Cuentos del Cuerpo, de María Elena Sarmiento
por Guillermo Vega Zaragoza
Es difícil escribir un cuento y más aún armar un libro de cuentos con un tema unitario que no sea una simple colección de textos inconexos reunidos por el azar o la urgencia de la publicación. María Elena Sarmiento nos presenta su primer libro de cuentos, publicado por Editorial Felou, con una idea y una estructura inusual: 32 historias relacionadas con 32 partes del cuerpo humano: desde el muslo y la rodilla, las nalgas y los senos, el hígado, el estómago y el riñón, diferentes dedos de la mano, los huesos, la boca, la nariz, los ojos, la piel, el cabello, el cerebro, el corazón, y hasta la grasa tiene su cuento.
Desde luego, no se trata necesariamente de que cada parte del cuerpo sea protagonista sino de que cada una de ellas es el leit motiv, el pretexto, el pivote o el elemento que desencadena el conflicto de los personajes de cada relato, y así como son disímbolas cada una de las partes que conforman el cuerpo humano, así los cuentos de esta autora se ajustan a las necesidades de cada historia. Algunos no rebasan ni una cuartilla de extensión, otros apenas ocupan tres o cuatro. La autora muestra predilección por lo breve y en el pequeño espacio de pocas páginas se desenvuelve con soltura, pero también con precisión, agudeza y, podemos afirmarlo, la malicia necesaria que hace la diferencia entre un simple narrador y un cuentista hecho y derecho. María Elena Sarmiento sabe que en el difícil arte de la narración breve un paso en falso, una palabra fuera de lugar, un final apresurado o alargado innecesariamente puede costarle la vida al cuento, sin remedio, sin esperanza de enmendarlo.
Decíamos que escribir un buen cuento es difícil. En efecto: cualquiera puede narrar. De hecho, el hombre es el único ser sobre la Tierra que narra, el único que adquiere sentido de su existencia porque sólo puede entenderla como una narración, como una historia que se sucede en el tiempo; que fue, que es o que será, pero historia a fin de cuentas.
Sin embargo, no cualquiera puede escribir un buen cuento, no digamos un excelente cuento o una obra maestra del cuento, porque para ello, además de la capacidad de narrar, es necesario encontrar el equilibrio perfecto entre los elementos que lo conforman, que pueden resumirse en tres: historia, tratamiento y estilo. Como se sabe, la cantidad de historias que se pueden contar es finita. Casi todo se ha contado ya, de alguna u otra manera, y esto es así porque el ciclo de la vida es siempre el mismo: nacer-vivir-morir. De eso nadie se escapa. Y sin embargo, la forma de enfrentar y experimentar ese ciclo es lo que nos distingue unos de otros. Lo mismo sucede con los cuentos: parece que relatan la misma historia, pero lo que los hace diferentes es el tratamiento, la forma en que es abordada la historia, la perspectiva que se elige para contarla de una manera determinada y no de otra.
Y sin embargo, eso no es suficiente para hacer un gran cuento. Hace falta otro elemento: el estilo de cada escritor, esa forma única de abordar los hechos narrados, pero, sobre todo, la forma de mirarlos y narrarlos, la mirada y la elección de las palabras precisas para provocar un determinado efecto en el lector. Eso es lo que le otorga la verdadera originalidad a un cuento: la forma única en que algo puede ser narrado por alguien, por esa persona específica, y nadie más.
Desde luego, cuando hablo de equilibrio esto no quiere decir que éste necesariamente sea simétrico, aunque sí debe ser armónico. Es decir, que dentro de sus propios límites, dentro de sus propios territorios y sus propias reglas, encuentre la forma única y perfecta que hace funcionar como cuento y no como un simple relato, esa combinación de elementos, esa alquimia, que hace que el escritor sienta viva a su creación, que una vez que la ha concluido le hace gritar de júbilo: “¡Está vivo!, está vivo!”, igualito que el doctor Frankenstein.
