Vino el remolino y nos alevantó
Juro que yo no me di cuenta cuando sucedió. Estaba clavadísimo dando clase. Las luces parpadearon unos segundos, pero enseguida se activó la planta de luz. Fue hasta que llegó alguien muy angustiado, diciendo que se habían caído postes, árboles y anuncios, que en el radio informaron que un árbol aplastó a una persona en su automóvil, que los celulares no funcionaban, que no había luz en las calles y los semáforos estaban desquiciados, y que había hecho en hora y media un recorrido que normalmente se hace en 20 minutos
Salí a la calle. Oscura. En la esquina, apenas las luces de los automóviles varados en el tráfico. Ramas y hojas en el suelo. Los negocios habían bajado las cortinas. Una extraña calma y un silencio aún más insólito. No había nadie en la calle. Eran apenas las 8 de la noche.
Tratamos de enterarnos por el radio, pero los noticieros ya estaban en otra cosa. Pude entrar a la Internet y los periódicos daban información fragmentada e incompleta. Aunque sí había fotos escalofriantes de arboles sacudidos por el vendaval y personas aferradas a un poste para no salir volando.
Empezaron a salir los alumnos y maestros de las otras clases. Tampoco se habían dado cuenta de nada. Se resistían a creer lo que había pasado. Hablaron por celular a sus casas, con sus seres queridos, para ver si estaban bien. Poco a poco se fueron retirando, hasta que quedamos un puñado, los que generalmente nos reunimos los miércoles en el bar de la esquina. Estaba cerrado. Nos veíamos unos a otros, como preguntándonos qué hacer. Todo era muy triste: la oscuridad, el silencio, la ausencia. Por un momento nos sentimos como huérfanos. Alguien ofreció su casa, pero hubiéramos tenido que comprar provisiones antes, pero ¿en dónde, si todo está cerrado? Nos despedimos y cada quien tomó su rumbo.
Caminé a media calle, para no tropezar con algo que se hubiera caído, a lo mejor un cable. En el panteón que está a un par de cuadras, un árbol derribó unos cables, arrastró un poste y éste aplastó un auto. Un fantasmal policía dirigía el exiguo tránsito. Caminé hacia la estación del metro, que a esas horas, generalmente se encuentra atiborrado. Ahora apenas había cinco o seis personas, un par de peseros a la espera de pasaje y ningún vendedor ambulante.
Usé el puente de la estación para cruzar al otro lado de la calzada. La taquería, con su trompo de pastor a la intemperie, se negaba a sucumbir ante la contingencia, iluminándose con velas y un quinqué chamagoso.
En casa, todo estaba anormalmente silencioso: ni el molesto sonido de la bomba de agua, ni el rechinido de los muebles de los vecinos, ni llantos ni gritos ni música. Apenas el aullido de una ambulancia y el afónico rugido de un helicóptero.
Después se sabría que la tercera parte de la ciudad se quedó sin luz eléctrica y que en algunas zonas aún no se normaliza el servicio. En mi colonia se restableció a las 3 y media de la mañana. Hasta esa hora pude dormir. Tenía una lamparita de lectura, pero no me dieron muchas ganas de leer; me puse los audífonos para escuchar las noticias por radio, pero me enojó la estupidez de los locutores de un programa de deportes.
Pero mucho antes de que regresara la luz, sin pensarlo mucho, abrí la puerta de mi casa. La de por sí tranquila calle estaba aún más tranquila, tenuemente alumbrada. El solitario automóvil blanco que estaba enfrente parecía refulgir en la penumbra.
Miré hacia arriba. Ahí estaban.
Pude ver las estrellas como hacía años no las veía en esta ciudad.
Y la luna, una lámpara hermosa, redonda y tímida, presidía la oscuridad con el leve atisbo de su luz.
1 Comments:
Este post, dignifica al gremio blogger.
Saludos maestro.
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