lunes, junio 14, 2010

Comerse al padre, cogerse a la madre

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Comerse al padre, cogerse a la madre

(manual de incesto y canibalismo para niños perdidos)

Por David Barba

(Tomado de la revista el perro, núm. tres, mayo-junio 2007).

1. COMERSE AL PADRE

Si Edipo mató a su padre, Keith Richards se esnifó al suyo. El guitarrista de los Rolling Stones confesó a una revista juvenil británica que, a la muerte de su papá Bert, mezcló sus cenizas con cocaína y tomó unos tiritos para catarlo. Su Satánica Majestad no se ha demorado en retractarse: "ha sido un mal entendido. La verdad del asunto es que planté un roble inglés, destapé la urna de las cenizas y ahora mi padre está criando el árbol y me querría por ello". ¿Y quién nos dice que Richards no se comerá las bellotas en cuanto asomen? En una nueva expresión de su mal asumido canibalismo, ¿cuánto tardará en cocinarse una tortilla con las bayas?

Yo le recomiendo que lo haga. De paso, podría acostarse con su mamá Doris para culminar el círculo edípico en el que se halla encerrado desde niño. Hay pocas cosas en el mundo tan liberadoras como realizar la pulsión edípica que todos sentimos y reprimimos. "¡Yo no deseo matar a mi padre!", exclamará el incrédulo lector, "¡jamás he deseado acostarme con mi madre!" Ante tan inocente negación de la realidad, sólo cabe acordarse de las brillantes palabras del crítico literario Fredric Jameson: "la represión es reflexiva, pues no sólo pretende eliminar de la conciencia un objeto concreto, sino también y sobre todo borrar la huella de esa eliminación, reprimir el recuerdo mismo del propósito de reprimir". Ahora, lector, piénsalo despacio y dime que nunca deseaste matar a tu padre, que nunca deseaste cogerte a tu madre.

Keith se pasó veinte años sin dirigirle la palabra a Bert. Con Doris era otra cosa: la buena madre recibía ramos de flores de su amantísimo hijo casi todas las semanas. Para fastidiar a Bert, Keith se quitó la "s" final de su apellido durante décadas. Al final, volvió a colocada en su sitio para desesperación de sus editores discográficos. Dicho de otra manera: al cabo del tiempo, Richards integró por fin a su padre. Y, al esnifarlo, la integración ya no sólo sucedió en lo metafórico, sino que se realizó en lo material. Una técnica habitual en algunas culturas tradicionales consiste en vaciarse encima las cenizas del padre muerto para integrar su poder. En una variante de exquisito canibalismo, los nobles aztecas se llevaban a casa las mejores partes del cuerpo de los prisioneros tlaxcaltecas sacrificados para comérselos y, de este modo, hacerse más fuertes. El inca Huáscar fue asesinado por los generales de Atahualpa. Pero antes le sacaron los ojos para cocinarlos, le arrancaron un brazo y, cuando murió, devoraron el resto de su cuerpo. En Papúa-Nueva Guinea, el corazón de los prisioneros era especialmente valorado: comérselo transmitiría el valor del finado. Pero el canibalismo no es cosa del pasado: Jeffrey Dahmer, el célebre Carnicero de Milwaukee, violó, asesinó y se comió a 16 mujeres. Cuando le preguntaron por sus criminales razones, respondió con un escueto: "me hacían sentir que pasaban a ser parte de mí" (y de este modo se hace evidente que comerse al padre y cogerse a la madre se puede convertir en cogerse al padre y comerse a la madre). En 1994, la policía de Rio de Janeiro descubrió que un grupo de mujeres de la tribu radampa trató de curarse la infertilidad con penes humanos: un método muy eficaz, si dejamos de lado el detalle de que se los comían fritos. Los hombres de la tribu los obtenían de entre los mendigos de la ciudad, a los que secuestraban para castrarles. Otra forma de canibalismo menos asilvestrada es la que aún hoy practican los machiguengas de Perú y Brasil: acostumbran a comerse las cenizas de los muertos. Pero hasta ahora no había oído ningún relato sobre esnifar al padre. "Bajó muy bien, todavía estoy vivo", dijo Keith al ser preguntado sobre los efectos de la raya. Es lógico: debió sentirse mucho más fuerte con el polvo de su padre hormigueando en sus pulmones. Yo le habría recomendado que se lo bebiera o que lo macerara en saliva y plátano antes de ingerirlo, como hacen los yanomamis del sur de Venezuela.

