La Revolución que nos falta
Por Guillermo Vega Zaragoza
(Publicado en el suplemento El Mito-te del semanario Trinchera. Política y cultura del 17 de noviembre de 2010. Se puede bajar desde aquí en PDF)
Durante casi siete décadas, México vivió bajo un régimen dominado por la clase política emanada del movimiento armado, político y social conocido como Revolución Mexicana, que tuvo su origen en la necesidad de democracia y justicia social que no permitió el gobierno despótico de Porfirio Díaz durante cerca de 30 años.
La clase revolucionaria estableció un sistema institucional que permitió a gran parte de la población tener acceso a los beneficios del progreso económico, cultural y social. Eso debe reconocerse: como nunca antes en la historia del país, durante los años de dominio del Partido Revolucionario Institucional (PRI), varias generaciones de mexicanos, millones de nosotros (me incluyo, porque soy producto de la educación pública), tuvimos acceso a educación, servicios de salud, cultura y empleo en condiciones razonables.
Sin embargo, la casta revolucionaria siempre quedó a deber en materia democrática.
Estableció un sistema político con usos y costumbres que aún padecemos y que siguen ejerciendo incluso aquellos que no pueden ser considerados como herederos de esa forma de entender y hacer la política. Es decir, se entiende que los miembros del Partido de la Revolución Democrática (PRD) sigan con las mismas prácticas que ejercieron cuando eran priístas (no se puede ser priísta toda la vida y de repente levantarse una mañana convertido en un prócer de la democracia). Pero ¿y los panistas? ¿No se supone que los del Partido Acción Nacional eran personas “decentes”, que estaban en contra de las transas y los manejos fraudulentos del PRI? La triste realidad es que los panistas en el poder han resultado incluso peores que los priístas: además de corruptos, se han revelado como incapaces, insensibles, ineptos y cínicos.
Poco a poco, conforme el modelo del “desarrollo estabilizador” fue dando de sí, sería la sociedad civil la que iría arrancando al sistema priísta los espacios para construir instituciones democráticas, para que se abriera la política a la participación de todos los sectores y grupos, para que el ejercicio del poder no fuera coto exclusivo de unos cuantos “iniciados”, y la administración pública no siguiera siendo agencia de colocaciones para muchísimos “políticos profesionales” que hicieron (y siguen haciendo) de la “grilla” un modus vivendi a expensas de los impuestos que pagamos los ciudadanos.
Sin embargo, ¿quiénes han sido los beneficiarios de la apertura democrática y de la alternancia en el poder? Lamentablemente no ha sido la sociedad. Fueron los mismos políticos de siempre, pero ahora ataviados con diferentes siglas y colores. Basta echar un vistazo a la nómina del Congreso de la Unión: saltimbanquis que llevan —muchos de ellos— más de medio siglo mamando de la ubre burocrática, enriqueciéndose a costa del erario, practicando disciplinadamente la máxima de César Garizurieta, apodado El Tlacuache: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”.
Lo paradójico es que esos mismos herederos y beneficiarios del régimen emanado de la Revolución son los que se han encargado de desmantelarlo y destruirlo. Todos los avances y logros en materia económica, social, educativa y cultural se están convirtiendo en puro recuerdo. Nada menos, está a punto de ser demolido el sistema de seguridad social, el Instituto Mexicano del Seguro Social, con el pretexto de que “está al borde del colapso”. El Estado revolucionario ha claudicado de su función sustantiva y la ha entregado a la iniciativa privada, a la clase empresarial y a las grandes corporaciones multinacionales.
Un caso sumamente preocupante es el del deterioro de la educación pública. Además de que no se dedica el porcentaje mínimo de recursos que recomiendan las instituciones internacionales, el sistema educativo está secuestrado por una pandilla encabezada por la persona más nefasta que haya conocido la historia del país: Elba Esther Gordillo. Pero no sólo es ella: se trata de la maraña de intereses y complicidades que ella y su grupo han sabido tejer a lo largo de más de dos décadas, durante las cuales los índices educativos han caído por los suelos, la deserción se ha vuelto alarmante y la cobertura de servicios se encuentra muy lejos de ser universal. Y los culpables de que esa situación siga y empeore cada día somos todos: autoridades, maestros, padres de familia, estudiantes, periodistas y sociedad civil, que no nos hemos encargado de denunciar la deplorable realidad educativa del país y exigir enérgicamente que se tomen las medidas urgentes y necesarias para hacer que las cosas cambien y mejoren radicalmente.
Y ni hablar de la educación superior, donde las universidades públicas tienen que negociar —mendigar es una palabra más adecuada para describir lo que hacen— cada año con los diputados que ya no digamos que no les aumenten sino que no les rebajen el presupuesto, que siempre será insuficiente ante la cantidad de tareas que no pueden llevar a cabo precisamente por falta de recursos suficientes.
Entonces, ¿de qué Revolución estamos hablando, qué Revolución festejaremos en estos días? Más que festejar, deberíamos emprender una nueva, la Revolución que nos falta: la Revolución de la conciencia nacional. Tenemos que volvernos plenamente conscientes de la preocupante situación que vive el país. ¿Cómo? A través de la lectura y la reflexión, del conocimiento y la cultura, de la creación y la imaginación. De emprender por nosotros mismos la búsqueda y la realización de las soluciones a los problemas que nos aquejan. Dejar de esperar que sean los otros los que cambien y hagan las cosas, y cambiar y hacer las cosas por nosotros mismos. Es necesario dejar de vivir anestesiados por los medios de comunicación, por las telenovelas, el futbol, los programas de chismes y los noticieros manipulados. Contribuir desde nuestros espacios de influencia cotidiana (la familia, la escuela, el trabajo, el barrio) a que los demás dejen de vivir engañados y enajenados, hablando, discutiendo, confrontando, mostrando nuestro desacuerdo con el estado actual de las cosas. Esa Revolución no será armada ni violenta. Pero será mucho más profunda, porque vendrá desde el interior de nosotros mismos. Ésa es la Revolución que nos falta. ¿Estás dispuesto, lector, a emprenderla?
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