia: el futbol, por ejemplo, los toros, la literatura, la música, la pintura, los espectáculos –incluida la política.
En un estadio de futbol, los espectadores son entendidos y se saben con autoridad para ejercer la crítica en todas sus formas; desde el elogio más elemental desgañitado con entusiasmo hasta la reprobación más contundente practicada por medio del insulto dizque ingenioso, espetado a coro. Los menos arriesgados prefieren las observaciones tácticas, que en demasiadas ocasiones coinciden con las de los comentaristas deportivos a los que suelen reprobar, y que a mí me parecen admirables por la celeridad con la cual deducen argumentos como “el Villareal perdió porque Riquelme falló un penalty” y México porque falló cinco. Sin olvidar ese hallazgo quizá en desuso que es el Tirocentro, que ni es tiro ni es centro.
Ya don Nacho Trelles afirmó, después de un juego de los desaparecidos Leones Negros de la Universidad de Guadalajara, que “el público se puede manifestar como quiere y puede, sólo que muchas veces puede más de lo que quiere”. El cine también puede convertirse en una aventura cotidiana no sólo por aquello que ocurre en la pantalla, sino por lo que acontece en los cinematógrafos, habitados por personajes inquietantes como la taquillera, el boletero, el cácaro o el cinéfilo solitario, a los cuales suelo creer coludidos. El terror oculto en la dulcería, las películas malas o la ingenuidad latente de la Matiné o del programa doble forman otro de sus atractivos. Sin embargo, muchos de los espectadores son un riesgo. Aparte de sus costumbres ejemplares, algunos de ellos suponen que emitir un comentario acerca de la cinta exhibida representa una obligación. Las opiniones que ello produce exceden la salida del cine y se transforman en reflexiones de café, que no prescinden de distintos tipos de interpretación, de términos técnicos que consideran fundamentales como close-up, full-shot, medium-shot, travelling, o de una simbología desaforada. Otros encuentran una gran profundidad al sostener que “tiene buena fotografía”, azorados ante los paisajes escenificados como en las tarjetas postales o ante unos claroscuros llamativos. Los menos son más sinceros y se limitan a elogiar los encantos de las actrices.
Quizá uno de los mayores representantes del practicante de opiniones sea el borracho de cantina que interrumpe las conversaciones de los desconocidos con supuesta cortesía, y que luego de aseverar: “Ustedes perdonen, los estuve oyendo, muy interesante su plática”, exige ser escuchado acerca de lo que piensa de libros que no ha leído, de los dichos de Sancho Panza, de la Revolución Mexicana, de religión, de las vidas malogradas, de su tristeza.
Pero como si ese tipo de personajes que abundan, sobre todo en España, no fueran suficientes, se ha creado una abstracción que adquiere la forma que la contiene: la “opinión pública”.
En uno de los ensayos reunidos y traducidos por Andrés Ordóñez en Contra la democracia. Una antología de escritos políticos, Fernando Pessoa la consideraba una superstición verbal, y creía que de la conformidad con ella dependía la esencia de una política estable y fecunda. Para Pessoa, la “opinión pública es, primero, un fenómeno del instinto, y segundo, un fenómeno tradicionalista”. Karl Kraus la definía como “una furcia avejentada que no ha perdido la virginidad” y Luis XIV hubiera podido sostener que, como el Estado, la opinión pública era él.
Eliseo Diego pensaba que las anécdotas significaban un indicio de estar vivo. Quizá las opiniones también sean una forma reiterada de constatar nuestra existencia, aunque para ello se recurra al plagio involuntario. Lamentablemente con demasiada frecuencia perdemos la oportunidad de quedarnos callados.
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