Si no hubiera mandado incinerar sus restos mortales, Keith habría podido hacer algo todavía más efectivo con Bert: comerse sus testículos. Todavía hoy, muchos chamanes y curanderos practican rituales como éste. Claro que se conforman con comerse las gónadas de un animal -por ejemplo, las criadillas de un toro-, y no literalmente los testículos de aquel que te engendró. El chamanismo se sirve de lo simbólico: por algo somos seres analógicos. Bastarán, pues, los testículos de un cerdo, un macho cabrío y hasta los de un gallo; se cuecen al dente y se comen a ser posible sin condimentar, para no disimular el inevitable sabor familiar del rito. El resultado de la ceremonia no se hará esperar: el iniciado sentirá cómo la energía del padre llenará su organismo, haciéndole sentir más cerca de los dioses. Pero cuidado con acercarse demasiado a ellos: Tántalo comía en su misma mesa del Olimpo y, para corresponder, les ofreció un banquete en el monte Sípilo. Cuando la comida escaseó, decidió ofrecer a su hijo Pélope como parte del menú: descuartizó al chico y lo sazonó antes de servirlo en la mesa. Los dioses habían sido advertidos de las intenciones de su anfitrión, por lo que no probaron bocado. Sólo Deméter, trasto cada por la reciente muerte de su hija Perséfone, se comió el hombro izquierdo del muerto. Zeus ordenó a Hermes que forjara de nuevo el cuerpo de Pélope y lo volviera a cocer en un caldero mágico. Como faltaba el hombro, Hefesto le hizo uno de marfil de delfín. Poseidón secuestró al nuevo Pélope y lo llevó al Olimpo, donde le convirtió en su amante y le inició en los misterios divinos. Conclusión: si no matas a tu padre, tu padre te matará a ti. ¿Se entiende ahora mejor por qué Keith se esnifó a Bert?

2. COGERSE A LA MADRE

Hamlet fue un Edipo tímido: en vez de matar al padre, mató a su tío; en vez de cogerse a la madre, la dejó viuda. Pero, para mayor gloria de la literatura, Shakespeare reinventó y alteró el final feliz original de la leyenda hamletiana del siglo XII, recogida por el historiador danés Saxo Grammaticus en su Historia Danicae. Lo que pasó en el castillo de Elsinore tiene más en común con lo que pasó en Tebas que con 10 que ocurre en los escenarios teatrales isa- belinos. Imagino el final al que Saxo (¿Sexo?) Grammaticus no se atrevió a llegar: Hamlet mata a Claudio y, una vez ha vengado a su padre (que, a fin de cuentas, se llamaba como él), ocupa su lugar en el trono y en la cama, junto a su madre y a partir de ahora amante, la reina Gertrudis. La pobre Ofelia, en vez de morir, ocupa un lugar en la cama de Polonio. No hablo de abusos sexuales, sino de hijos adultos que regresan al lecho materno (o paterno) para solventar la vieja deuda edípica que todo cachorro dejó pendiente en la infancia.

Hay pocos momentos en la historia de la humanidad en que el incesto haya sido tolerado. Tenemos ejemplos entre las monarquías del antiguo Egipto, los emperadores incas y los reyes hawaianos. Pero, antes que todos ellos, Sigmund Freud nos habló del matriarcado neolítico: hubo un tiempo remoto en que las mujeres se acostaban libremente con los jóvenes del clan, dando rienda suelta al deseo sexual que toda madre experimenta hacia su hijo. Pero el reinado de las diosas madres del neolítico acabó cuando el hombre se dio cuenta del papel del esperma en la reproducción. Con la nueva cultura sedentaria, con los excedentes de la agricultura, nació un nuevo modelo de masculinidad: un tiránico semental que se imponía a golpes y se otorgaba el derecho de yacer con todas las hembras de la horda, permitiéndose incluso el incesto. El tirano fue asesinado, según Freud, por los jóvenes machos del clan, sus propios hijos, hartos de ser sometidos, simbólicamente castrados y frustrados por no poder disfrutar de los favores de las hembras. Más tarde, el cadáver del tirano sería devorado en un festín caníbal donde los cachorros integran y asumen el poder del padre. Otros autores aseguran que el padre fue enterrado, con lo que aparecen las primeras sepulturas y también la noción de la muerte. Con ella, los seres humanos se sienten por primera vez desamparados.