He dicho que el equilibrio del cuento no necesariamente tiene que ser simétrico, pero sí armónico. Igual que el cuerpo humano. Como dice el doctor Francisco González Crussí, en el funcionamiento de las partes del cuerpo humano “hay una congruencia maravillosa, un equilibrio perfecto que reúne la belleza y la utilidad, y no sabemos si admirar la primera o alabar la segunda”. Y abunda: “‘Armonía’ fue la palabra griega inventada para denotar esta admirable coordinación. Es apropiado que la palabra sea también un término musical, pues así como los sonidos que están en concordancia con otros son percibidos como deliciosos y los discordantes como molestos, así el acuerdo y la discrepancia de los movimientos de un cuerpo individual son interpretados por la mente antes de que haya tiempo para la reflexión. Si es destruida esta armonía, la expresión del cuerpo se vuelve compleja, críptica, digna de piedad, o hilarante”.
Tal pareciera que María Elena Sarmiento tomó como un reto narrar a través de sus cuentos las diferentes formas en que es destruida esta armonía del cuerpo humano. Como lo afirma la autora en el texto inicial del libro: “Las ideas que cada quien tiene acerca del cuerpo humano son fragmentarias, fruto de sus valores, deseos, carencias, fortunas, experiencias personales y trozos de la realidad con los cuales se topa en el camino”. Así —a veces con humor negrísimo, en otras con ternura, pero siempre con precisión de cirujano—, nos muestra las múltiples formas de esta fragmentación, de la relación que el ser humano en la actualidad tiene con su propio cuerpo y con el cuerpo de los otros; relación que se manifiesta a través del extrañamiento, de la otredad, de la insatisfacción, del deseo y del rechazo. Para ilustrar esta condición, tenemos una nueva versión del mito de la creación, donde Eva decide extirparse la costilla y regresársela a Adán para liberarse del yugo de siglos; o la mujer que, de tanto mirarse en el espejo y creer que está gorda, termina convirtiéndose en vaca; o los maestros albañiles que prefieren no saber lo que todos saben; o el jefe de oficina que cree gobernar hasta las tetas de sus subordinadas; o una moderna versión del cuento de Hansel y Gretel; o la mujer que busca pareja por Internet y termina metida en una cofradía antropófaga; o donde la autora reta al lector a construir su propio cuento, o esa batalla interminable por la delgadez, que más que cuento parece un poema triste y desesperado. En todos los relatos hay esa mirada atenta de la autora a los más sutiles detalles no sólo de los comportamientos humanos sino de los objetos que pueden reflejar, en su carácter inanimado, la historia de toda una vida. Por ejemplo, en el cuento titulado “Brevedad”, donde a partir de la sola descripción del camerino vacío de una famosa bailarina podemos inferir la lamentable decadencia de su existencia. O en “El obediente”, que nos narra el desesperante delirio de un teporocho que aún muerto sigue atendiendo las órdenes de las voces en su cabeza. O la mirada irónica y descarnada al personaje de “La última risa”, cuyo destino estuvo marcado por el desafortunado apodo de “El Riñón”..
En La fábrica del cuerpo (Turner/Ortega y Ortiz, 2006), Francisco González Crussí señala que jamás debemos olvidar que “el cuerpo es la sede de la identidad del ser humano y que el ser humano no puede reducirse al cuerpo. Atrás del cuerpo, o por encima de él, está la historia de cada individuo: su imaginación, sus valores, sus angustias y sus gozos. […] Disociar al cuerpo de todos sus elementos simbólicos sería tanto como ocuparse no de un ser humano, sino de un miembro de una especie diferente”. No es casual, entonces, que María Elena Sarmiento nos presente éste, su primer libro de cuentos, como el objeto que resulta de la subjetivación de su propio yo, que se concreta en los fragmentos desmembrados que entre pasta y pasta forman el cuerpo de su monstruo personal, su visión del mundo y de ella misma. “Es mi cuerpo fragmentado, desarticulado, que nace de la palabra escrita. Que sea ella la que le dé vida a través de tu lectura”, nos dice. Y, en efecto, nosotros nos adentramos en las páginas de este estimulante, sugerente y disfrutable volumen, donde como en un espejo hecho 32 pedazos podemos reconocer algo de nuestra propia humanidad, para ayudar a comprendernos y comprender los misterios del mundo y de la vida, como lo hace la verdadera literatura.
(Leído en la presentación del libro el 23 de noviembre de 2010 en Casa Lamm, en la Ciudad de México)
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