jueves, enero 08, 2009

Apuntes sobre el arte de tallerear

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por Guillermo Vega Zaragoza


• Los así llamados talleres literarios son una invención reciente. Tengo entendido que fue Juan José Arreola quien los trajo a México luego de haber estado en Francia, y que desde entonces se han convertido en un fenómeno recurrente en la vida literaria de nuestro país. De los talleres de Arreola surgieron muchos de los que ahora son escritores reconocidos, tales como Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Fernando del Paso, José Agustín, Vicente Leñero, Gerardo de la Torre, entre muchos otros.

• El ya desaparecido Centro Mexicano de Escritores funcionaba en una forma parecida a los talleres literarios. A un grupo de jóvenes promesas se les proporcionaba una beca para escribir una obra determinada y tenían que asistir a las reuniones semanales con los tres asesores del Centro, uno de los cuales fue, durante muchos años, nada más y nada menos que Juan Rulfo, quien tenía fama de severo, implacable y hasta cruel. Los otros becarios opinaban sobre el trabajo de sus compañeros, pero la voz autorizada (e incontrovertible) era la de los maestros.

• Los talleres literarios lo que hicieron en realidad fue institucionalizar una práctica que ha existido desde siempre entre los miembros de la comunidad artística: la transmisión de los secretos de un oficio por parte de un maestro hacia los aprendices. En el Renacimiento era común que a un muchacho con dones particulares para un arte determinado, su familia se lo encargara a un maestro, que lo volvía su aprendiz y le enseñaba todo acerca de su profesión. Una vez que el alumno aprendía lo necesario y se sentía con las agallas suficientes para emprender su propio camino, abandonaba el taller del maestro y establecía el suyo propio.

• Esto sucedía entre los pintores y escultores primordialmente, aunque no tanto entre los escritores, ya que la literatura es un arte fundamentalmente solitario. La lectura de las grandes obras literarias ha sido y sigue siendo el gran taller de cualquier escritor. La prueba de fuego para un texto es su publicación; es decir, si es aceptado por una revista o una editorial para ser publicado. No obstante, antes de ponerlo a la consideración de los editores, los escritores encuentran mecanismos de verificación del valor de sus obras. Por ejemplo, Gabriel García Márquez no publica nada que no haya mostrado antes (y por supuesto le hayan aprobado) un puñado selecto de amigos. J. R. R. Tolkien, el autor del famoso El Señor de los Anillos, destruyó una novela en la que había invertido años porque a su mejor amigo (al único que le leía sus obras antes de publicarlas) no le gustó.

• También funcionaba el mecanismo de que los jóvenes escritores recurrieran a un autor reconocido, a un patriarca de las letras, para pedirle consejo y orientación. Son conocidos los casos, por ejemplo, de León Tolstoi dando su visto bueno a algún escritor primerizo. O en el caso de nuestro país, el de Alfonso Reyes.

• Sin embargo, a partir del surgimiento del movimiento romántico y, sobre todo, de la aparición de las grandes aglomeraciones urbanas, han existido también las cofradías, las tertulias, los corrillos. El café y la cantina se convirtieron (y lo siguen siendo hasta hoy) en el centro de reunión e intercambio de experiencias, consejos y chismes literarios.

• Pero el caso de los talleres literarios es distinto, pues como su nombre lo indica, se trata de un lugar donde se “trabaja” con los textos, donde con base en la orientación de un maestro o “coordinador” (como se le tiende a nombrar ahora) el escritor aprende y aplica los detalles de su oficio a partir de los comentarios de sus propios compañeros.

• En su libro Para ser novelista (que todo aquel que aspire a convertirse en escritor debería leer, no una sino varias veces), John Gardner dice que, a pesar de que la mayoría de los talleres literarios pudieran tener defectos, todos tienen un efecto beneficioso, ya que tienen la virtud de congregar a los jóvenes escritores, lo cual, aun en la ausencia de escritores de categoría, les puede servir a aquéllos a ayudarse entre sí. “Estando con otros escritores del mismo nivel, el joven principiante se siente menos extraño que en condiciones normales, y la posibilidad de poder intercambiar puntos de vista con ellos y de conocer lo que escriben puede servirle para acelerar el proceso de aprendizaje”.

• Gardner señala tres características de los malos talleres literarios: 1) el maestro permite y hasta fomenta el ataque y las burlas entre los participantes; 2) el mal profesor empuja a sus alumnos a escribir como él, y 3) el exceso de “tallerismo”, es decir, donde se le da más importancia a la forma, el tema o la estructura que a la emoción o al sentimiento con que se escribe un texto.

• Mis años de participante y maestro de talleres literarios me han permitido descubrir que hay tres tipos fundamentales de personas que asisten a un taller:

1) Aquellas que nunca han tenido o han tenido muy poco contacto con la literatura, ya sea como lectores o escritores (acaso cuando estaban en la primaria escribieron alguna composición que les elogiaron mucho la maestra y su mamá), pero que se encuentran en un momento de su vida en que se están replanteando los objetivos de su existencia (generalmente después de un divorcio o de que perdieron su empleo) y decidieron que lo que siempre han querido hacer en realidad es escribir. Generalmente, estas personas abandonan el taller luego de un par de sesiones, pues se dan cuenta de que el oficio de escritor es más que una cuestión de voluntarismo y que requiere verdadera y comprometida vocación.

2) Otro tipo son aquellos que tienen algún talento literario, pero necesitan fuertes dosis de reafirmación narcisista, por lo que acuden al taller para que elogien sus textos y, sobre todo, para destruir despiadadamente los de los demás. Y si logran que en cada sesión alguien salga llorando como consecuencia de sus hirientes comentarios, obtienen orgasmos indescriptibles. Estos especimenes tampoco duran mucho en los talleres porque o los corre el maestro o se quedan sin víctimas.

