Carta a una mística
por Guillermo Vega Zaragoza
hay una semilla de herejía”.
Octavio Paz.
No soy digno de dirigirle
siquiera la palabra.
Pecador en este mundo
(¿sería posible pecar en la gloria?),
me arrepiento de no merecer
la bendición de su mirada.
Usted, tan cerca de Él,
de su gracia y su perdón.
Yo, tan cerca de las cosas de este mundo,
del desprecio y la condena.
Usted camina como entre nubes,
no toca este suelo,
indigno del contacto de su pie.
Siempre anda en los cielos,
olvida las llaves de su reino,
y el tiempo no tiene importancia para usted.
Usted es el tiempo.
Todo el mundo gira en torno suyo.
He ahí el por qué de esa cara beatífica,
de infinita redención.
En este momento,
seguramente usted debe estar comulgando,
feliz de sentirse fundida
con lo Absoluto.
Dios es en usted y
usted es en Dios.
Está demasiado absorta
en su propia perfección.
¿Puedo, siquiera,
tratar de competir con Él
en su corazón?
No: las palabras no sirven de nada,
ni las lágrimas,
ni los gritos,
ni la ausencia.
Usted cree haberse liberado
de todas las minucias
que nos atan a este mundo.
¿Qué le hace sufrir, entonces,
si es usted tan perfecta?
Sé que nos consumimos
en la misma agonía,
en el mismo fuego infame.
Sólo que expresamos nuestra angustia
por diferentes caminos.
Como el de Jerez,
estoy a punto de cometer una herejía:
atribuir al cuerpo las virtudes del espíritu,
endiosarla a usted,
que es una criatura mortal.
Pero debo compartir el fardo de la culpa:
no puede quedar impune
que se exhiba así ante el mundo,
provocando tantas angustias en viriles calmas.
De ahí mi petición
y motivo de esta misiva:
¿Podría usted reconocer
su mundana condición y
descender al nivel de los mortales
para adorarla como se debe,
es decir, como mujer,
y evitarnos la pena de la condenación eterna?
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