Ese mismo desamparo es el que asalta a todo ser humano en la adolescencia para crear del niño mágico que fuimos el insulso adulto que seremos. Existe abundante literatura psiquiátrica que habla de un momento en la vida de todo niño en que sus sueños se rompen: la escisión se produce en el inicio de la adolescencia, y sume al proyecto de adulto en una noche oscura del alma de la que amanecerá un hombre más o menos dormido: un nuevo y engrasado diente productivo, destinado a alimentar el engranaje social sin cuestionarlo. El niño que evita desprenderse de sus sueños se convierte en un revolucionario o en un loco. El adulto que recupera sus sueños se sienta un poco más cerca del árbol del buda o higuera del ser (higuera: bodhi; ser: sattva). Cogerse a la madre es una manera de recuperar los sueños, de rescatar al niño perdido que fuimos. Además, ¿qué dios, sino el cristiano, nos impide hacerlo? A los griegos no les importaba que Edipo se acostara con Iocasta. El incesto no es el problema: para los antiguos helenos, el verdadero pecado es el homicidio contra el padre (y ya hemos visto que, en sentido metafórico, es más que deseable). Antígona y sus hermanos, hijos de su madre-abuela y de su padre-hermano, no son más que un efecto colateral asumible: será el cristianismo el que, unos cientos de años más tarde, se obsesione de tal manera con la sexualidad que haga de todos nosotros unos niños perdidos, necesitados de una urgente vuelta al vientre materno en forma de coito para resarcimos de tanta negación del deseo y, en fin, de nuestras necesidades físicas, psíquicas y espirituales.

Pero cogerse literalmente a la madre puede resultar muy crudo (reconozco que sólo de pensarlo se me ponen los pelos de punta). Para ello, es mejor seguir las enseñanzas de los chamanes. Alejandro Jodorowsky, el psicomago pánico, nos da una fórmula simbólica para llevarlo a cabo: roba las bragas de tu madre del cubo de la ropa sucia, pídele a una amiga que se las calce y hazle el amor apasionadamente; en una versión un poco más digerible, Cristóbal, hijo de Alejandro y psicochamán, prescribe colocar una fotografía de la progenitora sobre el pecho desnudo de la amiga, antes de proceder a penetrarla. Los resultados de esta actuación simbólica del Edipo no se harán esperar: en pocos días, el corazón se nos revelará más abierto, más dispuesto a entregarse. Pasarán unos meses y, sin damos cuenta, podremos entendemos en pareja. No ama quien quiere, sino quien puede. Y algunos no pueden porque el fantasma de la primera mujer a la que amaron -la madre -aún campa por sus vidas sin dejar espacio para las que seguirán. He aquí que la realización del incesto edípico desbroza el camino hacia la realización amorosa de forma inequívoca: yo me comí los testículos simbólicos de mi padre y me sacié con el cuerpo metafórico de mi madre; y qué gran labor curativa realicé. Keith, amigo, ya sabes cuál es el siguiente paso. Y, ya que tienes esa fama de bruto, te recomiendo evitar actitudes como la de aquel paciente charro de un psicoanalista que quiso hacerle entender la necesidad psíquica de prestarle atención al Edipo. Al cabo de una semana, el charro volvió a la consulta con la camisa ensangrentada y un revólver al cinto. El freudiano, horrorizado, dejó caer la pipa de los labios.

—¿Qué ha hecho, hombre de dios? ¿A quién ha matado?

—Pues al que usted me señaló, mi cuate. Yo sólo hice los deberes...

Lo verdaderamente espantoso de esta historia es que, para exorcizar su galopante fijación, lanzó sobre el sofá a su madre —que por aquel entonces estaba a punto de cumplir 86 años— y se la cogió con el cadáver aún caliente de su padre por testigo. Y es que hay personas que no entienden el significado de una adecuada metáfora.

David Barba (Barcelona 1973). Es periodista cultural, crítico teatral y profesor universitario. Es autor del libro Nacho Vidal o Confesiones de una estrella del porno.