3) Finalmente, están aquellas personas con verdadero talento que acuden al taller para revisar sus textos y aprender de los comentarios y críticas del maestro y de sus compañeros, a quienes también les aportan elementos valiosos. Este es el tipo de personas que logran publicar y figurar en el mundo literario, pues están verdaderamente comprometidos con su arte.

• Desde luego, a Gardner le faltó mencionar los malos talleres que se convierten en “club de los elogios mutuos”, donde el maestro fomenta la falta de rigor, el “nalgoteo” (“Uy, tú las tienes bien grandotas”; “no, tú más”; “no, no, tú más que nadie”) y los aplausos fáciles, con lo que el taller se convierte en un sucedáneo de las sesiones de canasta uruguaya, o de tejido y bordado. Este tipo de talleres tienden a durar años y años, y generalmente nadie escribe algo que verdaderamente valga la pena, pero eso sí, se consolidan amistades duraderas.

• La calidad de un taller no depende sólo del maestro o coordinador, sino también de la calidad de los participantes. Los talleres, como cualquier grupo o entidad social, son algo más que la suma de sus partes. Por ello, no necesariamente el renombre de un escritor garantiza que el taller que coordina sea el mejor. Hay escritores muy buenos que son pésimos talleristas, ya sea porque no tienen ni modo, ni método, ni paciencia para trabajar los textos, o porque están empeñados en que los alumnos escriban como él (si es que considera que su estilo es el mejor) o como sus escritores más admirados. De tal forma que a veces nos encontramos infestados por “Arreolitas”, “Rulfitos”, “Cortazaritos” o “Carveritos”.

• Un buen maestro es fundamentalmente un guía, que ayuda al tallerista, primero, a identificar su propia voz y estilo literario, para después impulsarlo a que lo desarrolle, independientemente de si es de la predilección del maestro o se aleja mucho de sus propias preferencias. Lo orienta para que lea y estudie obras de autores afines al estilo del alumno, y trabaja con los textos a partir de la calidad de los mismos textos, no de consideraciones extraliterarias.

• Uno de los problemas más frecuentes que se presentan en los talleres es que tanto el maestro como los participantes no saben comunicar adecuadamente al autor de un texto las razones objetivas de sus juicios, ni señalarlas con precisión y agudeza, más allá de las consideraciones impresionistas y subjetivas, del tipo “me gusta” o “no me gusta”; “está muy así como raro”, “está flojo”, etcétera. Esta falla puede deberse a la falta de preparación, de sensibilidad o simplemente pereza por parte del maestro y demás talleristas.

• El maestro debe proporcionarle al alumno los elementos objetivos con los que está criticando un texto, a fin de darle la oportunidad de que lo mejore. Y el alumno debe tener la suficiente madurez y humildad para tomar en cuenta los comentarios del maestro y los demás talleristas, y decidir razonadamente si los incorpora o no. A final de cuentas, será su nombre el que aparecerá como autor del texto, no el nombre del maestro o el de sus compañeros. Una verdad de Perogrullo: la responsabilidad de un texto es única y exclusivamente de su autor.

• Muchos escritores primerizos (aunque también algunos experimentados) tienden a padecer un exacerbado narcisismo. Están enamorados de sus propias creaciones y cualquier crítica la toman muy a pecho y como un ataque personal, por lo que se niegan, por sistema, a aceptar cualquier comentario o sugerencia, con lo que desaprovechan una de las principales virtudes y utilidades de los talleres: tomar distancia de los propios textos y analizarlos con objetividad. Con frecuencia se está tan involucrado afectivamente con el texto que no es posible discernir sobre su calidad con la cabeza fría. Ernest Hemingway dijo en una famosa entrevista: “El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor. Y todos los grandes escritores lo han tenido”. A veces la emoción afecta el funcionamiento de ese detector, lo que actúa en detrimento de la calidad del texto.

• Como ya se dijo, cada taller adquiere su propia dinámica, pero es el maestro el que imprime el sello inicial. En lo particular, en los talleres que tengo la suerte de impartir, aplico una directriz que tomé de Guillermo Samperio, maestro, amigo y ya añejo tallerista: el autor lee el texto, pero no puede defenderlo ante las críticas, por una razón simple: el texto se tiene que defender solo. El autor no puede estar detrás de cada lector tratando de explicarle las fallas o las cosas que no quedaron suficientemente claras. El texto vale o no vale por sí mismo. Si el autor tiene que explicar mucho el propio texto es porque el texto no ha cuajado del todo. Entonces hay que trabajarlo una y otra vez hasta que quede. Este principio ayuda mucho para que los talleristas adquieran la madurez suficiente, y sobre todo, para que el taller avance y no se convierta en una feria de vanidades, y de dimes y diretes que no llevan a ninguna parte.

(Una versión de este texto se leyó en la presentación del libro Aquí no hay invierno, en febrero del 2007, en el Bar Las Hormigas, de la Casa del Poeta Ramón López Velarde, de la Ciudad de México)

2 Comments:

Blogger pispiration said...

Buenísimo.

Valió la pena esperar al blog para leer algo tan detallado.

10:33 a.m.  
Blogger Guillermo Vega Zaragoza said...

Gracias, Pablo.

Por alguna razón que no recuerdo, se me había pasado postearlo, y organizando los archivos pasados en la compu me lo encontré apenas.

Saludos.

G.

11:05 a.m.  

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